Gregg Hurwitz - Crimen De Autor

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Cuando el escritor de novela negra Drew Danner despierta en la cama de un hospital y es acusado de asesinar a su ex novia, todo su mundo se derrumba. Acaba de ser operado de un tumor cerebral, y no sabe si es culpable o inocente.
A la vez protagonista y escritor, Danner «escribe» esta originalísima novela en un intento de reconstruir una trama en la que todo parece implicarle.
Con la ayuda de Chic -un jugador de béisbol fracasado-, Preston -su editor- y Lloyd -un perito criminalista que le asesoraba con sus novelas- tratará de resolver el misterio.

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– Ven a buscarme -dije-. Tengo muchas cosas que hacer.

Me había serenado bastante para cuando llegó Chic, pero pensar en aquellos minutos desprotegido en el recinto de recreo de la cárcel todavía me producía ardor de estómago.

Chic aparcó y dijo:

– Empiezo a estar harto de venir a recogerte a la cárcel.

– Haz ver que eres mi chulo.

Cuando le expliqué que le había dado la muestra de pelo a Johnnie Ordean, Chic meneó la cabeza.

– Pero, Drew…, eso es apuntar al blanco equivocado. Eres demasiado inteligente para confiar una prueba importante a un histérico vocacional.

– ¿Qué debería haber hecho?

– Seguro que alguien del negocio de las pruebas de paternidad podría analizar un cabello. Es un sitio tranquilo, cuando no están encendidos los focos klieg.

No fue la primera vez que deseaba haber nacido con el sentido común de Chic.

Continuamos un rato en silencio mientras yo meditaba sobre mi próximo paso.

Sonó el móvil: era Preston, exigiendo novedades. Le puse rápidamente al corriente, y luego Chic empezó a hablarme por el oído libre, de modo que conecté el altavoz. Hablábamos los tres a la vez y, naturalmente, fue Preston quien dominó la situación.

– Bueno, vale, a ti y a Mort os tendieron una trampa. Has estado perdiendo el tiempo.

– Es lo que yo intentaba decirle -intervino Chic-. Si Mort Frankel no es el tipo que buscas…

– ¿Por qué actuó de manera tan estrafalariamente hostil contra ti?

Molesto por este dialogo de ping pong, me tomé mi tiempo para responder. Pero Chic no me dio respiío.

– Porque el tipo pensaba que eras tú quien trataba de colgarle el mochuelo a el.

– Ese Mort ha sido un mero títere, igual que tú -dijo Preston-. Sigues sin plantear la pregunta correcta. Que es…

Preston y Chic, ahora como un dúo bien avenido:

– ¿Quien le cargó el muerto a Mort?

Chic me miró expectante. De Preston sólo oí interferencias. Sin duda se les daba mejor plantear preguntas que aportar respuestas. Nos quedamos allí quietos y frustrados, y luego Preston cortó. El silencio subsiguiente fue como una derrota.

Mi Highlander estaba aparcado en el arcén de tierra junto a Mulholland, donde lo había dejado la víspera.

Chic me guiñó el ojo mientras me apeaba.

– Llámame cuando descubras lo que descubras.

Había dejado el techo solar retirado y los asientos despedían mucho calor. Cerré los ojos y repasé mentalmente todos los eslabones del caso como si fuera un rosario. ¿Cómo podía yo saber quién estaba interesado en incriminar a Mort? No sabía nada de él. Contemplé la vista, el callejón sin salida más extenso del mundo. Lo fui entendiendo paulatinamente: Preston y Chic se equivocaban al enfocar el asunto del móvil. Todo se reducía a la oportunidad.

No por qué querría nadie colgarle el mochuelo a Mort, sino quién pudo hacerlo.

Recordé la abolladura en el hueco de la rueda frontal derecha del Volvo. Mi cabeza ordenaba una y otra vez los datos, y lo que se deducía de ellos no me gustó.

Llamé al hospital y pedí por la unidad de Big Brontell. Una empleada increíblemente atenta me dijo:

– Lo siento, ha salido a tomar un refrigerio. Pero no tardará.

Dejé mi número de móvil, que la chica anotó debidamente, y luego recorrí los tres kilómetros hasta mi casa.

Xena había sacado mis botas de baloncesto del armario y convertido las punteras en un amasijo, pero la noche anterior probablemente me había salvado la vida, y decidí que eso bien valía unas Nike. Recalenté un taco y se lo puse en el plato para premiarla por su mal comportamiento. Luego fui a mi despacho y saqué el dossier del asesinato y todas las notas que había reunido sobre la investigación.

Estaba a medio bajar la escalera cuando me detuve, volví arriba y agarré mi manuscrito.

Para atravesar la ciudad en coche, di vueltas y más vueltas a las pruebas, tratando de conseguir una imagen bonita. Conseguí algunas variantes, pero ninguna de ellas bonita.

Aunque el sol de las cuatro era fuerte, había luz en las ventanas del piso de Frankel, recuerdo de la visita nocturna de Kaden y Delveckio. Conduje despacio dejando atrás el puesto de perritos calientes y la tienda de telas con sus espeluznantes maniquíes en el escaparate, y aparqué junto al alquiler de coches. El mecánico de Frankel estaba al otro lado, cerrando el garaje. Lo alcancé cuando ya estaba echando el candado a la puerta de seguridad.

– Hola, me llamo Drew. Un vecino mío, Mort, me recomendó que viniera. -Le tendí la mano y él mostró la suya disculpándose por la grasa adherida a su piel áspera.

Llevaba tatuados dragones y ninfas pechugonas en cada brazo, un trabajo tan complicado como bien hecho. La tinta terminaba justo en las muñecas.

– Ah, sí. Mortie. Claro.

– Me dijo que trabajabas muy bien.

– Desde rascaditas hasta siniestros totales.

– Debes de ser bueno, porque Mortie no es un tipo que se prodigue en elogios, ¿verdad?

– Ya.

– Tú le arreglaste esa abolladura en el hueco de la rueda.

– Sí.

– Yo también tengo una. Fui a buscar el coche por la mañana y allí estaba. En el hueco de la rueda. -Sacudí la cabeza fingiendo irritación-. Igual que le pasó a Mort. No dejaron ni nota ni nada.

– Mortie supuso que la abolladura se la había hecho alguien con una moto.

– Aparcamos uno al lado del otro. Creo que el tipo debió de darle a mi coche al mismo tiempo. Fue el miércoles pasado.

El mecánico meneó la cabeza.

– Pues no. A Mort se lo abollaron hace dos noches. Ya sabes cómo es él. Me lo trajo a la mañana siguiente.

– ¿Estás seguro?

– Claro. Dejó el coche el martes a primera hora. Cuando volvió del trabajo, ya se lo tenía arreglado.

La misma noche que yo había conseguido identificar el vehículo a través de Junior, una abolladura había aparecido en el hueco de la rueda delantera del coche de Mort. Y sólo una persona, además de Junior, podía saber dónde.

Consciente de la brisa que refrescaba mi rostro repentinamente acalorado, dije:

– Eres rápido trabajando.

– Mort es muy maniático con su coche. Más vale darle un puñetazo en la nariz que abollarle el coche. Aunque tampoco me gustaría darle un puñetazo en la nariz.

– No -dije-, a mí tampoco.

Me quedé sentado en el coche con los codos sobre el volante y la cara inclinada hacia las manos. Me dolían los ojos, sobre todo cuando me frotaba.

Necesitaba proceder con cautela y considerar todas las posibilidades. Quedaban dos explicaciones razonables para el desperfecto en el coche de Mort. Puesto que la primera era del todo increíble, me centré en la otra. Si Junior había adornado la historia del Volvo, eso me habría precipitado por la senda equivocada, limitando el campo a delincuentes varios y escogiendo uno de mi agrado. La abolladura en el hueco de la rueda delantera derecha -una coincidencia considerable en esta hipótesis- lo hacía muy improbable. Pero tenía que estar seguro.

Llamé a Hope House y le expliqué a Caroline mis progresos desde nuestro último encuentro.

– Cuando sea conveniente podrás presentar una bonita demanda contra la policía de Los Ángeles -comentó.

– De momento necesito que compruebes que Junior está convencido de todo lo que me contó sobre el Volvo. Ponlo en el potro de tortura, o lo que sea que utilicéis los loqueros…

– Empulgueras, es más eficaz.

Le di las gracias y luego paré a tomar una Coca-Cola y llenar el depósito en la gasolinera donde había consolidado el amor de Junior por el tabaco. El cielo empezaba a teñirse de naranja, silueteando edificios y árboles. Sonó el móvil. Era Caroline.

– Junior está segurísimo de lo del Volvo. Ah, y dice que tus dudas le ofenden.

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