Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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– Por su aspecto, nadie lo diría.

– A veces las apariencias engañan. ¿Qué hay en el bolso?

Aidan echó un vistazo rápido al contenido.

– Cuatro tarjetas de crédito, un móvil, varios pintalabios distintos y unas llaves. -Las alzó-. La llave de un Honda, la del piso y otra muy pequeña.

– ¿De una caja fuerte?

Aidan introdujo las llaves en una bolsa de plástico mientras Murphy hacía lo propio con el látigo y las esposas.

– Es posible. ¿Hay alguna carta del banco entre la correspondencia?

Murphy se acercó a la mesa y hurgó entre el montón de cartas.

– No parece que haya abierto ninguna. Aquí hay una del banco. Vamos a echarle un vistazo… Caray. -Murphy frunció el entrecejo ante el sobre que tenía en la mano-. Esta sí que está abierta. No tiene sello, ni tampoco remitente. -Del sobre extrajo una fotografía, y su expresión se tornó lúgubre-. Otra mujer muerta. Esta está dentro de un ataúd. -Le entregó la foto a Aidan-. Mira lo que tiene en las manos.

Aidan sintió que un ligero escalofrío le recorría la espalda.

– Un lirio. Parece la chica de la soga. -Cogió la mitad del correo y empezó a rebuscar. Al cabo de diez minutos habían encontrado diez fotografías, todas igual de truculentas. Y todas de la misma chica. En ninguna aparecía el nombre ni la dirección del remitente-. Alguien ha estado jugando con los sentimientos de Cynthia.

Murphy tomó una fotografía enmarcada de encima del escritorio de Adams. Tras el cristal había una joven con el pelo cubriéndole los ojos.

– Esta es la chica. Es obvio que Adams la conocía. -Extrajo la fotografía del marco-. En el reverso no aparece ningún nombre.

– En esa foto era más joven que en estas. Debía de tener… ¿unos dieciséis años? Me da la impresión de que se la hicieron en la escuela. Las que mi hermana Rachel trae a casa tienen el mismo fondo grisáceo. -Se inclinó y sacó una caja estrecha y alargada de debajo de la mesa. Tenía la medida correspondiente a una docena de rosas, aunque no era eso lo que esperaba encontrar dentro.

– Ábrela -lo instó Murphy.

Aidan levantó la tapa con cautela.

– Mierda. -Una cuerda con un nudo corredizo se encontraba dispuesta sobre un grueso de papel de seda blanco, y una tarjetita dorada colgaba del extremo que formaba el lazo-. «Ven conmigo. Encontrarás la paz» -leyó, y al levantar la cabeza vio la sombría mirada de Murphy-. Tenemos que avisar a la científica.

Murphy los llamó por teléfono, y al guardarse el aparato en el bolsillo exhaló un suspiro.

– Me parece que mañana Tess va a tener que contestar a unas cuantas preguntas.

Aidan tensó la mandíbula ante la idea.

– Creo que tienes razón.

Capítulo 2

Domingo, 12 de marzo, 10.30 horas.

Joanna Carmichael aguardó a que el director editorial del Bulletin de Chicago examinara metódicamente sus fotografías y leyera con mucha atención el texto que había estado retocando hasta altas horas de la madrugada. Tras lo que le pareció una eternidad, el hombre levantó la cabeza.

– ¿Cómo las ha conseguido? -preguntó Reese Schmidt señalando las imágenes.

– Estando en el sitio adecuado en el momento adecuado -respondió Joanna, encogiéndose de hombros. «Es mi karma», pensó, pero le pareció que Schmidt no compartiría su parecer-. La víctima vivía en el mismo edificio que yo. Estaba doblando la esquina para entrar en casa justo cuando se tiró por el balcón. Oí un grito y entonces eché a correr junto con tres personas más. Una pareja vio la caída. -Posó el dedo en la esquina de la primera fotografía: la cruda imagen de una mujer abierta en canal, desangrándose, junto a la cual había dos jóvenes; el blanco y negro captaba por completo su estupefacción-. Empecé a hacer fotos aquí y allá.

El hombre la miraba con escepticismo.

– ¿Delante de la policía?

– Aún no habían llegado -respondió con calma-. Después seguí haciendo fotos, pero con más discreción.

– ¿No utilizó el flash?

– Tengo una buena cámara, no hace falta flash. -Arqueó una ceja-. Me gusta conservar las fotos que hago.

En el rostro del hombre se dibujó una sonrisa irónica.

– Claro. ¿Qué me dice del texto?

– Lo he escrito yo.

El hombre sacudió la cabeza.

– No me refiero a eso. ¿De dónde ha sacado la información? «Según una fuente anónima, la policía ha encontrado pruebas que indican que alguien coaccionó a la víctima para que se tirara desde un vigésimo segundo piso.» ¿Quién es esa fuente anónima?

Al ver que la chica no respondía, Schmidt entornó los ojos.

– No hay ninguna fuente anónima. O se lo ha inventado o bien oyó alguna conversación entre los policías. Dígame, ¿lo primero o lo segundo?

Joanna, contrariada, se mordió la parte interior de la mejilla.

– Lo segundo.

– Me lo imaginaba. -El hombre se sentó en su silla, tenía los dedos algo crispados-. Consiga que el Departamento de Policía de Chicago lo confirme, busque a alguien con quien pueda ponerme en contacto para comprobar los hechos y le publicaré el artículo.

«Por fin.» Eran las palabras que llevaba dos años enteros esperando oír.

– ¿Dónde?

La sonrisa de él fue breve y algo burlona.

– No sea codiciosa, señorita… Carmichael. Consiga una declaración que pueda comprobar y ya hablaremos.

A ella le pareció un trato justo. No era lo ideal, pero era justo. Por una fracción de segundo se planteó echar mano de su otra baza: su padre. Pero eso no sería justo, ni para Schmidt ni para ella. Se dispuso a recoger las fotografías y frunció el entrecejo cuando el hombre posó la mano sobre la primera, aquella en la que aparecían los adolescentes y el cadáver tan solo unos instantes después del impacto.

– No quiero que me demanden por difundir información falsa -dijo él en tono suave-, pero siempre puedo utilizar las fotos. Las imágenes no mienten.

Joanna apretó los dientes.

– Yo tampoco. Volveré. -Salió a la calle con paso brioso y se dirigió a la comisaría. No tenía ni idea de cómo hacer que le confirmaran la información, pero lo conseguiría. El destino le había servido un artículo en bandeja, por así decirlo. Ahora le tocaba sacarle partido.

Domingo, 12 de marzo, 12.30 horas.

Aidan detestaba la sala de autopsias. Incluso en los mejores días, solo el olor ya le revolvía el estómago, y ese día no era uno de los mejores para ninguno de los implicados.

Se detuvo nada más traspasar la puerta y miró el cuerpo tendido en la mesa. La que había salido peor parada era Cynthia Adams. Si se había suicidado, había sido con ayuda. Alguien la había estado torturando sistemáticamente con fotos y obsequios. En todas partes donde aparecía alguna firma, esta era «Melanie». Murphy pensó que probablemente se trataba de la chica del ataúd y Aidan era de la misma opinión.

La forense no lo oyó entrar de tan absorta como estaba examinando las manos de Cynthia Adams. Por suerte había cubierto el torso de la chica con una sábana. Aidan carraspeó y Julia VanderBeck levantó los ojos, protegidos con unas gafas de plástico. No entendía cómo la mujer podía soportar el olor, sobre todo ahora que estaba en avanzado estado de gestación. La admiración que sentía por Julia creció un poco más.

– ¿Me has llamado? -le preguntó, y los labios de ella dibujaron una mueca.

– Sí. ¿Dónde está Murphy?

– Escuchando los mensajes del contestador de la víctima y viendo la grabación de la cámara de seguridad del vestíbulo del edificio donde vivía. -Al parecer, la gratitud que sentía el portero, el señor McNulty, no implicaba haber desconectado todas las cámaras del edificio-. Trata de averiguar quién le llevó todos esos lirios.

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