Una pared negra y convexa se eleva desde el lecho de arena y alcanza un punto situado por encima de nuestras cabezas. Continúa hacia la izquierda hasta más allá de donde alcanza a iluminar el haz de la linterna. Con la mano deslizándose a través de la superficie de metal astillado, Gillian nada hacia la derecha y gira rápidamente en la esquina. Encima de un timón roto y una hélice ausente, las palabras Mon Dieu II – Les Cayes, Haití corren perpendiculares hacia el suelo del océano. Aunque descansa sobre uno de sus lados, no hay duda de que se trata de un barco hundido.
En cuanto lo veo mi respiración vuelve a acelerarse. Es como estar parado delante de una casa abandonada. Interesante y atractivo, pero no hay ninguna razón para entrar. Gillian, naturalmente, no es de la misma opinión. Sin perder el tiempo, nada hacia la cubierta posterior, dejándome en medio de una mancha de burbujas. Cuando consigo darle alcance, ya está en plena investigación, iluminando con la linterna toda la cubierta apenas podrida. Se advierte un poco de moho marrón verdoso, pero no mucho; no hace mucho que se ha hundido.
Directamente encima de nosotros un destello plateado llama mi atención. Al principio supongo que se trata de la barandilla de metal que rodea la cubierta, pero cuando Gillian levanta la linterna, me doy cuenta rápidamente de que sólo es una parte de ella: Asegurada con tornillos a la cubierta y perpendicular al suelo, una máquina de Coca-Cola blanca y roja se balancea abierta sobre nuestras cabezas. No queda ninguna lata en su interior. No hay ninguna duda: el pequeño barco chocó contra una roca y se fue a pique rápidamente. Haití nos roba refrescos; nosotros se los volvemos a robar. En Miami.
Me vuelvo para compartir el chiste con Gillian pero, ante mi sorpresa, lo único que veo es la linterna, apoyada en el suelo del océano, apuntando con su luz hacia la máquina de Coca-Cola. Confundido, echo una mirada alrededor del barco. No hay nadie. Encima de mi cabeza, la puerta de la máquina de refrescos continúa balanceándose con la corriente.
– ¿Illian…? -susurro a través del regulador, aunque sé que no puede oírme. Me doy la vuelta y giro la cabeza en todas direcciones. Una fría ola de agua me golpea el pecho. No lo entiendo. Gillian ha desaparecido.
Recojo la linterna e ilumino el plano horizontal. Delante de mí, un rastro de burbujas conduce directamente hacia la cabina de dos pisos del barco. La puerta se ha salido del marco y los cristales han desaparecido de las ventanas de las lumbreras, pero incluso desde donde me encuentro puedo ver lo oscuro que está. Sacudo la cabeza. No pienso meterme ahí dentro.
Un minuto después el rastro de burbujas ha desaparecido. Y Gillian no aparece. Dirijo la luz de la linterna hacia el hueco de la puerta de la cabina. No hay ningún movimiento. Ni burbujas. Me acerco nadando lentamente, repitiendo mentalmente cada movimiento de navaja que he visto cuando era adolescente. Al llegar a la puerta golpeo la linterna contra el casco de metal. Resuena con una ligera vibración. Es imposible que Gillian no lo perciba. A menos que esté atrapada en alguna parte… o necesite ayuda.
Pateo con fuerza y me deslizo a través de la puerta. La luz se mueve hacia todas partes, pero me resulta difícil orientarme. Es una pequeña cocina -lo bastante grande, sin embargo, para tres o cuatro personas- y el fregadero, el hornillo, incluso las encimeras, están todos de costado. En un rincón, una escalera que debe de llevar al segundo piso va en sentido horizontal. Lo mismo sucede con la escalera que conduce a la bodega. El techo está a mi derecha; el suelo a mi izquierda. Cuando alzo la vista, dos armarios de madera vacíos se balancean abiertos como la máquina de Coca-Cola. Entre ambos hay una lumbrera abierta. La ingravidez se hace sentir y la habitación comienza a dar vueltas.
Hago todo lo que puedo para seguir las burbujas, pero ese espacio reducido me está derrotando. Las paredes se ondulan como si estuviesen hechas de mercurio. Es como mirar a través de cristal fundido. El estómago me da un vuelco y siento el sabor del vómito que me sube a la garganta. Dios mío, si vomito en el tubo del aire… Giro frenéticamente hacia mi izquierda, buscando la puerta. Pero, me encuentro de cara con el suelo de linóleo. No tiene sentido. Continúo girando pero nada me resulta familiar. Todo el mundo se mueve como un caleidoscopio mientras me siento cada vez más mareado. Me aferro el pecho, jadeando como un perro rabioso. Juro que la habitación se está haciendo cada vez más pequeña. Y oscura. Todo -en todas direcciones- se vuelve gris.
Un golpe seco me sacude la espalda y dos brazos se cierran delante de mi pecho. Nos deslizamos de costado y no estoy seguro de dónde es arriba. El impacto hace que la linterna se escurra entre mis manos y caiga en cámara lenta hacia el fondo. Mientras cae, toda la habitación titila como una discoteca. Logro librarme de ese abrazo y, al girar, me encuentro con Gillian. Apenas si puedo verla a través de las burbujas. Sus brazos se mueven rápidamente, cogen la parte inferior delantera de mi chaleco. Es la única parte que mantiene mi aire en su sitio. ¿Por qué está intentando quitarla? Presa del pánico, la sujeto con fuerza por las muñecas. Ella me clava las uñas. Negándose a darse por vencida, vuelve a la carga, arañándome con furia. Pero esta vez la miro a los ojos.
«Por favor, confía en mí», me implora con la mirada.
Desesperadamente, su mano vuelve a la acción. Un gancho de plástico se abre y mi cinturón de plomo se desliza hacia el fondo. Gillian me coge de las solapas y me arrastra hacia atrás. Siguiendo su mirada, elevo la vista y, cuando veo la lumbrera abierta, Gillian me suelta. Sin el cinturón de plomo comienzo a subir como un corcho humano. Ella me da un último tirón para asegurarse de que no golpeo la botella de oxígeno durante la ascensión, pero después de eso salgo disparado hacia la superficie.
Gillian nada furiosamente hasta alcanzarme y se lleva los dedos a la boca para recordarme que debo respirar. Dejo escapar una gran bocanada de aire y miro hacia arriba. El negro se vuelve azul oscuro y luego se vuelve verdemar. Gillian me coge de la mano para asegurarse de que no subo demasiado deprisa. No lo eches a perder ahora, Oliver. Respira, respira, respira.
Salimos a la superficie y el aire frío de la noche me azota la cara. Junto a mí, Gillian ya está inflando su chaleco.
– ¿Te encuentras bien? ¿Puedes respirar? -pregunta frenéticamente mientras nada a mi lado. Mientras me sostiene con una mano, con la otra pulsa el botón para inflar mi chaleco. Me abraza las costillas y me pellizca el estómago. En ese momento tengo una arcada pero el vómito no sale.
– ¿Te encuentras bien? -vuelve a preguntar.
Agitándome en el agua, apenas si oigo la pregunta. Lentamente, el color de mi visión logra quedar enfocado.
– ¿Por qué me has dejado? -le pregunto.
– ¿Dejado?
– En el barco, me he dado la vuelta y habías desaparecido.
– Pensaba que me habías visto… te he hecho una seña con la mano antes de irme…
– ¿Entonces por qué no me has llevado contigo?
– Por la misma razón por la que he tenido que sacarte de ahí; bajar es una cosa, pero moverte dentro de un barco hundido… la desorientación… eso es algo que no debes intentar hacer en tu primera inmersión.
– ¿Y ésa es la verdadera razón?
– ¿Qué otra razón podría haber… -Sus ojos se abren como si le hubiese clavado un escalpelo entre las costillas-. ¿Acaso crees que yo… jamás te abandonaría… yo jamás abandonaría a nadie de ese modo.
Su voz tiembla al pronunciar las últimas palabras. Es como si no pudiese asimilarlo. Me suelta y se aleja flotando lentamente.
– Gillian…
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