Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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Miro a Charlie; él estudia mi expresión. Ya no somos solamente ladrones. Para cuando Gallo y DeSanctis hayan acabado con nosotros, seremos asesinos.

– ¿Deberíamos llamar a mamá…?

– Ni hablar -digo, aún con el gusto a vómito en los labios-. Será el primer lugar donde nos buscarán.

Las sirenas se acercan y nos unimos a la cola que espera en una pizzería. Ahora los sonidos son ensordecedores. En el extremo de la manzana, dos coches de policía frenan violentamente con un chirrido de neumáticos ante la entrada de la Grand Central en Vanderbilt Avenue. Tenemos las cabezas gachas, pero como todos los que forman la cola, estamos expectantes. Pocos segundos más tarde, las puertas de los coches se cierran con fuerza y cuatro agentes uniformados entran corriendo en la estación.

– Vamos -digo, saliendo de la cola.

«¿Estás seguro de que quieres correr?», me pregunta Charlie con la mirada.

No me molesto en contestar. Como él dijo, ya no se trata de mi ira. O de alguna especie de venganza contra Lapidus. Se trata de seguir con vida. Y después de casi quince años de ser el farolillo rojo, Charlie conoce el valor de tener una ventaja inicial.

– ¿Sabes adonde vamos? -pregunta mientras me sigue.

Estoy corriendo hacia el extremo opuesto de la manzana.

– En realidad, no -digo-. Pero tengo una idea.

14

Joey fue la octava persona a la que llamaron. Naturalmente, la primera fue el asegurador de la compañía KRG que se había encargado de suscribir la póliza. Lapidus le machacó en microsegundos y forzó un traslado inmediato del asunto a un analista de reclamaciones de fidelidad, quien, cuando se enteró de la suma en cuestión, llamó al jefe de la unidad de reclamaciones de fidelidad, quien llamó al presidente de reclamaciones, quien luego llamó al mismísimo presidente de la compañía. A partir de ahí, el presidente realizó dos llamadas: la primera a una firma de contabilidad forense y la segunda a Chuck Sheafe, presidente de Sheafe International, para pedirle personalmente que enviase a su mejor investigador. Sheafe no lo dudó un instante. Recomendó inmediatamente a Joey.

– De acuerdo -dijo el presidente de la compañía-. ¿Cuándo puede estar él aquí?

– Querrá decir ella.

– ¿De qué está hablando?

– No sea machista, Warren. Jo Ann Lemont -explicó Sheafe. ¿Quiere a nuestro mejor investigador o quiere a un aficionado?

Eso fue todo. La octava llamada fue para Joey.

– ¿Tiene alguna idea de quién pudo haber robado ese dinero? -preguntó Joey desde su sillón al otro lado del escritorio de Lapidus.

– Por supuesto que no sé quién robó ese dinero -gritó Lapidus-. ¿Qué clase de estúpida pregunta es ésa?

Estúpida, quizá, pensó Joey, pero debía hacerla de todos modos. Aunque sólo fuese para ver su reacción. Si estaba mintiendo, habría algún indicio. La mirada que se desvía, una sonrisa nerviosa, una mirada vacía que ella podría advertir en sus ojos. Mientras se apartaba de la frente un mechón castaño rojizo, pensó que ése era su don -concentrar el foco de atención y encontrar alguna pista- y lo había aprendido jugando al póquer con su padre; más tarde lo pulió en la Facultad de Derecho. A veces estaba en el lenguaje corporal. A veces estaba… en otra parte.

Cuando Joey entró por primera vez en el despacho de Lapidus, lo primero que llamó su atención fue el complicado pomo de bronce de estilo Victoriano. Grabado en relieve con un motivo de óvolo, era frío al tacto, difícil de girar y no hacía juego con ningún otro pomo en todo el edificio. Pero como Joey sabía -cuando se trataba de presidentes de empresa- ésa era precisamente la cuestión. Cualquier cosa para impresionar.

– ¿Hay alguna otra cosa, señorita Le…?

– Es Joey -le interrumpió, alzando los ojos color chocolate de su bloc de notas amarillo. Aunque tenía una pluma entre los dedos y el bloc en el regazo, no había escrito una sola palabra; desde que su primer bloc de notas fue citado como prueba en un caso, había aprendido la lección. No obstante, la presencia de ese bloc ayudaba a que la gente se abriese. También usar el nombre de pila-. Por favor, llámeme Joey.

– De acuerdo, sin ánimo de ofender, Joey, pero si no recuerdo mal, fue contratada para encontrar nuestros trescientos trece millones de dólares perdidos. De modo que, ¿por qué no volvemos a ello?

– De hecho, eso es precisamente lo que estaba a punto de preguntar… -comenzó a decir, al tiempo que sacaba del bolso una cámara digital-. ¿Le importa si hago algunas fotografías? Sólo para el archivo de la compañía de seguros…

Lapidus asintió y ella tomó cuatro rápidas instantáneas. Una en cada dirección. Para Lapidus, era sólo una pequeña molestia. Para Joey era la manera más sencilla de documentar una posible escena del crimen. «Que todo quede registrado en una película», le habían enseñado hacía tiempo. «Es lo único que no miente.»A través del objetivo, Joey estudió las paredes forradas en madera de cerezo y la alfombra Aubusson que llenaba la habitación con sus intensos tonos vino tinto. Todo el despacho estaba lleno de objetos asiáticos: a su izquierda, un rollo de caligrafía enmarcado en el que había un poema japonés que celebraba la primavera; a su derecha, un mueble anterior a la segunda guerra mundial que era un simple baúl de madera con pequeños cajones; y justo delante, detrás del escritorio de Lapidus, el evidente orgullo de su colección: un casco de samurái del siglo XIII perteneciente al período Kamakura. Era de madera tallada, lacado en negro brillante y con una luna creciente de plata incrustada en la frente. Como Joey sabía por una vieja clase de historia en la facultad, los shogun -antiguos gobernadores militares del Japón- acostumbraban a usar las insignias plateadas para identificar a sus samuráis y ver cómo actuaban en la batalla. «Otro jefe al que le gusta mantener las distancias», pensó Joey.

– ¿Cómo se lleva con sus empleados, señor Lapidus? -preguntó Joey mientras guardaba la cámara en su maletín.

– ¿Cómo me…? -Se interrumpió y la observó fijamente-. ¿Está tratando de acusarme de algo?

– En absoluto -se apresuró a responder. Pero era obvio que había dado en el clavo-. Sólo intento imaginar si alguien podía tener un motivo para…

En ese momento la puerta del despacho de Lapidus se abrió de par en par. Quincy entró en la habitación pero no dijo nada. Sólo agarraba con fuerza el pomo ovalado.

– ¿Qué? -preguntó Lapidus-. ¿Qué sucede?

Quincy miró a Joey, luego a Lapidus. Algunas cosas era mejor hablarlas en privado.

– ¿Está allí? -gritó una voz ronca desde el corredor. Antes de que Quincy pudiese contestar, los agentes Gallo y DeSanctis irrumpieron en el despacho. Joey sonrió ante la interrupción. Traje abombado por el uso… vientre prominente… zapatos baratos y arañados por la carrera. Estos dos no eran banqueros. Lo que significaba que eran de seguridad o…

– Servicio secreto -dijo Gallo, mostrando la placa que llevaba en el cinturón-. ¿Puede perdonarnos un momento?

Joey no pudo evitar mirar el corte que Gallo tenía en la mejilla. No lo había visto cuando entró en el despacho.

– En realidad creo que todos estamos en el mismo barco -dijo Joey, esperando parecer amable-. Represento a Chuck Sheafe.

No mencionaba con frecuencia el nombre de su jefe, pero Joey sabía muy bien cómo funcionaba la confianza cuando se trataba de los organismos encargados de hacer cumplir la ley. Hacía quince años, Chuck Sheafe había sido el tercero al mando en el servicio secreto. Para los agentes eso significaba que era de la familia.

– ¿Está trabajando para la compañía de seguros? -preguntó Gallo.

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