Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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Al lado de un tronco, la larva se había enroscado alrededor de los tobillos de Derek.

– ¿Y si le entra hambre? -preguntó Derek.

– Si empieza a llorar -gruñó Savage entre flexión y flexión-, siempre puedes darle de mamar.

Como un acordeón, la larva se subió al tronco. Levantó el tórax con las patas estiradas al aire y volvió la cabeza hacia Derek. Él le devolvió la mirada. Se miraron el uno al otro durante unos momentos, intercambiando información en alguna lengua sin palabras. La larva emitió un ruido de expiración y bajó el tórax. Las falsas patas se esforzaron en transportar su cuerpo hacia el regazo de Derek. Éste levantó las manos, permitiendo que la larva pasara por encima de su regazo.

Szabla se levantó con brusquedad.

– No me gusta esto. No me gusta en absoluto.

Derek puso una mano encima de la cabeza de la larva.

– Todo va bien, Szabla. Siéntate. Siéntate.

Szabla se sentó.

Cameron miró la larva, en el regazo de Derek, y pensó que se parecían como una madre y su hijo. Apartó la mirada y se rascó la nariz.

– Pido permiso para ir a comprobar a los Estrada -le dijo.

– ¿Quién demonios son los Estrada? -le preguntó Szabla.

– Ramón y Floreana.

– ¿Quién demonios son Ramón y Floreana?

Cameron se volvió hacia Szabla, nada divertida.

– No te estoy pidiendo permiso a ti. -Se volvió hacia Derek, que estaba otra vez absorto mirando la larva-. ¿Y? ¿Derek?

Derek levantó la vista.

– ¿Eh?

– ¿Puedo ir?

– ¿Dónde?

– A comprobar a los Estrada.

– ¿Por qué necesitan que vayamos a comprobar?

– No lo sé, sólo pensé que… -se le apagó la voz y se hizo un extraño silencio. Justin intentó captarle la mirada, pero ella no quiso mirarle.

– La mujer está embarazada -dijo Justin, dirigiéndose a Derek-. Quizá sería adecuado que alguien fuera a ver si está bien. -Se mordió un trozo de uña del dedo pulgar y la escupió a un lado.

Derek se encogió de hombros.

– Vale -dijo. Asintió con la cabeza sin mirar a Cameron-. Ve.

De nuevo, Cameron tuvo problemas con el español al encontrarse con Ramón y Floreana. Le pidió a Ramón que repitiera la pregunta y escuchó con mayor atención.

– ¿Por qué he venido? -repitió Cameron, para asegurarse de que había comprendido bien. Su español no era muy bueno, pero esta vez no tenía a Diego para traducir, así que tenía que apañárselas. Se encogió de hombros-. Supongo que para ver cómo estáis. -Se dirigió a Floreana-. Para asegurarme de que estás bien. -Señaló el vientre de Floreana y ésta sonrió-. ¿Estás bien?

Ramón sonrió y se acercó a su mujer, abrazándola por detrás. Ella bajó el pequeño edredón que estaba cosiendo y sonrió:

– Soy feliz -dijo.

– ¿Todavía estáis preocupados por salir de la isla?

Ramón puso las manos encima del estómago de su mujer.

– Cuando haya dado a luz nos preocuparemos de salir de la isla. -Se le entristeció la mirada y añadió-: Nuestra isla.

– ¿De qué vas a trabajar cuando os marchéis de aquí?

– No lo sé. Encontraré cualquier cosa. -Ramón suspiró con fuerza y se sentó a la mesa. Pasó las manos por encima de la superficie rugosa de la madera-. Hay cosas importantes y cosas que no lo son. -Recorrió a su esposa con los ojos: las arrugas en las comisuras de los ojos, la masa negra del pelo, el vientre lleno-. Es simple.

Cameron pensó en sentarse, pero decidió no hacerlo.

– Bueno, voy a hacer todo lo que pueda para que cuiden de vosotros -les dijo.

Floreana tenía una bonita sonrisa. Se dio cuenta de que Cameron bajaba los ojos hasta el edredón del niño.

– ¿Tienes niños?

– No -respondió Cameron. Sonrió un instante y se dirigió a la puerta-. No -volvió a repetir.

– Quédate un…

– No te preocupes -dijo Cameron-. De verdad que tengo que volver.

Cameron acompañó sus palabras con un gesto de afirmación y salió antes de que Floreana tuviera tiempo de protestar.

37

Derek bajó los ciento ochenta metros de camino de tierra que llevaban a la torre de vigilancia, las fuertes balsas elevándose por encima de su cabeza, el bosque, detrás, como una enorme bestia en reposo. Subió por la improvisada escalera y llegó a la cima de la frágil estructura, una choza decrépita y sin techo que tenía un alero a una altura de quince metros.

Se apoyó contra una de las paredes de la choza, que crujió bajo su peso. Miró hacia el sur, al azul del océano cada vez más oscuro. Una gran ola rompió en la playa, desapareciendo de la vista bajo las colinas de punta Berlanga, y enseguida observó los característicos cinco chorros de agua elevándose en el aire, donde se disolvieron y desaparecieron. Derek se preguntó si la humedad que notaba en las mejillas era el agua disuelta de esos chorros que llegaban hasta ella, subida allí, a una distancia de kilómetros.

Sentía los párpados pesados, como plomo. Se esforzó para mantener los ojos abiertos, pero tenía la vista borrosa. Observó la isla: un paisaje impresionista. Desde que empezó la misión, casi no había dormido. Por un momento cabeceó de sueño y estuvo a punto de caer de la torre, pero en el último momento se despertó y se agarró a la pared. Sintió que la adrenalina le subía por todo el cuerpo.

Necesitaba dormir. Bajó despacio por la escalera, se dirigió a la base y se metió en su tienda enseguida.

El fuego, humilde, luchaba contra el anochecer. La larva se arrastraba por encima de la hierba; ya no necesitaba buscar la sombra. Rex y Diego habían estado analizando sus movimientos, comprobando cómo reaccionaba a la luz y al tacto. Ya se habían acostumbrado a su movimiento suave y aletargado: había algo hipnótico en él.

Savage depositó un montón de madera cerca del fuego. Vio que Szabla se dirigía hacia el camino polvoriento con la vista fija en algo en la base de uno de los árboles del inicio del bosque. Savage se agachó para atravesar la fila de balsas del camino y se acercó a ella.

– Mira -susurró ella, señalando algo-. Una mantis religiosa. -La mantis tenía un tamaño de unos veinte centímetros y se encontraba en una zona de malas hierbas cercanas a una raíz gruesa y retorcida.

– Es grande, ¿eh? Casi no la veía. Estaba observando esos polluelos.

Unos cuantos polluelos de pinzón saltaban entre las rocas, buscando gusanos y escarabajos. La mantis los observaba con interés.

– De pequeños, llamábamos a las mantis «adivinas» -dijo Szabla-. Según mi madre, señalaban el camino a casa a los niños que se habían perdido.

Uno de los pinzones saltó a la zona de malas hierbas. Con un movimiento tan rápido que no se vio, la mantis se abalanzó hacia delante y aplastó al pinzón con sus patas delanteras.

La sonrisa de Szabla se desvaneció.

La mantis bajó la cabeza hasta el pico chillón del polluelo y éste quedó inmóvil. Después le dio la vuelta con sus patas y se ocultó entre las malas hierbas.

– En casa -dijo Savage poniéndole una mano en el hombro a Szabla-, las llamábamos «caballos malignos».

La tierra alrededor del fuego estaba cada vez más negra a causa del polvo chamuscado que caía como nieve en ella. Cameron jugueteaba con el anillo colgado del cuello y acariciaba el zafiro con la uña. Tank intentó estirar la espalda y luego se sentó en un tronco al lado de ella poniéndole uno de sus pesados brazos encima de los hombros.

La larva estaba mordiendo la parte trasera del tronco donde se sentaba Diego. Los sonidos secos de sus mandíbulas rascando el tronco llenaban el silencio. Szabla, Savage y Tucker estaban sentados en frente, al otro lado del fuego y era evidente que estaban incómodos. La parte inferior del tronco de Diego se abrió y dejaron paso a la cabeza de la larva, que apareció con las fauces llenas de madera. Diego acercó la mano y, con suavidad, le acarició la cabeza.

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