Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– No lo sé -farfulla Gillian-. Dos semanas y media… quizá tres. Yo nunca prestaba demasiada… apenas nos veíamos cuando estaba aquí… -Su voz se desvanece y es como si hubiese recibido una cuchillada en el estómago. Su piel clara se vuelve blanco albino-. ¿Cuánto dijo que había en esa cuenta que encontraron? -pregunta.

– Gillian, no tiene por qué implicarse en…

– ¡Sólo dígame cuánto había!

Charlie respira profundamente.

– Tres millones de dólares.

Su boca casi golpea el suelo.

– ¿Qué? ¿En la cuenta de mi padre? Imposible. ¿Cómo podría…? -Se interrumpe bruscamente y los dientes de la rueda comienzan a girar velozmente… moviéndose entre todas las posibilidades. Todo el tiempo, aunque ha sido Charlie quien le ha dado la noticia, mantiene sus ojos fijos en mí-. Cree que por eso le mataron, ¿verdad? -pregunta finalmente-. Por algo que sucedió con ese dinero…

– Eso es precisamente lo que estamos tratando de averiguar -le explico, esperando que su cerebro siga en movimiento.

– ¿Conocía su padre a alguien en el servicio secreto? -pregunta Charlie.

– No lo sé -contesta Gillian, abrumada aún por las últimas noticias-. No estábamos muy unidos, pero… pero aun así yo creía que le conocía mejor que eso.

– ¿Conserva algunas de sus cosas en la casa? -pregunta Charlie.

– Sí… algunas.

– ¿Y las ha revisado alguna vez?

– Sólo un poco -dice ella y su voz comienza a elevarse lentamente-. ¿Pero el Servicio no habría…?

– Tal vez se les pasó algo por alto -le dice Charlie-. Tal vez hay alguna cosa que no vieron.

– ¿Por qué no echamos un vistazo juntos? -propongo. Es la oferta perfecta.

«Perfecto», Charlie sonríe.

No hago caso del cumplido; me siento culpable. Independientemente de cuánto pueda ayudarnos, sigue siendo la casa de su padre muerto. Lo he visto antes en su mirada. El dolor no la abandona.

Con un asentimiento dubitativo de Gillian, Charlie se levanta de su silla y yo le sigo a la puerta. Detrás de nosotros, Gillian sigue en la encimera de la cocina.

– ¿Se encuentra bien? -pregunto.

– Sólo quiero saber una cosa -dice-. ¿Creen realmente que ellos mataron a mi padre?

– Sinceramente, no sé qué pensar -digo-. Pero hace apenas veinticuatro horas vi cómo uno de esos tíos asesinaba a uno de nuestros amigos. Vi cómo apretaba el gatillo y vi cómo volvían sus armas hacia nosotros… todo porque encontramos una cuenta con el nombre de su padre en ella.

– Eso no significa…

– Tiene razón, eso no significa que le hayan asesinado -conviene Charlie-. Pero si no lo hicieron, ¿por qué no están aquí, tratando de dar con él?

A veces olvido cuán agresivamente agudo es Charlie. Gillian no tiene respuesta a eso.

Ella echa un último vistazo al apartamento y estudia cada detalle. La ausencia de muebles, las ventanas cubiertas con papel, incluso el machete oxidado. Si nosotros fuésemos los malos, ella ya estaría muerta.

Gillian baja lentamente de la encimera, se apoya en el suelo de linóleo con los pies descalzos y hace una breve pausa como si estuviese a punto de decir alguna cosa. Está tratando de no parecer angustiada, pero cuando su mano aferra el pomo de la puerta, ella aún necesita digerir todo lo que está pasando. Sin volverse, pronuncia nueve palabras.

– Será mejor que no se trate de una jugarreta.

Charlie y yo salimos del apartamento. Ella nos sigue. Aún no brilla el sol, pero pronto lo hará.

– Gillian, no se arrepentirá de esto -dice Charlie.

36

Gallo sujetó con fuerza los bordes de la pantalla del ordenador con sus manos callosas y miró el portátil que balanceaba entre su barriga y el volante. Durante dos horas había estado observando a Maggie Caruso prepararse el almuerzo, lavar los platos, arreglar los bajos de dos pares de pantalones y colgar tres blusas de seda en la cuerda que había fuera de la ventana. En ese tiempo, recibió dos llamadas: una de una de sus dientas, y la otra un número equivocado. «¿Podrá tenerla lista para el jueves?» y «Lo siento, aquí no vive nadie con ese nombre». Eso era todo. Nada más.

Gallo subió el volumen y abrió la alimentación de las cuatro cámaras digitales. Gracias a su último interrogatorio, y al reciente contacto de Maggie con sus hijos, pudieron ampliar la autorización e instalar una cámara en su dormitorio, otra en la habitación de Charlie y una tercera en la cocina. A través de la pantalla, Gallo disponía de vistas de cada habitación principal del apartamento de los Caruso. Pero la única persona que había allí era Maggie, inclinada sobre la máquina de coser en la mesa del comedor. En un rincón, un viejo aparato de televisión emitía un programa de entrevistas del mediodía. En un plano más cercano, la máquina de coser golpeaba la tela como si fuese un martillo neumático. Durante dos horas. Eso era todo.

– ¿Preparado para tomarte un descanso? -preguntó DeSanctis al tiempo que se abría la puerta del acompañante.

– ¿Qué coño te ha llevado tanto tiempo? -preguntó secamente Gallo, sin apartar los ojos de la pantalla.

– Paciencia… ¿Has oído hablar alguna vez de la paciencia?

– Sólo dime qué has averiguado. ¿Algo que pueda servirnos?

– Por supuesto que puede servirnos… -Aún fuera del coche, DeSanctis colocó dos maletines de aluminio sobre el asiento delantero, uno encima del otro. Se deslizó junto a ellos e instaló el que estaba arriba sobre su regazo.

– ¿Te lo han hecho pasar mal? -preguntó Gallo.

DeSanctis contestó con una sonrisa sarcástica y la apertura de las cerraduras del maletín.

– Ya sabes cómo se las gastan los de Delta Dash: diles qué necesitas, diles que se trata de una emergencia y bing-bang-bing, todos los artilugios de James Bond están en el siguiente envío. Todo lo que tienes que hacer es recogerlos en el depósito de equipajes.

En el interior del maletín plateado, encajada en un molde de gomaespuma negra, DeSanctis encontró lo que parecía una cámara redonda con una lente enorme. Una pegatina en la parte inferior decía «Propiedad de la DEA». Típico, asintió DeSanctis. Cuando se trataba de vigilancia de alta tecnología, la DEA y la Patrulla de Fronteras siempre tenían los juguetes más avanzados.

– ¿Qué es eso? -preguntó Gallo.

– Lentes de germanio… detector de antimónido indio…

– ¡En cristiano!

– Videocámara de infrarrojos con una imagen térmica completa -explicó DeSanctis mientras miraba a través del visor.

– Si quiere escabullirse por la noche, la cámara captará el calor que desprende su cuerpo y podrá localizarla en el callejón más oscuro.

Gallo alzó la vista hacia el brillante cielo invernal.

– ¿Qué más has conseguido?

– No me mires de ese modo -le advirtió DeSanctis. Dejando la cámara de infrarrojos sobre el regazo, dejó el primer maletín en el asiento trasero y abrió el segundo. En su interior había una pistola radar de alta tecnología con un largo cañón que parecía una linterna policial-. Sólo es un prototipo -explicó DeSanctis-. Mide el movimiento, desde el agua corriente hasta la sangre que corre por tus venas.

– ¿Y significa?

– Y significa que te permite ver a través de objetos inmóviles. Como las paredes.

Gallo cruzó los brazos con una expresión escéptica dibujada en el rostro.

– No jodas…

– Funciona. Yo lo he visto -insistió DeSanctis-. El ordenador que lleva incorporado te permite saber si se trata de un ventilador cenital o de un crío que da vueltas en círculos en el terrado. De modo que si ella se encuentra con alguien en el pasillo, o si se sale del campo visual de la cámara…

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