Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– Charlie, ¿qué estás haciendo?

– ¿A ti qué te parece, Hawkeye? [8]Quiero saber qué medicación tomaba.

– ¿Para qué?

– Sólo para ver… quiero averiguar quién era este tío, meterme en su cerebro, ver qué ha hecho de…

El discurso se prolonga demasiado tiempo. Vuelvo a mirarle fijamente. Charlie comienza a colocar rápidamente los medicamentos nuevamente en su sitio.

– ¿Quieres explicarme lo que estás haciendo realmente? -pregunto.

– Verás, estás fumando demasiados Twinkies -dice, con una risa forzada-. Ya te lo he dicho, estoy buscando su…

– Has olvidado tu medicación, ¿verdad?

– ¿Qué…?

– El Mexiletine… no lo has estado tomando.

Pone los ojos en blanco como si fuese un adolescente enfadado.

– ¿Quieres hacer el favor de no exagerar? esto no es Hospital General…

– Maldita sea, yo sabía que había algo que… -escucho un ruido en el pasillo e interrumpo lo que iba a decir.

– Salvado por la campana -susurra Charlie.

– ¿Qué ocurre? -pregunta Gillian desde la puerta.

– Nada -dice Charlie-. Registrábamos el botiquín de su padre. ¿Sabía que guardaba tampones ahí?

– Son míos, Einstein.

– Eso es lo que quise decir… que son suyos.

Bailando a mi alrededor, Charlie sale del cuarto de baño; pero en este momento, mis ojos están fijos en Gillian mientras se aleja por el pasillo.

– Cuidado, tienes un poco de baba en el labio -susurra Charlie al pasar junto a mí-. Quiero decir, no es que te culpe, con todo ese vudú de chica hippie que destila yo también estoy sudado.

– Hablaremos de ello más tarde -murmuro con un gruñido.

– Estoy seguro de que lo haremos -dice-. Pero si fuese tú, por ahora me olvidaría de comprarle un sostén y me concentraría en el problema que tenemos entre manos.

Hacia las siete de la tarde aún nos quedan la cocina, el garaje y los dos armarios del pasillo.

– Yo me encargo de la cocina -dice Gillian. Eso deja dos posibilidades. Charlie me sonríe. Yo le miro de reojo. Sólo un imbécil elegiría el garaje.

– Piedra, papel, tijera -me reta-. Dos derrotas seguidas y se acaba el juego.

Esta vez sonrío yo y escondo la mano detrás de la espalda.

– Piedra, papel, tijera.

Su piedra rompe mis tijeras.

– Piedra, papel, tijera.

Su piedra vuelve a hacer pedazos mis tijeras.

– ¡Mierda! -digo, enfadado.

– Eres un pelmazo con esas tijeras…

Convierto mis tijeras en un dedo corazón levantado y me marcho al garaje.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Charlie se da media vuelta y se aleja hacia los armarios del pasillo.

Cuando estoy a punto de girar hacia el garaje, me vuelvo, preparado para lanzarle un desafío a doble o nada. Charlie debería estar en los armarios del pasillo. En cambio, lo veo ante la puerta cerrada en el extremo del pasillo. El dormitorio de Duckworth. El único lugar donde no hemos estado. En verdad, no debería tener importancia -Gillian ya nos ha dicho que lo ha revisado-, pero conozco a mi hermano. Puedo percibir el movimiento furtivo en su forma de andar. Mira la puerta como si tuviese visión de rayos-X. Después de nueve horas de registro de la vida de este hombre muerto, él quiere saber qué hay dentro de esa habitación.

– ¿Adónde vas? -pregunto.

Charlie mira por encima del hombro y su respuesta es una ceja arqueada con expresión maliciosa. Abre rápidamente la puerta y desaparece dentro del dormitorio de Duckworth. Yo no me muevo, consciente de su juego del escondite. Funcionaba cuando yo tenía diez años, pero esta vez no me dejaré enredar. Me vuelvo hacia el garaje y oigo la puerta del dormitorio que se cierra a mis espaldas. Doy tres pasos antes de volver a detenerme. ¿A quién pretendo engañar? Echo a correr hacia la puerta cerrada.

– ¿Charlie? -susurro, sabiendo que no me responderá.

Efectivamente, no se oye nada. Miro hacia el pasillo por encima del hombro para asegurarme de que todo está en orden. Tratando de no hacer ruido, hago girar el pomo y entro en la habitación. La puerta se cierra y las luces están apagadas, pero gracias a las persianas baratas que protegen las ventanas, la habitación está bañada por una tenue luz que llega desde el exterior.

– Bastante tétrico, ¿eh? -susurra Charlie-. Bienvenido al sanctasanctórum…

Me lleva unos cuantos segundos que mis ojos se adapten a la escasa luz de la habitación, pero cuando lo hacen, resulta evidente por qué Gillian se encargó personalmente de registrar esta habitación. Al igual que la sala de estar y el estudio, el dormitorio de Duckworth posee las mismas características: una cama individual apoyada contra la pared blanca y sucia, una mesilla de noche de madera sin pintar con un viejo reloj despertador, y para asegurarse de que cada objeto parezca que ha sido seleccionada al azar, una cómoda de almendro con cubierta de formica que parece haber sido robada de la parte trasera de un camión. Pero cuando miro más atentamente, me doy cuenta de que hay algo más en esa habitación: un cubrecama color crema suaviza la dureza de la cama, un Horero con hojas de eucalipto rojo oscuro florece encima de la cómoda y, en un rincón, una pintura estilo Mondrian está apoyada contra la pared, esperando a ser colgada. Esta habitación comenzó siendo de Duckworth, pero ahora es indudablemente de Gillian. O sea que aquí es donde vive. Siento una punzada de culpa en el estómago. Éste sigue siendo su espacio privado.

– Vamos, Charlie, salgamos de aquí…

– Sí… no… tienes toda la razón -dice-. Sólo estamos confiándole nuestras vidas. ¿Por qué querríamos saber nada acerca de la suya?

Intento cogerle del brazo pero, como siempre, es más rápido que yo.

– Hablo en serio, Charlie.

– Yo también -dice él, apartándose de mí. Avanza hacia el centro de la habitación y revisa el suelo, la cama y el resto del mobiliario, buscando alguna pista. De pronto, se detiene, confuso.

– ¿Qué? ¿Qué pasa?

– Dímelo tú. ¿Dónde está la vida de Gillian?

– ¿De qué estás hablando?

– Su vida, Ollie -ropa, fotos, libros, revistas-, cualquier cosa. Echa un vistazo. Aparte de las flores y esa pintura en el suelo, no hay nada más.

– Tal vez le gusta tener las cosas ordenadas.

– Tal vez -dice-. O tal vez ella…

En ese momento se oye el ruido de una puerta al cerrarse. Me vuelvo y compruebo que procede del pasillo. Inmóviles, ambos sabemos cuándo hemos abusado de su hospitalidad. Echo un vistazo al reloj despertador que hay en la mesilla de noche para comprobar la hora y levanto rápidamente la cabeza. No es un reloj despertador. Es un viejo…

– ¡Es una grabadora de ocho pistas! -exclama Charlie excitado. Pero cuando se inclina para mirar mejor a través de la oscuridad, advierte que la abertura que habitualmente aloja las ocho pistas parece más grande de lo normal. El plástico plateado de los bordes está descascarado. Como si alguien hubiese tratado de abrirla o agrandarla. Charlie, invadido por la curiosidad, se acerca al aparato y se pone en cuclillas delante de él.

– Hijo de puta -murmura.

– ¿Y ahora qué pasa?

Me acerco y trato de ver algo a través de la penumbra que nos rodea. Charlie señala las ocho pistas.

– No entiendo -le digo.

– No las ocho pistas, Ollie. Aquí… -Vuelve a señalar. Pero lo que está señalando no es la grabadora. Es la mesilla de noche-. Comprueba el polvo -dice.

Inclino la cabeza y veo la gruesa capa de polvo que cubre la superficie de la mesilla de noche.

– Es tan perfecto que no te das cuenta -dice Charlie-. Como si nadie hubiese colocado nada encima, o nadie la hubiese tocado desde hace meses, aunque está junto a su cama.

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