Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– No… nada -contestó. Antes de que pudiera continuar, hubo un pitido en la otra línea. La identificación de llamada reveló que era Noreen-. Escucha, tengo que cortar -añadió Joey-. Te llamaré más tarde. Gracias, Poochie.

Un momento después hablaba con su ayudante.

– ¿Gallo y la madre han regresado? -preguntó Noreen.

Joey echó un vistazo al asiento del acompañante, donde una pantalla digital mostraba un pequeño triángulo azul que titilaba a través de un mapa electrónico en dirección al puente de Brooklyn.

– Están de camino -dijo-. ¿Qué me dices de ti? ¿Algo interesante?

– Sólo unos antiguos datos universitarios de la oficina de personal del banco. En términos académicos, las notas de Oliver eran buenas, pero no excelentes…

– Pez pequeño, estanque grande… nuevo nivel de competición…

– … pero según su curriculum, estaba trabajando en dos empleos diferentes, uno de ellos un negocio propio. Un semestre, vendía camisetas; el siguiente, organizaba viajes en limusina; incluso tenía su propio negocio de mudanzas al final de cada año. Ya conoces el perfil.

– El típico joven empresario. ¿Qué hay de Charlie?

– Dos años en la escuela de Bellas Artes, luego lo dejó y acabó los estudios en el City College. En ambos casos, sin embargo, fue la peor clase de estudiante que puedas imaginar. Notables en las asignaturas que le interesaban; insuficientes en el resto.

– ¿Y por qué lo dejó? ¿Miedo al éxito o miedo al fracaso?

– Ni idea, pero está claro que es el comodín.

– En realidad, Oliver es el comodín -señaló Joey.

– ¿Tú crees?

– Echa otro vistazo a los detalles. Charlie puede ser mejor en una situación concreta, pero cuando se trata de asumir riesgos, es Oliver quien dio un paso adelante en un mundo que no era el suyo. -Joey aguardó, pero Noreen no objetó su argumentación-. ¿Qué otra cosa has encontrado además de los currículums?

– Eso es todo -dijo Noreen-. Excepto por el apartamento de la madre, todo lo que Charlie y Oliver tienen son algunas tarjetas de crédito vencidas y una cuenta bancaria ahora vacía.

– ¿Y has comprobado todo lo demás?

– ¿Yo te presto atención cuando tú hablas? Permiso de conducir, Seguridad Social, pólizas de seguros, documentos corporativos, datos de propiedad y todos los demás datos de nuestras vidas privadas que el gobierno ha estado vendiendo a las agencias de crédito durante años, pero sólo ahora, cuando culpan de ello a Internet, está consiguiendo algún eco en la prensa. Aparte de eso, nada dudoso. ¿Cómo te ha ido con el FBI?

– La misma historia: ni condenas, ni citaciones, ni arrestos recientes.

– ¿De modo que eso es todo? -preguntó Noreen.

– ¿Estás de broma? Este es sólo el primer kilómetro. ¿Cuándo ha dicho Fudge que tendríamos los detalles del teléfono y las tarjetas de crédito?

– En cualquier momento -contestó Noreen, acelerando la voz-. Ah, y hay una cosa que podrías encontrar interesante. ¿Recuerdas esa farmacia que me pediste que comprobase? Bien, llamé, dije que era de la compañía de seguros de Oliver y les pregunté si tenían alguna receta pendiente para el señor Caruso?

– ¿Y?

– No tenían nada para Oliver…

– Mierda…

– Pero tenían una para un Caruso llamado Charles.

Joey se irguió en el asiento.

– Por favor, dime que tú…

– Oh, lo siento, ¿he dicho Oliver? Quería decir Charles. Así es, Charlie Caruso.

– Maravilloso, maravilloso -canturreó Joey-. ¿Qué has encontrado?

– Bueno, tiene una receta de algo llamado mexiletine.

– ¿Mexiletine?

– Eso fue exactamente lo que yo pregunté; luego llamé al despacho del médico que había recetado ese medicamento, quien se mostró más que dispuesto a colaborar en una investigación de una compañía de seguros…

– Estás haciendo grandes progresos en este trabajo, ¿lo sabías? -dijo Joey-. ¿Y el resultado final?

– Charlie sufre una taquicardia ventricular.

– ¿Una qué?

– Una arritmia cardíaca. La padece desde los catorce años -explicó Noreen-. De ahí vienen todas las facturas del hospital. Durante todo este tiempo pensábamos que eran de su madre. No es así. Las facturas son todas de Charlie. La única razón de que estén a nombre de su madre se debe a que entonces era menor de edad. Lamentablemente para ellos, cuando Charlie sufrió el primer ataque, la operación les costó ciento diez mil dólares. Aparentemente tiene una mala conexión eléctrica en el corazón que no le permite bombear la sangre correctamente.

– ¿O sea que se trata de una afección grave?

– Sólo si no toma su medicación.

– Mierda -dijo Joey, sacudiendo la cabeza-. ¿Crees que lleva la medicación con él?

– Charlie y Oliver desaparecieron directamente desde Grand Central. No creo que llevase un par de calcetines de recambio, mucho menos su dosis diaria de mexiletine.

– ¿Y cuánto tiempo puede estar sin tomarla?

– Es difícil decirlo. El médico supone que tres o cuatro días en condiciones perfectas, salvo que se dedique a correr por ahí o se encuentre bajo una situación de estrés.

– ¿Quieres decir como salir huyendo y luchar por tu vida?

– Exactamente -dijo Noreen-. A partir de este momento, el reloj de Charlie está en marcha. Y si no le encontramos pronto, olvídate del dinero y el asesinato, porque esos serán los problemas menos importantes de ese chico.

35

– ¿Es su padre? -pregunta Charlie. -¿O sea que está vivo? -añado.

La mujer nos mira a ambos, pero sigue concentrada en mí. -Lleva muerto seis meses -dice casi con demasiada tranquilidad-. ¿Qué es lo que querían de él?

Su voz es aguda, pero fuerte, no parece intimidada en absoluto. Avanzo un par de pasos; ella permanece inmóvil.

– ¿Por qué mintió con respecto a quién era? -le pregunto. Ante nuestra sorpresa, ella sonríe divertida y frota el pie sobre la hierba. Entonces me doy cuenta de que está descalza.

– Es curioso, estaba a punto de hacerles la misma pregunta.

– Podría habernos dicho que era su hija -le acusa Charlie.

– Y ustedes podrían haber dicho por qué le buscaban.

Mordiéndome el labio inferior, reconozco una situación de tablas cuando veo una. Si queremos información, tenemos que ofrecerla.

– Walter Harvey -digo, extendiendo la mano y mi nombre falso.

– Gillian Duckworth -dice ella, estrechándola.

Al otro lado de la calle, el lechero cumple con su rutina diaria. Charlie oculta su machete detrás de la espalda y me hace señas.

– Eh… tal vez deberíamos llevar esto dentro…

– Sí… no es mala idea -digo, ocultando la pistola debajo de la camisa-. ¿Por qué no entra y toma una taza de café?

– ¿Con ustedes dos? ¿Después de haber sacado una pistola y un cuchillo de pirata? ¿Tengo aspecto de querer que mi fotografía aparezca en un envase de leche?

La mujer se da la vuelta para marcharse y Charlie me mira. «Ella es lo único que tenemos.»

– Por favor, no se vaya -digo, cogiéndola del brazo.

Ella se aparta de mí pero no levanta la voz en ningún momento.

– Me alegro de haberle conocido, Walter. Que tenga una buena vida.

– Gillian…

– Podemos explicarlo -grita Charlie.

Ella ni siquiera aminora el paso. El lechero desaparece en el apartamento de al lado. La última oportunidad. Consciente de que necesitamos la información, Charlie se lanza a tumba abierta.

– Pensamos que su padre pudo haber sido asesinado.

Gillian se para en seco y se vuelve, la cabeza erguida. Se aparta tres rizos negros de la cara.

– Concédanos sólo cinco minutos -le ruego-. Después podrá marcharse.

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