Gregg Hurwitz - Crimen De Autor

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Cuando el escritor de novela negra Drew Danner despierta en la cama de un hospital y es acusado de asesinar a su ex novia, todo su mundo se derrumba. Acaba de ser operado de un tumor cerebral, y no sabe si es culpable o inocente.
A la vez protagonista y escritor, Danner «escribe» esta originalísima novela en un intento de reconstruir una trama en la que todo parece implicarle.
Con la ayuda de Chic -un jugador de béisbol fracasado-, Preston -su editor- y Lloyd -un perito criminalista que le asesoraba con sus novelas- tratará de resolver el misterio.

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La cintura y las piernas de Lloyd sobresalían de la trasera de la furgoneta. A sus pies una lona protectora hecha un guiñapo. Lo vi emerger con el rollo de cinta entre los dientes y una navaja en la mano. Al parecer, estaba en la fase final del trabajo.

Me aparté, mirando a intervalos por encima del hombro. Lloyd había dejado la puerta de la cocina sin cerrar, y me colé. Platos sucios, restos de comida y recipientes vacíos tapizaban las encimeras que yo había dejado limpias unos días atrás; un burrito a medio comer descansaba encima de la goma que protegía el triturador: Lloyd haciendo lo posible por seguir adelante.

Empuñando la llave con firmeza, enfilé el oscuro pasillo y la franja de luz que se filtraba bajo la puerta del dormitorio. Entre el nervioso tictac del reloj de la cocina y el más suntuoso y rotundo del reloj de pie en la sala de estar, distinguí el susurro del equipo médico. Avancé escoltado por las fotos de Lloyd y Janice. La del día de la boda, los dos radiantes y abrazados como buenos novios; el parachoques de su Gremlin arrastrando papel higiénico y latas, la palabra «¡Felicidades!» escrita en la ventanilla trasera; junto a la piscina en Hawai, periódicos abiertos sobre las tumbonas, combinados con rodaja de fruta en el borde del vaso. Fui consciente de mis pasos en el entarimado ligeramente alabeado, del aire que me quemaba el pecho, de la tira de luz filtrada cada vez más cerca. Janice ya tenía algunas canas cuando los fotografiaron delante de El Capitán en Yosemite. Sonrisas joviales iluminaban sus rostros, sentados a una mesa de hierro forjado en una plaza de Venecia. En la mayor parte de las instantáneas se miraban el uno al otro, no a la cámara, como si no pudieran evitarlo, como si guardaran un secreto que no querían compartir con el resto del solitario mundo.

Llegué al dormitorio y cogí el abultado tirador de anticuario; el rumor monótono del equipamiento médico ahogó el sonido de los relojes y también mis pensamientos. Por manida tradición novelística, no pude evitar acordarme de otro día y otra puerta, temeroso de franquearla.

Antes de que el valor me abandonara, entré en la habitación.

La cama estaba de través en el amplio espacio, incongruentemente elevada sobre un somier con barandillas metálicas alrededor. La habían ladeado hacia la ventana para que Janice pudiera ver el trecho de árboles en pendiente. El cuarto olía a comida rancia, a sábana impregnada de sudor y a restos de excrementos no debidamente limpiados de las cuñas y la ropa. La suma de antiséptico, monitores varios y goteros como brotes electrónicos me devolvió a la habitación donde hacía cuatro meses yo había despertado para descubrir sangre de Genevieve debajo de mis uñas.

Janice tenía un aspecto blando y carnoso, la calvicie hacía que su cabeza pareciese insólitamente redonda. No tenía pestañas ni cejas y sus ojos se veían pronunciados y ardientes en las cuencas hundidas. Su albornoz, abierto a la altura del pecho, dejaba ver aristas de hueso sobre sus senos. Tenía los labios húmedos y las mejillas fofas como las de un bebé. Una bolsa encarnada, con un poco de espuma en la parte superior, colgaba de un poste metálico, y supuse que era la transfusión de médula ósea. Jeringas, frascos de pastillas y ampollas saturaban una de las bandejas metálicas arrimadas a la pared. Desde las etiquetas, nombres poderosos destacaban en caracteres farmacéuticos: CYTOXIN, BUSULFAN, CYCLOSPORIN. A la derecha, por una puerta cerrada, se colaba una corriente de aire.

Janice levantó un brazo fatigado del que colgaba piel fofa, un gesto como para ahuyentarme, y su boca se abrió repetidas veces, lentamente, como si formara palabras. Su voz era exangüe y sus labios estaban rígidos por el esfuerzo, tapando sus dientes de modo que la boca parecía un tembloroso agujero negro, una parodia de grito. Era impensable fingir que no la había visto. Me aproximé con el debido respeto hacia quien está en su lecho de muerte. Para mi horror, caí en la cuenta de que intentaba pronunciar el nombre de su marido. De pronto, fui consciente de la pesada llave que sostenía en la mano y me horroricé.

– No -dije en voz baja-. No voy a hacerte ningún daño.

Con voz áspera, seca y casi inaudible, dijo:

– Haz… que… pare.

La dejé allí, esforzándose. La puerta del fondo daba a un pequeño pasillo que llevaba a otra puerta, parcialmente entornada. Atento a cualquier crujido que pudiera anunciar la presencia de Lloyd, avancé con piernas temblorosas y la habitación en penumbra quedó ante mi vista. Se trataba de un apartamento independiente, un dormitorio pequeño con su cocina y su lavabo. Como un solar expropiado, estaba todo cubierto de plástico y tela. Las ventanas y una puerta de corredera de cristal que daba al patio trasero estaban tapadas con sábanas verdes. Supuse que Janice desconocía sus idas y venidas por la entrada posterior, aunque era evidente que sabía que algo no andaba bien. Un plástico de pintor, meticulosamente colocado en el suelo, se movió bajo mis zapatos y me hizo sentir como si estuviera pisando hielo. Una máquina de impactante diseño, grande como un calentador viejo, ronroneó. Sería algún tipo de procesador, supuse al ver las etiquetas y los cuadrantes. Estaba en marcha. Sobre la encimera de fórmica, envases de guantes de uso médico, jeringas gruesas, rollos de cuerda blanca, bolsas costrosas de transfusión. Y sobre una bandeja metálica flotante, un cuchillo de deshuesar Shun, los caracteres japoneses destacados en negro contra el acero inoxidable. Y allí, yaciendo en un catre, casi como si fuera otro objeto inanimado, una chica.

Sus ojos estaban apaciblemente cerrados, y Lloyd, tan sensible él, le había apoyado la cabeza en una almohada. Observé cómo el hombro libre subía y bajaba al ritmo de su respiración. Tenía la piel de la cadera izquierda acribillada con marcas de una jeringuilla de grueso calibre, la que habían utilizado para extraerle médula del hueso pélvico. Pero eran menos señales, y más juntas, de lo que cabía imaginar; Lloyd debía de haber reutilizado las mismas perforaciones deslizando la piel para tocar una parte nueva de hueso.

Allí estaba la chica, consumida e inconsciente, a la espera del cuchillo de deshuesar. Me imaginé que a Lloyd, suministrador de Xanax, no le gustaba esa parte del trabajo y la había demorado hasta después de acondicionar la furgoneta para el traslado del cuerpo. No podía dejarla con vida, del mismo modo que no había podido liberar a Kasey Broach después de extraerle lo que su esposa necesitaba. La irritación en la piel y el tratamiento médico resultante habrían revelado que alguien les había extraído médula ósea, y a partir de eso no habría sido difícil verificar los pacientes en lista de espera y llegar a Janice. Abandonar un cadáver también hacía harto improbable que el robo de médula fuera descubierto. Yo había sabido por el propio Lloyd que en una autopsia los forenses suelen extraer y pesar órganos, examinar heridas visibles y sacar muestras de secreciones y tejido. No tendrían por qué buscar perforaciones en el hueso bajo un círculo de piel cuidadosamente pinchada. Y, por supuesto, por allí no habría un paciente quejándose de un dolor concreto.

Detrás de la máquina, devuelto a un tarro de pyrex y abandonado en el suelo como un zapato, estaba mi tumor cerebral. Había encontrado al asesino antes que yo. Me costó unos instantes apartar la vista del amasijo de células que Lloyd había robado durante su campaña Luz de gas, induciéndome a pensar que yo mismo había destruido el ganglioglioma. Probablemente tenía planeado dejarlo en el lugar del delito, cosa que aumentaría mi confusión y mi calidad de sospechoso número uno.

Me acerqué a la chica. ¿Sissy Ballantine? Dejé la llave encima del fino colchón e hice ademán de levantarla. Sus párpados se abrieron pesadamente.

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