Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– ¡Te mataré, cabrón! -grita DeSanctis mientras yo continúo aferrado a su cuello. Retrocede y trata de cogerme con ambos brazos por encima de los hombros. Eso deja su pecho al descubierto. Es toda la distracción que Charlie necesita. Agarra la tabla rota, corre hacia adelante… clava los pies en el suelo y lanza el golpe. Cuando la tabla choca contra el estómago de DeSanctis, éste se dobla en dos y juro que sus pies se levantan del suelo. Caigo al suelo pero está claro que DeSanctis es quien se lleva la peor parte.

– ¿Estás bien? -pregunta Charlie, tendiéndome la mano.

Asiento varias veces, incapaz de recuperar el aliento.

Detrás de Charlie se oye un ruido como si estuviesen rascando el suelo. Charlie se gira y ve a Gallo que se arrastra hacia su arma.

Pero Charlie es más rápido, recoge la pistola y la guarda en la parte posterior de los pantalones.

– ¡Charlie…! -grito.

– Estáis muertos -susurra Gallo, echando sangre por la boca.

– ¿Está seguro de eso? -pregunta Charlie, agitando nuevamente su improvisado bate. Jamás le he visto así. Levanta la tabla por encima de la cabeza como si fuese un leñador y…

– ¡No lo hagas! -grito, cogiéndole del hombro. DeSanctis comienza a levantarse. Está claro que éste no es nuestro juego-. ¡Vamos… salgamos de aquí!

Charlie deja caer la tabla y salimos disparados hacia la puerta metálica que hay en una esquina. Una vez que oigo sus zapatos resonando a mis espaldas, no miro hacia atrás. Lo único que quiero es largarme de ese lugar. Con un rápido movimiento atravieso la puerta y enfilo el pasadizo. Charlie echa un último vistazo a la estación abandonada antes de seguirme. Puedo oírlo desde donde estoy. Gallo se ha levantado y viene tras nosotros, tosiendo de forma incontrolable. DeSanctis no está muy lejos.

– Tenemos problemas -grita Charlie.

Presa del pánico, dejo atrás los remolques de los tíos de la construcción y alcanzo el nivel superior. Los dos oímos el estrépito de la puerta de metal al golpear contra la pared en el pasillo inferior. Son más rápidos de lo que pensábamos.

– ¡Comprueba los remolques! -grita Gallo. De eso se encarga DeSanctis.

En ese momento giro a la izquierda y desando velozmente el camino por el que hemos venido.

– ¡Dirección equivocada! -grita Charlie.

– ¿Estás…?

– Confía en mí -me grita, lanzándose hacia la derecha.

Me detengo, pero es una simple elección. Ambos sabemos dónde pasábamos las noches de los viernes.

Cuando comprueba que estoy detrás de él, Charlie continúa por el pasillo y los viejos instintos vuelven a ocupar su sitio. En el extremo del vestíbulo salta a la escalera mecánica y sube los peldaños de dos en dos. Detrás de él, mis zapatos resuenan contra los surcos de metal.

– ¿Aún nos siguen? -pregunto sin mirar atrás.

Al llegar a la parte superior de la escalera mecánica, que acaba en un montón de quioscos de periódicos y revistas, el único camino libre se dirige hacia la izquierda, de vuelta al vestíbulo principal. Charlie sigue corriendo en línea recta, hacia la puerta de servicio marrón que hay en una esquina.

– Parece que está cerrada con llave -digo.

– No -insiste Charlie-. O, al menos, no solía estar cerrada.

Rezando para que las cosas no hayan cambiado, observo cómo se lanza contra la puerta. Esta se abre de par en par y nos conduce a un vestíbulo color marrón industrial. Charlie acelera el paso. Ha vuelto a territorio conocido. Y yo me siento más perdido que nunca. No quiero quedarme rezagado; aprieto los puños y los dientes y aumento la velocidad de mis zancadas. Siento que mis uñas se clavan en las palmas de las manos.

– ¿Estás bien? -pregunta Charlie, sintiendo las vibraciones del momento.

– Sí -le digo, con la mirada clavada al frente.

Delante de nosotros hay dos puertas giratorias automáticas. Pisamos la alfombra con sensores y las puertas se abren. Huelo inmediatamente vapores de gasolina. A través de las puertas, la intensidad de las luces disminuye y la caverna se expande. Paredes de ladrillo, ninguna ventana, una vieja taquilla de madera con un reloj registrador en la parte exterior. Charlie mira a su alrededor a los aproximadamente cincuenta coches que están aparcados parachoques con parachoques en el aparcamiento subterráneo.

– ¿Tiene ticket? -grita un hombre desde la taquilla con acento de Puerto Rico.

– No, gracias -dice Charlie, recobrando el aliento. Mira por encima del hombro hacia las puertas automáticas buscando a Gallo y DeSanctis. Pero las puertas se cierran mecánicamente. Allí no hay nadie. Al menos, no todavía. Pero antes de que podamos relajarnos, siento una sacudida en el estómago y vomito sin poder controlarme. El líquido golpea violentamente contra el suelo mientras vomito los restos lechosos y marrones de los cereales de la mañana. Sólo el olor me incita a vomitar otra vez. Cierro con fuerza las mandíbulas para impedirlo.

– ¿Seguro que te encuentras bien? -vuelve a preguntarme Charlie.

Doblado hacia adelante, con las manos apoyadas en las rodillas, escupo los últimos trozos mientras un hilo de saliva cuelga de mi barbilla.

– No crea que seré yo quien limpie eso -nos advierte el tío puertorriqueño desde la taquilla.

Pero Charlie ignora su comentario y apoya una mano en mi hombro.

– Se han ido -dice-. Estamos a salvo.

Las palabras son agradables, pero se equivoca.

– ¿Qué? -pregunta Charlie, estudiando mi color verde-, ¿Qué pasa?

Tengo el estómago vacío y estoy a punto de desmayarme. Pero no es hasta que me enjugo la saliva del labio inferior con el dorso de la mano y hago un esfuerzo por erguirme que mi hermano me mira a los ojos. Vagan alrededor del aparcamiento, bailan ansiosamente en todas direcciones.

Charlie no dice nada pero sabe por qué no quise volver la cabeza mientras huíamos de aquel lugar. Es verdad, tenía miedo, pero no solamente de lo que nos perseguía. Era de lo que dejábamos atrás. Shep. Miro el vómito a mis pies. Olvida el miedo, esto es sentimiento de culpabilidad.

– No es culpa tuya, Ollie. Incluso cuando intentaste darles el número de la cuenta, Shep te dijo que mantuvieses la boca cerrada.

– Pero si no hubiésemos estado… -«¡Maldita sea, ¿cómo he podido ser tan torpe? ¡Soy más inteligente que eso!»-. Si no hubiésemos estado allí… Si yo no hubiera estado tan estúpidamente furioso con Lapidus…

– Si… si… si… ¿Aún no lo entiendes? -pregunta-. No importa lo que estuvieras pensando, o por qué te convenciste de que debías hacerlo; Shep pensaba robar ese dinero con o sin nosotros. Punto final.

Levanto la cabeza.

– ¿Tú crees?

– Por supuesto -responde con una demostración de confianza instantánea típica de Charlie. Pero cuando las palabras salen de sus labios, su expresión cambia. La realidad golpea con dureza. Y con celeridad. Ahora es él quien se pone súbitamente verde.

– ¿Te encuentras bien? -pregunto.

No responde. En cambio, señala hacia la empinada rampa que lleva hasta la calle bordeada de nieve.

– ¿Estás preparado?

Antes de que pueda asentir, Charlie echa a correr hacia ella. Detrás de él vuelvo a cerrar los ojos y veo el cuerpo sin vida de Shep, doblado en el suelo como si fuese una marioneta rota. Incapaz de borrar esa imagen -o la irreflexiva decisión que nos llevó allí- corro detrás de mi hermano hasta el extremo de la rampa. Pero, lamentablemente para nosotros, hay cosas que no se pueden dejar atrás.

Aún sigo detrás de Charlie cuando por la rampa del aparcamiento desembocamos en la calle 44. Somos rápidamente engullidos por la multitud que ha salido a comer, pero ya escucho en la distancia el ulular de las sirenas.

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