Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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Ese es el impulso que me lleva hasta la cima de la montaña. Si Gillian quisiera hacernos daño, Gallo y DeSanctis estarían aquí hace ya varias horas. En cambio, Charlie y yo disfrutamos de todo un día de paz y tranquilidad. A partir de ahora, cuanto más tiempo pase Gillian con nosotros, más riesgos correrá. Pero no le importa. Quiere conocer la verdad acerca de su padre. Y nosotros también. Dejo una rápida nota para mi hermano y le echo un vistazo para asegurarme de que sigue dormido.

– No te preocupes -dice Gillian-. Nunca sabrá que te has marchado.

Mientras recorremos el muelle tengo que reconocer que tenía razón. En una ciudad que se enorgullece de ser vista, Gillian ha encontrado el único lugar tranquilo donde nadie mira.

– ¿Suficientemente solitario para ti? -pregunta mientras nuestros zapatos resuenan sobre las tablas de madera de la Miami Beach Marina. A nuestro alrededor, los muelles están sumidos en un silencio absoluto. En la playa, un guardia de seguridad está haciendo su habitual ronda nocturna pero Gillian agita la mano en un gesto amistoso y eso basta para mantenerle a distancia.

– ¿Vienes aquí con frecuencia? -pregunto.

– ¿Tú no lo harías? -contesta mientras pisa el freno.

No estoy seguro de a qué se refiere, es decir, hasta que no señala una pequeña embarcación de pesca, blanca y visiblemente afectada por el paso del tiempo, que se balancea junto al muelle. Apenas lo bastante grande para que quepan seis personas, tiene los asientos cubiertos con cojines gastados que llevan el emblema de los Miami Dolphins y un parabrisas con una grieta que lo atraviesa por la mitad. Con un ligero y exacto movimiento de los pies, Gillian lanza las sandalias dentro del bote.

– ¿Es tuyo? -pregunto.

– El último regalo de mi padre -dice con evidente orgullo-. Incluso los ingenieros ateos siguen apreciando la majestuosidad de atrapar un pez a la luz del crepúsculo.

Cuando desata los cabos que sujetan la embarcación a los pilotes del muelle puedo ver sus brazos delgados que brillan con gracia a la luz de la luna. Salto dentro del bote sin dudarlo un instante. Gillian enciende el motor y coge la rueda del timón con mano suave pero segura. Deben de ser las cuatro de la madrugada, pero en el mar aún hay unas vistas realmente maravillosas.

Con un brusco giro a la izquierda dejamos la marina e, ignorando los carteles de «No provoque olas», Gillian mueve la palanca del acelerador hacia adelante y nos envía rebotando a través del agua oscura. La accidentada marcha basta para lanzarnos contra nuestros asientos, pero ambos nos aferramos al tablero de instrumentos y hacemos un esfuerzo para mantenernos en pie.

– ¡Si no te colocas por encima del parabrisas, no puedes probar el sabor del océano! -grita Gillian por encima del ruido del motor. Asiento y paso la lengua por la sal que el aire deposita en mis labios. Cuando comencé a trabajar en Greene, Lapidus me llevó en su avión privado a Saint Bartholomew y salimos a navegar en uno de los yates de un cliente del banco. Tenían catas de vinos, masaje tailandés y dos mayordomos. Comparado con esto era una mierda.

Gracias a un faro antiniebla instalado en la proa de la embarcación podemos ver a través de la oscuridad, pero con la luna oculta detrás de las nubes, es como conducir a través de un campo abandonado. A la distancia, el océano se desvanece y todo se vuelve negro. Las únicas cosas que se pueden ver con cierta claridad son los espigones paralelos que corren a derecha e izquierda, un pasamanos natural que nos lleva hacia mar abierto.

– ¿Preparado para montar en el autobús mágico? -me grita Gillian cuando entramos en el océano. Espero que aumente la velocidad. En cambio, reduce la marcha. Al final del espigón gira nuevamente a la izquierda, rodea las rocas, y apaga el motor.

– ¿Qué haces?

– Ya lo verás -bromea, dirigiéndose a proa.

Nos encontramos a unos buenos doscientos metros de la costa, pero aún puedo oír cómo rompen débilmente las olas en la arena.

– ¿La gente puede vernos? -pregunto, echando un vistazo hacia un puesto de salvavidas apenas visible.

– Ya no -dice Gillian mientras apaga el faro antiniebla. La repentina oscuridad nos engulle por completo.

Buscando un punto de referencia que me dé seguridad, mis ojos se desvían hacia los letreros de neón rosa, azul claro y verde limón que señalan los techos de los hoteles art déco que flanquean Ocean's Drive. Desde esta distancia parecen luces de aterrizaje. Todo lo demás ha desaparecido.

– ¿Estás segura de que esto es prudente?

En ese momento se oye el sonido de algo cayendo al agua y la proa de la embarcación se sacude ligeramente. Ahí va el ancla.

– Gillian…

Moviéndose ahora rápidamente hacia la popa, Gillian retira los cojines de los Miami Dolphins que cubren el banco de madera, levanta la parte superior de éste y deja al descubierto el compartimiento para guardar cosas que hay debajo. Saca dos trajes de neopreno, máscaras, aletas…

– Échame una mano con esto -me dice, luchando con algo bastante pesado.

Me acerco y la ayudo a sacar del compartimiento un tubo de metal frío. Luego otro. Botellas de oxígeno.

– ¿Estás tratando de decirme algo? -le pregunto, haciendo un gran esfuerzo para dar la impresión de que no me siento intimidado por la situación.

Saca una linterna y me ilumina la cara.

– Pensé que estabas preparado para un poco de aventura…

– Y lo estoy -digo, bloqueando el haz de luz con la mano-. Para eso hemos venido a este bote.

– No, hemos venido al bote para sumergirnos. La aventura comienza aquí. -Con el rostro sonrojado por la adrenalina, Gillian coloca la linterna en un soporte del banco y se concentra en la pila de equipo que tenemos a los pies. Lee los indicadores de presión, ajusta las válvulas, deshace un nudo en los tubos flexibles de respiración…-. Sólo espera a verlo -dice con voz excitada.

– Gillian…

– Esto te abrumará los sentidos, vista, tacto, oído: bum, como si fuese un altavoz gigantesco.

– Tal vez deberíamos…

– Y la mejor parte es que solamente los que vivimos aquí conocemos este lugar. Ya puedes olvidarte de toda esa panda de turistas con la boca abierta en South Beach… Esto es sólo para los nativos. Toma, ponte esto. -Me arroja un traje de submarinista que me golpea el pecho.

Aunque pierda ante ella unos puntos preciosos, no es el momento más indicado para mantener la boca cerrada.

– Gillian, nunca he practicado el submarinismo.

– No te preocupes… todo irá bien.

– Pero no es peli…

Gillian se baja la cremallera de los tejanos y deja que se deslicen hasta los tobillos. Mientras libera los pies, se quita la camisa y la arroja a un lado.

– Relájate -dice, parada frente a mí y cubierta sólo con un sujetador transparente y unas bragas de algodón blanco-. Yo te enseñaré.

Justo por encima del fino elástico de las bragas lleva un diminuto tatuaje de una mariposa morada. No puedo quitar mis ojos de él.

– Ten cuidado, podrías quedarte ciego -bromea, contorsionándose para meterse en el traje de neopreno.

– ¿Te he dicho alguna vez cuánto me gusta practicar el submarinismo? -pregunto con la mirada aún clavada en la pequeña mariposa.

Con una sonrisa, Gillian me señala los pantalones. Me los quito rápidamente y me enfundo el traje de submarinista, que resulta ser mucho más ceñido de lo que yo imaginaba. Especialmente en la entrepierna.

– No te preocupes -dice Gillian al ver la expresión de mi rostro-. Se aflojará cuando se moje.

– ¿El traje o yo?

– Espero que ambos.

Estiro ambos brazos y prácticamente me precipito hacia ella. En la parte posterior de la embarcación, Gillian apuntala las botellas de oxígeno y las abre haciendo girar una válvula.

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