Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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El perro se acercó la presa al vientre, entre las patas, y empezó a mascar el tejido de la larva. Al clavar los dientes en la cabeza, la puntiaguda mandíbula de la larva se desprendió y se le clavó en la encía. El perro soltó unos chillidos de dolor.

Inmediatamente, el animal se apartó y con furiosos movimientos de cabeza consiguió desprender la mandíbula de su boca. La mandíbula de la larva cayo al suelo. El perro agarró a la larva con la boca y la arrastró por el sotobosque. El abdomen de la larva se arrastraba por el suelo detrás de él dejando un rastro de piedras y suciedad.

– ¿Qué coño ha sido eso? -susurró Justin a Szabla; los chillidos del perro todavía le resonaban en los oídos.

Szabla levantó una mano para hacerle callar. Aparte de los ruidos habituales, el bosque estaba en silencio.

– Un perro -dijo ella-. O al menos lo parecía.

Justin levantó la cantimplora y la agitó antes de beber las últimas gotas. Habían pasado la mayor parte de la mañana reconociendo el bosque. Rex, antes de marcharse con Derek y Cameron a colocar la tercera unidad de GPS cerca del lago, había encargado a Justin y a Szabla que localizaran un lecho rocoso adecuado en el interior del bosque.

El bosque estaba fresco a causa de la lluvia del día anterior. El agua se acumulaba temblorosa sobre las hojas, los recovecos de los troncos y las huellas en el barro. El aire era caliente y húmedo y tenía un olor tan fuerte que Szabla lo notaba en la garganta.

Justin avanzó en dirección a los chillidos, apartando las finas ramas a su paso. Szabla lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.

– Yo lo localizaré.

Szabla pasó delante de Justin y avanzó, abriendo paso. No podía evitar el mirar, maravillada, la variedad de la vegetación: menta con flores púrpuras, enredaderas de hojas ocres, una orquídea ocasional emergiendo de un tronco de Scalesia. Un pinzón se movió entre los troncos y emitió un canto suave y tranquilizador. Justin lo imitó y se dio la vuelta para verlo desaparecer.

Szabla se detuvo al llegar a una zona donde el suelo estaba revuelto, las hojas y la tierra removidas por algún tipo de lucha reciente. Husmeó el aire.

– ¿No notas un olor raro?

– Bueno, no quería decir nada, pero…

Ella le cortó.

– Kates. Por una vez en la vida, sé serio.

Justin la miró con docilidad.

– Era un buen plan.

Szabla echó la cabeza hacia atrás y olió el aire con los orificios de la nariz muy abiertos. Justin arrugó la nariz al notar el olor.

– Algo está podrido en Sangre de Dios -dijo.

Szabla vio el bulto brillante donde la mandíbula estaba oculta bajo un montón de hojas en descomposición. La cogió y la levantó hasta un rayo de luz que penetraba por el follaje.

– Parece una mandíbula -dijo-. De otra larva.

Justin avanzó hasta una zona de helechos y, de repente, una de sus piernas salió disparada hacia delante. Se oyó un susurro y, de repente, había desaparecido. En el aire.

Szabla se quedó sin habla, con la mirada fija en los helechos y las hojas caídas en el suelo del bosque. Se acercó despacio, y avanzó un pie con cautela para comprobar el suelo.

La risa de Justin casi la mató del susto: profunda, con eco.

– Le he dado al León su coraje; al Hombre de Hojalata, un corazón; y tú ¿qué es lo que quieres, tesoro?

Su voz era como un bramido resonante en el interior de la tierra.

– ¿Otro juego de pesas?

Szabla apartó el pie y a punto estuvo de caer al suelo.

– Justin, corta el rollo. -La voz le salió menos firme de lo que quería-. ¿Dónde demonios estás?

– No lo sé -resonó su voz-. En una especie de cueva. Me levantaría y echaría un vistazo, pero he aterrizado más o menos de cabeza.

Szabla apartó los helechos y descubrió la entrada del túnel de lava, que descendía con suavidad hacia un pozo vertical. Justin parpadeó bajo la luz. Sólo había caído aproximadamente un metro. Miró hacia arriba, se puso de pie y trepó hacia la entrada.

La ooteca latía en el techo del túnel de lava, colgada a lo largo de la gruesa raíz de Scalesia, justo encima de donde había estado Justin. La última cámara que todavía estaba cerrada se retorcía, haciendo temblar todo el saco de huevos. Los hilos por los cuales las larvas habían descendido estaban retorcidos hacia arriba; parecía como si de la ooteca salieran virutas de madera.

– ¿Qué coño es esta cosa? -preguntó Szabla.

– Una tarta. ¿Por qué no la pruebas?

– Pues has salido de ahí con mucha prisa para ser una tarta.

– Bueno, ya sabes, una faceta del «hombre de verdad». -Justin hizo una mueca parecida a una sonrisa-. Parece que hemos encontrado el feliz hogar de nuestra larva.

Szabla miró la ooteca y se quedó pensando.

– Joder -exclamó-. Una de esas cámaras es más grande que un útero de mujer.

Echó un último vistazo y salió de entre los helechos, maldiciendo en voz baja.

Molesto, Savage observaba a Tucker dar vueltas alrededor del fuego.

– Bueno, ¿por qué no han vuelto todavía? -Tucker consultó su reloj-. Pasan veinte minutos de la hora de encuentro, y Justin y Szabla nunca llegan tarde.

Con los rostros y los cuellos embadurnados de crema solar, los demás soldados estaban de pie, comiendo. Unas cuantas nubes oscuras se habían formado en el cielo y, aunque atenuaban un poco la luz, no reducían el calor. Tank se agachó e hizo una mueca de dolor. Al ponerse de pie, se mordió los labios con evidente dolor.

Diego había soltado a la larva encima del montón de leña. El animal, satisfecho, consumía una rama fresca de Scalesia que todavía rezumaba savia por el extremo cortado. De vez en cuando dejaba de masticar para comprobar los movimientos que había a su alrededor. Rex rellenó las lámparas con el gas blanco de la botella mientras sujetaba el tapón entre los dientes.

Tucker se puso en pie y empezó a andar en círculos.

– Relájate -le dijo Cameron, con la boca llena de barrita de cereales. Consultó el reloj que llevaba atado al bolsillo frontal de los pantalones-. No pasa nada. Probablemente se han cruzado con algo.

– ¿Cómo con un juego de mesa de porcelana completo? -preguntó Rex.

– ¿Cómo es que no estás más preocupada? -preguntó Tucker-. Eres su esposa.

Cameron le dirigió una mirada inexpresiva.

– Aquí, no -le dijo.

Savage puso los ojos en blanco mientras pinchaba unas patatas hervidas.

– Este jodido equipo -murmuró-, formado por maricones y parejitas…

Derek hizo rechinar los dientes con una mueca. Pasó por encima del fuego y se agachó delante de Savage, el rostro a centímetros del de él. Savage se tomó su tiempo antes de levantar la mirada hacia él y acabó el dibujo que estaba haciendo en la tierra con el tacón. Cuando lo miró, lo hizo con frialdad.

Derek levantó una mano con intención de ponerla en el hombro de Savage, pero se lo pensó mejor. Hizo bien. Habló con tranquilidad:

– No voy a poner en peligro esta misión porque tú quieras jugar a «tenemos chico malo en la escuela». Si aprietas un poquito más, te aseguro que no dudaré ni un momento en arrancarte la cabellera y en dejarte aquí hasta que te pudras.

A Derek le latía el pulso en la sien. Savage observó ese latido mientras Derek intentaba mantener la compostura. Miró a Derek a los ojos decidido a no pestañear hasta que éste se retirara. Inclinó la cabeza y husmeó en el aire:

– Te lo huelo -dijo-. Debilidad. Has perdido el coraje de matar.

– Ponme a prueba -respondió Derek-. Simplemente, ponme a prueba.

Mientras Derek se alejaba, Savage sacó el cuchillo de la funda, le dio la vuelta en el aire y lo lanzó hacia Derek, el cual se tambaleó hacia atrás para apartarse; el cuchillo se clavó en el tronco.

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