Samantha frunció el entrecejo.
– ¿Cantidad de fuerzas? -repitió.
– Todo tipo de vida en esa isla es peligroso en potencia. Tenemos que asumir que es un territorio de emergencia.
– Pero parece que el resto de la fauna es normal -señaló Donald-. Incluso estamos todavía cuestionando si los dinoflagelados están infectados todavía.
– Pero no lo sabemos con seguridad.
– Nunca lo sabemos con seguridad -dijo Samantha-. Precisamente por eso debemos actuar de forma limitada para preservar la vida en la isla. Tenemos que practicar la eutanasia a los animales infectados y luego hacer pruebas en plantas, animales y agua para asegurarnos de que no hay nada más.
Strickland se rió con una carcajada sonora. Samantha se dio cuenta de que ni siquiera le había visto sonreír antes. Su risa no era en absoluto espontánea.
– Ah, sí -dijo, cuando se le acabó la risa-. Sólo voy a destinar otra escuadra a esta misión de nuestros numerosos recursos humanos. Quizá los saque de Quito, donde se encuentran, de hecho dirigiendo a la nación. -La sonrisa del coronel desapareció-. Quiero esos agujeros de perforación cerrados y la isla, esterilizada.
Donald se puso en pie:
– Eso no representa ninguna…
Strickland le obligó a sentarse de nuevo con la mirada.
Samantha se levantó y apoyó las manos en la ventana.
– ¿Y si pudiéramos garantizar que el reservorio del virus es exterminado? ¿Arrasaría la isla?
– Los altos mandos llegan mañana por la tarde. Decidiremos el plan de actuación entonces.
– ¿Qué hay de mi petición de sacar al equipo de la isla? -preguntó Donald.
– Si la memoria sirve de algo, doctor Denton -dijo Strickland-, usted era quien estaba impaciente por llevar a esos hombres a la isla. -Se dio media vuelta-. Tenemos algunas complicaciones con los recursos aéreos, pero podremos enviar un helicóptero a sus hombres a las diez de la noche del treinta y uno.
– Es posible que no lleguemos a tiempo.
– Bueno, doctor Denton -dijo Strickland-. Teniendo en cuenta las dimensiones de la mierda en que nos encontramos, tendrá que ser suficiente.
Derek había desactivado su transmisor temporalmente, así que la llamada de Samantha conectó con Cameron, la cual estaba recogiendo madera en el lindero del bosque, sola. Los demás se encontraban por el campamento. Cameron se daba cuenta por sus actitudes de que todos estaban incómodamente pendientes de la tienda de Cameron y Derek. No los culpaba. La puerta estaba cerrada y no se oía a Derek desde que se había retirado; Cameron sentía la tentación de meter la cabeza en la tienda para asegurarse de que todavía estaba ahí.
Cuando activó el transmisor, escuchó la voz de Samantha.
– Aquí Samantha. La doctora Everett. ¿Quién hay?
– Cameron Kates.
– ¿La que hacía las preguntas sensatas antes?
– Sí -dijo Cameron-. Supongo. -«He alcanzado cotas más altas», pensó.
– Tengo noticias difíciles -dijo Samantha. Había algo en su voz que resultaba inmensamente consolador sin resultar condescendiente. Cameron escuchó con atención mientras Samantha le informaba de su conversación con Strickland y con Donald.
Cameron respiró profundamente.
– Como sabes, nosotros llegamos más o menos a la misma conclusión también.
– Donald se lo tomó mal -dijo Samantha-. No será fácil con los científicos. Y vais a necesitar su ayuda. Si hace falta, puedo mantenerlos a raya con las decisiones de mis inteligentes superiores.
– No creo que sea necesario. Puedo manejarlo.
– Llámame si necesitas cualquier cosa.
– Gracias. Pero no lo haré.
Hubo una larga pausa.
– ¿Cameron?
– ¿Sí?
– Buena suerte. -Samantha cortó la comunicación.
Cameron tardó unos momentos en recomponerse para volver con los demás. Ellos se habían dado cuenta de que estaba hablando, pero le habían dejado espacio. Cameron volvió con un montón de leña en los brazos y los demás la esperaron, expectantes. El fuego casi se había apagado, sólo era un montón de ascuas encendidas. Cameron se encontró con la mirada de Diego.
– Samantha y Donald apoyan nuestra decisión de acabar con las larvas que queden.
Diego escuchó la noticia con calma, aunque con aire de aflicción.
– ¿Por qué? -preguntó.
Cameron dejó caer la leña.
– Porque están casi seguros de que si a las diez de la noche del lunes no hemos conseguido exterminar el reservorio del virus y ofrecer pruebas de que las muestras de sangre no contienen virus, no quedará isla sobre la que discutir.
Rex exhaló un fuerte y corto suspiro. Diego tomó asiento en un tronco.
Savage miró hacia arriba con ojos oscuros y carentes de brillo, como piedras gastadas por el agua.
– A veces hay que destruir un pueblo para salvarlo -dijo.
A Cameron le resultaba extraño salir a reconocer el terreno con Justin. Pero como Derek parecía fuera de juego por el momento, y Szabla y Savage montaban guardia fuera de su tienda, lo más lógico era que ella y Justin fueran juntos. Tank y los científicos habían tomado el borde occidental de la zona de transición, que daba un rodeo al norte alrededor de la zona de Scalesia.
Cameron siguió a su marido a través del bosque oscuro, iluminando el terreno con el foco. La violenta muerte de los Estrada y el motín entre ellos la habían dejado sin energía, así que intentaba ocupar la mente con cualquier tarea que tuviera a mano. Se le ocurrió que era extraño encontrarse allí para exterminar a cualquier amable criatura que apareciera en la noche. Una tarea así parecía discordante en esos momentos en que todo su cuerpo le pedía suavidad.
Diego, al darse cuenta de que toda la isla estaba en juego, se había unido a sus objetivos y había consentido en ayudar a encontrar las larvas. Su consejo había sido sencillo: las larvas se sentirían atraídas por la luz y por los humanos. La primera larva que encontraron no había hecho ningún esfuerzo por huir, y casi había buscado a Cameron al lado del lago. Formaba parte de la estrategia de la larva buscar a otros organismos que la cuidaran, y era una estrategia que había funcionado bien en una isla que tenía pocos depredadores.
Diego y Rex también habían insistido en que estuvieran atentos ante cualquier irregularidad en la flora o la fauna.
Cameron y Justin andaban a través del follaje, bajo las ramas arqueadas como arcos góticos, entre los troncos erectos como torres en medio de la formidable masa de hojas que había encima de sus cabezas. Ambos estaban encerrados en un mundo de vegetación y parecía que la fronda de encima era el suelo de otro mundo que estaba fuera de su alcance. El bosque era como una caverna, un estómago viviente lleno de enredaderas y vivo.
Cameron tuvo una súbita sensación de estar dirigiéndose hacia su boda. Aparte del hecho de que se encontraba a solas con el hombre a quien amaba y de que la noche se aproximaba, intimidante y todavía irreal, no tenía ni idea de por qué.
Pasó de largo ante la entrada de una cueva, más parecida a un profundo nicho cavado en la ladera de la colina, y notó un movimiento en el interior. Llamó a Justin y éste volvió en silencio. Entraron con la luz que proyectaba anchas y temibles sombras.
La ancha entrada de la cueva permitía ver un grupo de aguacates que había fuera: troncos suaves y hojas anchas y oscuras. El interior estaba plagado de rocas y de piedras. Cameron sintió que el estómago se le removía al entrar en la cueva. Algo brilló en la oscuridad y Cameron levantó la lanceta justo en el momento en que Justin se apartaba de ella hacia su derecha. Cameron no quería imaginarse cómo sería abatir a una de las larvas. Recordó la cabeza suave y de color verde, los ojos enternecedores, las tiernas patas falsas que se agitaban, y sintió que se le secaba la boca.
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