Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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No era la reacción que ella esperaba, de modo que se limitó a asentir.

– Entonces sigue siendo una civil -dijo Gallo bruscamente-. Como ya he dicho: Por favor, discúlpenos.

– Pero…

– Adiós, señorita, no…

– Puede llamarme Joey.

Gallo giró la cabeza con una mirada carroñera, revelando nuevamente el feo corte en la mejilla. No le gustaba que le interrumpiesen.

– Adiós, Joey.

Joey, demasiado lista para insistir, metió el bloc de notas debajo del brazo y se dirigió hacia la puerta. Los cuatro hombres la observaron mientras cruzaba la habitación, algo que no sucedía con frecuencia. Con su complexión relativamente atlética, era una mujer atractiva, pero no de una belleza que quitara el aliento. No obstante, no dio señales de percibir las miradas. Se ganaba la vida hundida hasta las rodillas en el ego masculino. Habría tiempo suficiente para luchar más adelante.

Cuando la puerta se cerró detrás de Joey, Lapidus se frotó la palma de la mano contra la calva.

– Por favor, decidme que tenéis buenas noticias.

Quincy intentó responder, pero no le salió ningún sonido. Metió las manos en los bolsillos para impedir que siguieran temblando.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Lapidus.

– Shep está muerto -dijo DeSanctis.

– ¿Qué? -preguntó Lapidus con los ojos como platos-. ¿Está…? ¿Cómo…?

– Tres disparos en el pecho. Entramos al oír el ruido, pero ya era demasiado tarde.

La habitación quedó nuevamente en silencio. Nadie se movía. Ni siquiera Lapidus. Tampoco Quincy. Nadie.

– Lamento su pérdida -añadió Gallo.

Cogiéndose del pecho, Lapidus se desplomó en su sillón.

– ¿Fue por el dinero?

– Eso es lo que estamos tratando de averiguar -explicó Gallo-. No estamos seguros de cómo lo consiguieron, pero todo parece indicar que quizá ellos recibieron ayuda de Shep.

Lapidus alzó la vista.

– ¿Qué quiere decir con ellos?

– Esa es la otra parte… -dijo DeSanctis, interviniendo nuevamente en el diálogo. Miró a Gallo como si le estuviese pidiendo permiso. Cuando Gallo asintió, DeSanctis cruzó la habitación y acomodó su cuerpo alto y delgado en uno de los sillones que había delante del escritorio de Lapidus-. Hasta donde sabemos, Shep fue asesinado por Charlie u Oliver.

– ¿Oliver? -preguntó Lapidus-. ¿Nuestro Oliver? Ese chico no pudo…

– Pudo… y lo hizo -insistió Gallo-. De modo que no me salga ahora con chorradas de niño inocente. Gracias a esos dos tengo a un hombre con tres agujeros en el pecho y una investigación financiera que se ha convertido en homicidio. Añada eso a trescientos trece millones de dólares y tendrá uno de esos casos por los que se celebran audiencias en el Congreso.

Lapidus permaneció abatido en su sillón, mientras las consecuencias de lo que acababa de oír se instalaban pesadamente sobre sus hombros. Estaba perdido en sus pensamientos y evitaba mirar a ninguno de los presentes, mantenía la mirada fija en el abrecartas de bronce japonés que tenía encima del escritorio. Entonces, súbitamente, saltó de su sillón. Hablaba a toda prisa.

– El viernes, Oliver utilizó mi contraseña para transferir dinero a una cuenta de Tanner Drew.

– Bien, eso es algo que deberíamos saber -dijo Gallo, sentándose junto a DeSanctis-. Si existe algún indicio de malvers… -Gallo interrumpió su discurso al notar que había algo en el cojín del asiento. Metió la mano debajo del muslo y sacó una pluma azul y amarilla que llevaba el logotipo de la Universidad de Michigan. «Michigan», pensó. «El mismo lugar al que asistió Chuck Sheafe, el jefe de Joey…»

»¿De dónde ha salido esto? -preguntó Gallo, agitando la pluma delante de Lapidus-. ¿Es suya?

– No lo creo -dijo Lapidus-. No, nunca la había visto…

Gallo le quitó el capuchón, desenroscó furiosamente el depósito de la pluma y agitó ambas piezas sobre el escritorio. Cayeron un recambio de tinta… un pequeño muelle metálico… y de la parte posterior de la pluma: un tubo de plástico transparente lleno de cables, una pila diminuta y un transmisor en miniatura. Un orificio en la base alojaba el micrófono incorporado.

– ¡Hija de puta! -estalló Gallo. Lanzó la pluma contra la pared, donde no alcanzó por centímetros el rollo de caligrafía japonesa.

– ¡Tenga cuidado! -gritó Lapidus cuando Gallo saltó de su asiento.

Gallo arrojó el sillón al suelo, corrió hacia la puerta, cogió el pomo ovalado y tiró con todas sus fuerzas.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó la secretaria de Lapidus desde su lugar habitual detrás del escritorio.

Gallo pasó rápidamente delante de ella y miró en el pasillo… cerca de los lavabos… junto al ascensor. Había llegado demasiado tarde. Hacía rato que Joey se había marchado.

15

El asiento trasero del taxi del gitano negro está cubierto con una toalla marrón llena de manchas que huele a pies. En circunstancias normales bajaría las ventanillas de cristales ahumados para que entrase un poco de aire, pero en este momento -después de haber oído todas esas sirenas- estamos mucho mejor con las ventanillas oscuras cerradas. Agachados de modo que nadie pueda vernos, Charlie y yo no hemos abierto la boca desde que subimos al taxi. Obviamente, ninguno de los dos se arriesgaría a hablar delante del conductor, pero cuando miro a Charlie, que está acurrucado junto a la puerta y con la mirada perdida fuera de la ventanilla, sé que no es sólo porque quiera intimidad.

– Gire a la derecha en la esquina -le digo al taxista, atisbando por encima del apoyacabezas para tener una mejor visión de Park Avenue. El tío gira bruscamente en la calle 50 y conduce aproximadamente hasta la mitad de la manzana-. Perfecto. Aquí mismo.

Cuando el coche se detiene, lanzo un billete de diez dólares entre los asientos delanteros, abro la puerta y me aseguro de que no pueda vernos bien. Estamos a pocas manzanas de la estación Grand Central, pero es mejor no echarse a correr en plena calle.

– Vamos -le digo a Charlie, que ya me sigue a pocos pasos. Me dirijo resueltamente hacia la puerta de la panadería italiana que se encuentra a pocos pasos del taxi. Pero en el momento en que el coche acelera, doy media vuelta y me alejo. No es momento de correr riesgos. No conmigo… y mucho menos con Charlie.

– Vamos -digo, corriendo nuevamente hacia Park Avenue. El frío viento de diciembre trata de lanzarnos hacia atrás, pero lo único que consigue es que la multitud que nos rodea y que acaba de almorzar forme una piña y avance encorvada. Mejor para nosotros. Tan pronto como llegamos a Park Avenue, comienzo a subir los escalones de hormigón. Detrás de mí, Charlie mira la ornamentada estructura de ladrillo color rosa y finalmente comprende. Instalada entre los bancos de inversión, las firmas de abogados y el Waldorf, se encuentra la única isla de misericordia en medio de un océano de ostentación. Y más importante aún, es el lugar más cercano del que nadie nos echará a patadas, no importa el tiempo que deseemos quedarnos.

– Bienvenidos a la iglesia de San Bartolomé -susurra una voz suave cuando accedemos al vestíbulo de piedra abovedado. A mi izquierda, desde detrás de una mesa cubierta con biblias y otros libros religiosos, una abuela entrada en carnes nos saluda con la cabeza y luego aparta rápidamente la vista.

Meto un par de dólares en la caja de los donativos y me dirijo hacia las puertas del santuario principal donde, al instante de abrirlas, me golpea ese olor característico a incienso y madera vieja de las iglesias. En el interior, el cielo se eleva hasta formar una cúpula dorada, mientras que en el suelo se extienden cuarenta lilas de bancos de madera de arce. Toda la nave está en penumbra, iluminada apenas por unos pocos candelabros colgantes y la luz natural que se filtra a través de los vitrales a lo largo de las paredes.

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