– ¿Qué coño está pasando? -vociferó Gallo.
DeSanctis abrió la boca.
– ¡La han llamado! -dijo Gallo-. ¡Esos cabrones acaban de llamarla!
Manipulando furiosamente el teclado, DeSanctis abrió otra ventana en el ordenador portátil. «Caruso, Margaret – Plataforma: telefonía.»
– ¡Eso es imposible! -dijo DeSanctis, leyendo la pantalla-, Lo tengo todo aquí, está en blanco, no ha llegado nada; no ha salido nada.
– ¿Fax? ¿Correo electrónico?
– No para la costurera. Ni siquiera tiene ordenador.
– Tal vez los hermanos llamaron a la casa de uno de los vecinos.
DeSanctis señaló la imagen de vídeo que aparecía en la pantalla. En el fondo, detrás de la señora Caruso, se veía claramente la puerta del apartamento.
– Los técnicos estuvieron vigilando desde que llegamos aquí. Incluso teniendo en cuenta los dos minutos que llevó montar esto, hubiésemos visto a alguien entrando y saliendo…
– ¿Entonces cómo coño consiguieron comunicarse con ella?
– No tengo ni idea… tal vez…
– ¡No quiero ningún tal vez! ¡No es momento de adivinanzas! -gritó Gallo-. ¡Está claro que esa mujer tiene algo que le permite hablar con sus hijos; no me importa si un vecino está transmitiendo en código Morse a través del radiador, quiero saber qué es!
«¡Está claro que esa mujer tiene algo que le permite hablar con sus hijos; no me importa si un vecino está transmitiendo en código Morse a través del radiador, quiero saber qué es!»Mirando calle arriba hacia el coche de Gallo y DeSanctis, Joey se apoyó en el asiento y bajó el volumen de su receptor portátil. Aunque sólo fuera un único micrófono instalado en una luz cenital había hecho un excelente trabajo.
Levantó la tapa del ordenador portátil que tenía sobre el regazo y abrió las fotografías de las oficinas que había descargado de su cámara digital. Las oficinas de Oliver, Charlie, Shep, Lapidus, Quincy y Mary. Seis en total, más las áreas comunes. Estudió las habitaciones una a una, examinando todos los detalles. La reproducción barata de una lámpara de banquero sobre el escritorio de Oliver… el póster de la Rana Kermit en el cubículo que ocupaba Charlie… las fotografías en la pared de Shep… incluso la ausencia de objetos personales en el escritorio de Lapidus.
– Parece que tenías razón -la voz de Noreen interrumpió a través del auricular-. Han llamado a mamá.
– Sí… supongo.
Noreen conocía perfectamente ese tono en su jefa.
– ¿Qué ocurre?
– Nada -dijo Joey mientras pasaba las fotografías que tenía en el ordenador-. Es sólo que… si Gallo y DeSanctis están llevando este asunto como una verdadera caza del hombre, ¿por qué son las dos únicas personas que se encargan de la vigilancia?
– ¿Qué quieres decir?
– Es una cuestión de protocolo, Noreen. El FBI puede meter la pata, pero cuando se trata de vigilancia, el servicio secreto es el mejor. Cuando vigilan una casa, envían a cuatro personas como mínimo. ¿Por qué, de pronto, sólo hay dos tíos sentados en un coche?
– ¿Quién sabe? Tal vez están escasos de personal… o se han extralimitado en el presupuesto… tal vez el resto llegue mañana…
– O tal vez no quieren que haya nadie más -dijo Joey.
– Venga, ya, ¿realmente lo crees?
Joey dejó de pensar. Podía oír a Gallo y DeSanctis discutiendo a través del receptor.
– Cuando mataron a Shep, perdieron a un ex agente -señaló Noreen-. Diez pavos a que ésa es la razón de que lo consideren una cuestión personal.
– Espero que tengas razón -dijo Joey, apagando el receptor-. Pero si yo fuese Charlie y Oliver, estaría rezando para que fuésemos nosotros quienes les encontrásemos primero.
Acostado sobre el estómago y ocultándome del sol de la mañana, abrazo la almohada como si fuese mi mejor amiga y me niego a abrir los ojos. El cubrecama es tan confortable como un saco de picaportes, pero no tan malo como el camión de la basura de la calle, que rasca mis tímpanos como si fuese vidrio molido.
– ¡Limpio! -grita uno de los basureros mientras el camión se agita calle arriba.
Me doy vuelta en la cama. Tengo el brazo izquierdo completamente dormido. Y mientras parpadeo ante la luz del día… por una décima de segundo… no tengo ni idea de dónde estoy. Es entonces cuando abro los ojos.
Alfombra vulgar color marrón claro. Olor a insecticida rancio. Suelo de vinilo en la inmunda pequeña cocina. Mierda. La sola visión del lugar revive toda la historia. Shep… el dinero… Duckworth. Esperaba que todo hubiese sido una pesadilla. No lo es. Es nuestra vida.
Junto a mí, Charlie sigue durmiendo, acurrucado junto a su almohada y feliz en su charco de babas. Le subo la manta andrajosa hasta la barbilla, me levanto y voy a la ducha.
Diez minutos después es el turno de Charlie.
– ¡Charlie! ¡Arriba! -grito desde el baño.
No hay respuesta.
– ¡Vamos, Charlie! ¡Levántate!
Se encoge de hombros y finalmente se da la vuelta. Se frota los ojos y él tampoco recuerda dónde se encuentra. Luego echa un vistazo a su alrededor y comprende que ambos estamos en la misma pesadilla.
– Mierda -murmura.
– No hay agua caliente -le digo, secando mi pelo Johnny Cash con un puñado de toallas de papel.
– Me aseguraré de dejar una nota en el buzón de sugerencias del casero.
En Nueva York lo llaman estudio. Aquí es un apartamento de una habitación con una pequeña cocina. Para mí es una ratonera. Pero anoche, cuando buscábamos por todo el vecindario a las dos de la mañana, era exactamente lo que necesitábamos: situado en una calle lateral, un cartel de «Se alquila» en el frente y una luz encendida en el apartamento que decía «Encargado». En cualquier otra parte hubiesen sospechado de nosotros y llamado de inmediato a la policía. Pero en las afueras de la nada elegante South Beach de Miami, somos el negocio habitual. Entre los traficantes de droga y los inmigrantes ilegales, están acostumbrados a clientes que aparecen a las dos de la mañana.
– Vamos, hay que ponerse en marcha -digo, poniéndome unos calzoncillos limpios-. Quiero llegar temprano.
Charlie se sienta en la cama y pone los ojos en blanco.
– ¿Alguna otra novedad?
Regreso a la habitación principal y acabo de vestirme. Fuera brilla el sol, pero apenas si podemos verlo a través de los papeles que cubren las ventanas. Anoche, en la oscuridad, Charlie pensó que eran persianas verticales rotas. Hoy vemos la cruda realidad. Páginas arrancadas de un calendario gratuito de Budweiser con chicas en bikini aseguradas con celo a cada una de las ventanas. Quienquiera que haya estado aquí antes que nosotros no quería ser visto. Nosotros tampoco. El calendario se queda donde está.
– Vamos, Charlie… ha llegado la hora -digo, al tiempo que regreso al baño. Abro la ducha. Eso es lo que mamá acostumbraba a hacer para ponernos en marcha.
– Esos trucos ya no funcionan -me advierte.
Diez minutos más tarde, él también se seca con las toallas de papel y se pone unos calzoncillos limpios.
– ¿Todo listo? -pregunto.
– Casi… -Coge la bolsa de gimnasia y busca algo en su interior.
– ¿Qué estás buscando? -pregunto, aunque conozco la respuesta. La caja metálica que guarda el arma de Gallo.
– Nada -dice Charlie, hundiendo aún más la mano en la bolsa. Incapaz de encontrarla, comienza a sacar la ropa de la bolsa. En pocos segundos, la bolsa queda vacía-. Ollie… la caja… no está aquí…
– Relájate -digo. Mira por encima del hombro y yo me levanto el borde de la camisa que llevo por fuera del pantalón. Tengo la pistola metida en la cintura del pantalón.
– ¿Desde cuándo tú…?
Читать дальше