Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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– Dentro de cincuenta y dos horas quizá nos hayamos convertido en papilla para insectos -gruñó Justin.

Derek y Mako estaban en silencio, cada uno esperando a que fuera el otro quien hablara primero.

– Lo siento, soldado -dijo Mako, finalmente-; es lo mejor que podemos hacer. -Cortó.

Los demás se sentaron y se quedaron callados unos instantes. Szabla se levantó y se fue a su tienda.

Cameron se acercó a Derek y puso un pie encima del tronco en que se encontraba sentado.

– Voy a ver cómo están los Estrada otra vez, para asegurarme de que están bien -dijo.

– ¿Me lo estás pidiendo o me lo estás comunicando? -dijo Derek sin levantar los ojos de la larva.

– Derek -respondió Cameron-, ella está de seis meses. Voy a ver cómo están.

Cameron hizo una seña a Justin con la cabeza y él la siguió a través del campo hasta el camino. Caminaron el uno al lado del otro, con la torre delante de ellos. En algunos puntos el suelo se había levantado unos diez centímetros.

– Derek no es Derek -dijo Justin al cabo de unos momentos-. Tendríamos que pensar en hacer algo al respecto.

Cameron no contestó.

Llegaron a la casa y Cameron llamó en voz alta, ansiosa por ver a la pareja. No hubo ninguna respuesta. El ambiente se oscureció un poco más: el sol acababa de desaparecer de la vista detrás de unos árboles.

Cameron llamó de nuevo y se dio cuenta de la tensión en la voz.

Pasaron por debajo de la ventana de la casa y doblaron la esquina. Cameron entró en la casa por la puerta principal. Se quedó helada, tapando la visión de Justin por un momento. Él pasó por su lado y se quedó inmóvil.

El cuerpo de Ramón colgaba del techo, al lado del fuego, el rostro tenía un color azul por encima de la nariz. La silla se encontraba tumbada de lado bajo sus pies. La pared más cercana a la cama estaba salpicada de algo rojo. Floreana estaba en la cama, envuelta en una sábana ensangrentada. En el suelo, cerca de la cama, había una criatura retorcida. Cameron miró esa cabeza todavía húmeda, con la pequeña zarpa rota y doblada al final de una corta pierna.

Sintió que el estómago le subía a la garganta. Justin se inclinó hacia delante, con las manos sobre las rodillas, respirando profundamente para recuperar el control. Él y Cameron se quedaron el uno al lado del otro durante unos quince minutos, mirando los tres cuerpos, sudando en el húmedo ambiente e intentando tranquilizarse.

Finalmente, Cameron se acercó al colchón. Justin fue detrás de ella y la llamó, pero Cameron no se detuvo. Alargó la mano y agarró la sábana por un extremo limpio. Poco a poco, destapó a Floreana, mostrando la parte inferior del cuerpo.

Cameron emitió un sonido débil, casi de animal, un grito en lo más profundo de la garganta que salió agudo y se desvaneció rápidamente. Se llevó una mano al rostro, sin saber qué hacer. Se dio cuenta de que con la otra mano se agarraba el vientre.

Se apartó poco a poco de la cama, negándose a bajar los ojos hacia el cuerpo del bebé, en el suelo. Justin la observó mientras ella se dirigía al fuego. Puso la silla de pie, se subió en ella y soltó a Ramón. El cuerpo cayó sobre los anchos hombros de ella, con los brazos por su espalda. Justin se quedó donde estaba. Cameron se alegraba de que no le hubiera ofrecido su ayuda. Llevó a Ramón hasta la cama y lo tumbó al lado de su mujer. Cameron vio el corte en el dedo índice de Ramón y se preguntó si ésa era la vía por donde el virus había entrado en su cuerpo. O quizás había penetrado en Floreana directamente. Cameron sintió los pies dormidos, como dos bloques insensibles.

Sentía el rostro caliente, quemando bajo la piel. Pocas veces se ponía sentimental, pero cuando lo hacía se le veía en la cara. Ojos enrojecidos, mejillas encendidas, un tono rojizo en el puente de la nariz. Su madre decía que era su rasgo más tierno. Sin decir una palabra, se dio la vuelta y pasó al lado de Justin. Al cabo de un momento, él la siguió de cerca en dirección al campamento. Tank había vuelto a encender el fuego. Cameron lo veía desde el camino. Se aproximó despacio; primero distinguió los troncos, luego vio a los soldados.

Cameron fue la primera en llegar al campamento.

– Vamos a matarlos -dijo.

Derek levantó la cabeza de golpe.

– ¿Perdona?

– A todo lo que lleve el virus, sea lo que sea.

– ¿De qué estás… de qué estás hablando?

– Puede infectar los humanos. Floreana ha dado a luz a… una cosa. La ha matado. Ramón se ha colgado. Si lo hubierais visto. -Cameron respiró profundamente, con los orificios de la nariz dilatados. La mente le iba tan deprisa que no podía seguir sus propios pensamientos.

Diego dio un paso hacia atrás y se dejó caer en un tronco. Derek cerró las manos en un puño. Cameron sintió los ojos de Szabla encima, fijos y duros.

– Tenemos que cambiar nuestros objetivos -continuó Cameron-. Tenemos que contener el virus. No voy a marcharme de esta isla hasta que no exterminemos a todo lo que lo transporte.

– Ésa no es la misión -dijo Derek-. Ésas no son tus órdenes.

– A la mierda la misión -respondió Cameron-. A la mierda mis órdenes.

Derek dejó a la larva a un lado y se puso en pie, ceñudo. Se precipitó hacia Cameron, pero Tank y Justin se interpusieron y, acto seguido, Savage y Szabla se levantaron y se pusieron a ambos lados de Cameron, protegiéndola. Savage hizo oscilar el cerrojo del frigorífico mientras silbaba una melodía.

Derek se cuadró. Estaba tan tenso que parecía a punto de romperse. Pero si intentaba un segundo ataque, habría pelea, y eran cuatro y Tank, y no había forma de que pudiera hacerlo.

Con ojos encendidos, Derek miró a la cara a todos, uno por uno. Tenía la boca ligeramente abierta, pero no dijo ni una palabra.

Cameron avanzó un paso.

– Creo que a partir de ahora, somos nosotros, teniente -dijo. La frase le pareció ruin incluso a ella.

Derek se frotó el puente de la nariz con el pulgar y el índice y parpadeó con fuerza. Iba a hablar, pero decidió no hacerlo. Se volvió hacia la larva, que se retorcía en la base del tronco. El animal se arqueó hacia arriba con las patas extendidas como antenas.

Con dedos temblorosos, Derek bajó las manos y se las frotó contra la camisa. Tenía un tic en una de las mejillas, justo debajo del ojo. Miró a Cameron mucho rato. Ella le sostuvo la mirada sin pestañear.

Luego bajó la cabeza, pasó al lado de los demás y entró en su tienda.

El silencio parecía inundarlo todo, como si los separara y los juntara al mismo tiempo. Diego fue a acercarse a la larva, pero Szabla le tomó el brazo por el hombro con amabilidad y le retuvo con un movimiento negativo de la cabeza.

Cameron miró a Tank y luego señaló la tienda de Derek. Tank asintió con la cabeza y se acercó a ella para montar guardia en la puerta de la tienda. Cameron se encontró con la mirada de Savage y algo sucedió entre ellos.

Savage levantó la larva del suelo con brusquedad, dejándola colgada por la parte posterior. El animal soltó un chillido agudo, que no era más que el aire atravesando la cutícula, e intentó doblarse hacia arriba. Su sombra retorcida oscureció los rostros de todos cuando Savage pasó por delante de ellos y agarró la lanceta que Cameron le ofrecía en silencio. Luego se dirigió hacia la noche, más allá de las tiendas.

Rex no miró. Diego cerró los ojos y bajó la cabeza. Se sentó, pesado.

Cameron sintió el aire como un enjambre a su alrededor, y se mareó. No quería mirar más allá de las tiendas, por miedo a ver a Savage levantar la lanceta por encima de su cabeza. Diego permanecía con los ojos cerrados y la respiración pesada y constante. Cameron pensó que era posible que estuviera llorando.

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