– Así es.
«Oh, por favor, que haya matado él también a Genevieve -supliqué interiormente-. Que la haya matado y que luego se enterara de que necesitaba mantener con vida a la siguiente víctima para que la médula extraída fuera utilizable. Que haya evolucionado como asesino de forma que se le puedan colgar los dos asesinatos, y ninguno a mí.»
Tenía muchas dudas. ¿Por qué iba a estar Genevieve en el registro de médula ósea? Que yo supiera no tenía parientes enfermos, y desde luego no era dada a actos de caridad. Además, si la había matado Lloyd, entonces mi tumor cerebral quedaba como una mera y oportuna casualidad.
– ¿Qué probabilidades hay de encontrar correspondencias de médula ósea? -le pregunté a Big Brontell.
– Una entre veinte mil, más o menos. Claro que en este caso estamos limitados a personas que se sometan a la prueba.
– ¿Hay correspondencias del tipo de médula de Janice en el registro? ¿Gente que viva en Los Ángeles?
– Déjame ver.
Oí cómo el teléfono se movía con ruido sobre la mejilla de Brontell, y su respiración mientras tecleaba.
Volví a hurgar en el manuscrito, cotejando mi memoria con la fuente de veinte puntos: Ninguno de nosotros tres tenía el tipo de sangre de Tommy -dijo la señora Broach-. Pero Kasey sí. Fue un ángel para su hermano. Iba una y otra vez, la pinchaban en la cadera, una aguja así de gruesa, y nunca se quejó, ni una sola vez.
Recordé el cadáver azulado de Kasey Broach, tendida sobre el asfalto bajo la rampa de la autovía: En la cadera derecha tenía un rasguño de feo aspecto. Me devané los sesos tratando de recordar si Genevieve presentaba algo similar en el mismo sitio. No costaría mucho borrar las señales dejadas por un racimo de perforaciones de aguja hipodérmica, esconder las marcas de las extracciones bajo una herida superficial. ¿Lo había comprobado alguien?
¿Qué había dicho Lloyd en nuestra última despedida? Lo siento, Drew, pero Janice y yo tenemos que velar por nosotros.
Lo sentía mucho. Sí, claro.
No era ningún sádico, pero había introducido la cuerda de bondage para despistarnos; el Sevoflurane para mantener a las víctimas con vida y maleables; el Xanax para que estuvieran más o menos serenas si recobraban el sentido (una faceta humana en un acto inhumano). No quiso que sufrieran, como tampoco que sufriera yo. Sólo quería una cosa, a toda costa: que su mujer viviera. ¿Se habría disculpado con sus víctimas como había hecho conmigo? ¿Habría llorado al ponerles la mascarilla para que dejaran de forcejear, o cuando situó adecuadamente el cuchillo de deshuesar para la puñalada final?
– Hay dos correspondencias en Los Ángeles -dijo Big Brontell.
El aliento que contuve me ardió en el pecho. Recé en silencio. «Que el nombre de Genevieve sea uno de ellos, y así yo seré inocente.»
– Vamos a ver… -dijo Big, con tanta parsimonia que me dieron ganas de chillar-. Kasey Broach, pero parece que se borró de la lista activa.
Pero a Lloyd le habría resultado muy fácil obtener autorización para acceder a la base de datos de médula ósea, encontrar correspondencias actuales o antiguas.
– ¿Y el otro nombre? -pregunté con un hilo de voz.
– Sissy Ballantine.
Apoyé la frente en mi mano. Estaba resbaladiza y caliente.
– Consta como hermana donante. Pendiente de trasplante.
Eso quería decir que su médula se reservaba para un hermano o hermana, y por tanto no iba a estar disponible para Janice. Lo cual, a su vez, significaba que Lloyd tuvo que extraer la médula de una de las dos y matarla para eliminar el rastro. Kasey Broah, inactiva en la lista de donantes y por tanto más alejada de cualquier pista, había sido la mejor elección.
– Gracias, Brontell. No sabes cuánto…
– Un momento -dijo. Y le oí gritar a alguien-: ¡Busca el Haloperidol! -Otra vez a mí-: Te dejo, Drew. Se requiere mi humanidad en la unidad de psiquiatría.
Desconectó, y yo cerré el móvil y lo dejé en el asiento contiguo.
Cuando levanté la vista, tenía a Lloyd en la ventanilla.
Me hizo señas con una mano para que bajara la ventanilla. Su otro brazo quedaba fuera de mi vista puesto que estaba medio subido al bordillo, inclinado bajo una larga rama. Pulsé el botón sin dejar de vigilar la mano escondida. Por el modo en que tenía flexionado el brazo, sostenía alguna cosa. El móvil me resultó duro y bruñido al tacto.
– Hola, Lloyd.
Un anticuado cinturón de tela sujetaba sus Dockers beige. Llevaba un polo rojo ladrillo metido por dentro del pantalón, aunque se le había salido de un lado tras un esfuerzo reciente. Su cabello rubio ondulado brillaba de sudor en la frente y las sienes.
– Hola -dijo-. ¿Qué quieres?
Hice un gesto hacia el manuscrito que teína en el regazo, concediéndome un segundo para que mi voz no revelara la adrenalina que me corría por las venas.
– Pasaba para ver si le echábamos otro vistazo. Ahora estaba revisando…
Cambió de postura, su brazo se movió, y estuve en un tris de aplastarle la cara con mi puño reforzado por el Motorola. Pero lo que apareció no fue un arma, sino un rollo de cinta aislante que él hizo girar distraído alrededor de un dedo.
– Ahora mismo estoy agobiado, Drew. No puedo ayudarte. Ni dedicarte unos minutos. Es muy mal momento. Imposible.
Pese a lo repulsivo de sus actos, Lloyd estaba siendo sincero. Parecía agobiado, sí, abrumado por la pena y el desconsuelo. Como si la sirena del pánico hubiera sonado tantas veces que su cabeza ya no registrara el ruido. Al igual que yo, había llegado a esto por desesperación, escogiendo el menos horrible de dos panoramas. Por su cara adiviné que él también había tenido su ración extra de dudas.
– Está bien. Tranquilo. Perdona que te haya molestado -dije, poniendo la primera-. Ya nos veremos.
– Vale, Drew -repuso en voz queda.
Arranqué, mirándole por el retrovisor. Lloyd se quedó en el bordillo viendo cómo me alejaba y luego echó a andar encorvado hacia la casa, como si sus pensamientos le hicieran doblar la cerviz.
Giré en la primera esquina, paré y marqué un número.
– Con el inspector Unger, por favor.
Momentos después, Cal se puso al teléfono.
– Soy Drew. Estoy cerca de la casa de Lloyd Wagner. Necesito que vengas ahora y que traigas la caballería. Lloyd tiene un Volvo con la abolladura en el lado derecho, repintado de marrón. Su mujer padece leucemia. Hay sólo dos correspondencias en Los Ángeles con su tipo de médula. Una era Kasey Broach.
Oí crujir madera cuando Cal se sentó.
– ¿Y la otra era Genevieve?
– No -repuse-. Una tal Sissy Ballantine.
– ¿Sissy, has dicho?
– Sí. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– Acabo de recibir una alerta naranja -dijo, tensando la voz-. Esa chica ha sido secuestrada hace unas horas frente a su casa en Culver City. Un vecino vio que un tipo la metía a la fuerza en una furgoneta blanca.
Apagué el motor del Highlander.
– Quédate donde estás -dijo Cal-. No te acerques a la casa. Vamos para allá.
– Os espero.
– No te acerques a esa casa. Promételo, Drew.
Cerré el teléfono con rabia, cogí del maletero la llave desmontadora de neumáticos y eché a andar.
Con el máximo sigilo, fui acercándome entre los setos vecinos. La puerta del garaje estaba bajada y pude oír en el interior el ruido de un trozo de cinta aislante arrancado del rollo. Acompasé la respiración y me icé hasta la ventana lateral del garaje, metiéndome entre unos olorosos enebros. Una polvorienta persiana protegía el cristal, pero allí donde habían pellizcado las rígidas lamas para bajarlas, pude ver algo del interior en penumbra.
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