Gregg Hurwitz - Cuenta Atrás

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Latinoamérica es víctima de constantes desastes ecológicos: los rayos solares que atraviesan los agujeros de la capa ozono pueden quemar la piel humana en cuestión de minutos, muentras que los terremotos y los huracanes están a la orden del día. Un grupo de investigadores es enviado a una isla de las Galápagos con el objetivo de instalar unos detectores de actividad sísmica que permitan prevenir futuros seísmos y paliar de algún modo sus devastadores efectos. Como refuerzo y protección, les acompaña un equipo de soldados de la marina estadounidense.

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– Seguro, teniente -dijo Savage.

Cameron se acercó, sacó el cuchillo del tronco y se lo lanzó a Savage. Este dio un paso atrás para apartarse y lo tomó en el aire.

– Lo creas o no -dijo Cameron, sin mirarle-, aquí no nos impresionan tanto los trucos con cuchillos.

Savage se quedó de pie, como un tonto, con el cuchillo en la mano.

La voz de Szabla sonó, en medio de una gran estática, cuando Derek encendió el transmisor.

– Mitchell. Szabla. Hemos encontrado algo. Más vale que reúnas a esos tipejos y te dirijas colina arriba.

Diego llevó la larva a su tienda para meterla en la caja. Rex se puso en pie, excitado, cerrando la botella de combustible mientras se dirigía hacia el bosque.

Savage se metió un montón de patatas en la boca y guardó los chicles y las cerillas en el bolsillo de su pantalón. Cuando se dio la vuelta para irse, los demás ya habían desaparecido entre los árboles.

La ooteca vibraba colgada de la raíz y hacía caer al suelo restos de tierra del techo. Cameron dio un paso atrás, hacia la luz, contenta de que Derek hubiera cortado los helechos que ocultaban la entrada. Savage no había llegado todavía.

Justin miró hacia dentro y silbó:

– ¿Qué longitud tiene este túnel?

– Es un túnel de lava -explicó Diego-. Nos encontramos en la entrada sur. Tiene una longitud de trescientos cincuenta metros antes de abrirse al suelo del bosque.

La cobertura como de papel de la última cámara cerrada de la ooteca se abrió por el centro.

– Jesús -dijo Cameron-. Está saliendo.

– ¿Has visto alguna vez algo así? -preguntó Derek.

– Es una ooteca de algún tipo -comentó Diego, inseguro-. Se parece a la de la mantis, pero es mucho más grande y tiene menos cámaras.

– Es como una versión en grande de la ooteca que encontramos en el campamento de Frank. La que él dibujó. -Rex se pasó una mano por la mandíbula-. ¿Por qué solamente ocho cámaras? ¿Por qué no doscientas o las que sea?

– No lo sé. -Diego meneó la cabeza-. Parece que este animal, sea lo que sea, tiene menos crías pero les dedica más recursos. Las equipa mejor para sobrevivir.

Una cabeza viscosa y verde emergió de la cámara y, detrás de ella, un cuerpo como de renacuajo. Se lo veía débil y atrofiado. Lentamente, descendió por el hilo retorciéndose dentro del saco membranoso. Hechizados, todos lo miraron mientras bajaba. La larva consiguió liberar la cabeza y el tórax del saco, pero tenía las patas falsas pegadas todavía a los segmentos abdominales. Una de las patas verdaderas estaba deformada y las demás se veían apergaminadas e inútiles.

Era seguro que moriría.

– Eso es. Eso es lo que tenemos en el campamento -dijo Justin, como si esa idea no se le hubiera ocurrido a nadie más.

Sobreponiéndose a un escalofrío, Tucker dio un paso atrás y se llevó instintivamente la mano al bolsillo de los pantalones donde guardaba la granada incendiaria.

– Son crías como de mantis -dijo Rex, haciendo girar la botella de gas blanco entre las manos-. Pero las ninfas de mantis no tienen este aspecto. Normalmente, son una versión en pequeño de un adulto.

– También he encontrado esto -dijo Szabla, mostrando la mandíbula que había encontrado en el suelo del bosque.

Diego la examinó.

– Es una parte de la boca dentada de la larva. Una mandíbula. -La frente le brillaba incluso con tan poca luz. Levantó la vista hacia la ooteca-. Hay más -dijo, y en la voz se notaba inquietud y excitación a la vez.

– Si cada cámara tiene una larva, entonces hay ocho -dijo Rex, dando un paso hacia delante y tocando con un dedo el saco de huevos-. Por lo menos de esta ooteca. Tenemos una encerrada en la caja del campamento, otra es la de la mandíbula que ha encontrado Szabla, otra la que acaba de salir y otra que, parece, no consiguió sobrevivir. -Señaló a una esquina donde había varios fragmentos de boca.

Cameron se agachó ante las piezas medio enterradas y levantó una mandíbula a la luz. Estaba cubierta de hormigas.

– Estas partes no deben de ser comestibles -dijo-. Aquí hay dos mandíbulas, probablemente del mismo animal.

La larva se retorcía en el hilo, y emitía un silbido agudo y de dolor cuando el aire salía por los espiráculos.

Tank levantó cuatro dedos con expresión de sorpresa.

– Tiene razón -dijo Szabla-. Suponiendo que ésta sea la única ooteca, tenemos cuatro bichos más ahí fuera.

Savage entró rápidamente en el túnel de lava justo cuando la larva se liberaba del hilo y caía al suelo. Diego se llevó un dedo a los labios y Savage se unió al círculo en silencio, observando el intento de la larva de avanzar. El silbido que emitía era agudo, como el aire que sale despacio de un globo. La larva consiguió desplazarse hacia delante unos centímetros, dejando un rastro en la tierra detrás de ella. Todavía tenía la piel húmeda y tierna.

Rex le dio la botella de combustible a Savage en un gesto reflejo al tiempo que se aproximaba para ver a la larva más de cerca.

– Dios mío, tendríamos que… ayudarla o algo -dijo Derek, mientras echaba un vistazo alrededor, nervioso.

Savage desenroscó el tapón de la botella, dio un paso hacia delante y echó un chorro de gas blanco encima del cuerpo de la larva. El animal se retorció bajo el contacto del líquido.

– Santo Dios -exclamó Diego-. ¿Qué diablos estás…? -Se agachó al lado de la larva y le pasó la mano con suavidad por los suaves y flexibles pelos-. Gracias a Dios, parece que está bien.

Savage sacó las cerillas del bolsillo del pantalón, encendió una de ellas con el pulgar y la tiró sobre la larva. La cerilla cayó en la espalda del animal y encendió el gas blanco. Los espiráculos emitieron un fuerte silbido y las llamas crecieron y abrasaron la tierna cutícula. La larva luchaba por desplazarse hacia delante mientras el fuego le envolvía el cuerpo.

– ¿Por qué coño has hecho eso? -gritó Rex.

Derek se dio la vuelta y agarró a Savage por la camisa, pero éste estaba observando cómo moría la larva y no reaccionó. Los chillidos del animal llamaron la atención de Derek, que soltó a Savage y se agachó al lado del animal moribundo. Diego estaba de rodillas y abría y cerraba las manos de impotencia. Cameron miraba al suelo. Notaba el sudor en todos los poros de la piel, y el latido del corazón en la yema de los dedos.

La larva se quedó en el lugar donde estaba, revolcándose, incapaz de avanzar, mientras las llamas devoraban su cuerpo. El chillido era más débil y un sonido metálico subió de intensidad. De la boca le salía una sustancia pastosa.

Con un último chillido, la larva se estremeció y murió, enroscada. El fuego menguó y dejó solamente un polvo ennegrecido. De los agujeros en la cutícula sobresalían unos huesos delgados y frágiles: una delgada columna vertebral y lo que parecía una serie de costillas grandes y curvadas. Diego y Rex tenían razón acerca del esqueleto interno.

– ¿A qué coño ha venido esto? -chilló Derek, y su voz resonó en el pozo.

– Dijiste que teníamos que ayudarla -respondió Savage-. Lo hice.

Diego se puso en pie.

– Destruiste lo que podía ser un espécimen único -gritó Diego, con un enérgico ademán de manos-. ¡El coño de tu madre!

Con la respiración cortada a la altura del pecho, Cameron miraba la pared de lava de la cueva, donde una hilera de hormigas se llevaban minúsculos trozos de la ooteca.

– Esa cosa iba a morir de todos modos -dijo Szabla.

Rex se volvió hacia ella, enfadado.

– ¿Ésta es tu lógica? Brillante. Jodidamente brillante. Sois como niños de ocho años pegando fuego a las hormigas con una lupa de aumento y arrancando las alas a las moscas.

– Es posible que nos haya hecho un favor -dijo Szabla, al tiempo que le daba un manotazo a Savage en el pecho.

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