Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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Julia asintió con gesto enérgico.

– Recuérdame lo de los lirios antes de marcharte -dijo-. Pero antes seguro que querrás saber lo que he encontrado en el análisis de tóxicos.

– ¿Qué? -preguntó Aidan, y tomó la carpeta que ella le tendía por encima del cadáver de Adams. En el piso de la mujer habían encontrado diecisiete botes de medicamentos distintos. Cuatro de ellos se los había recetado la doctora Tess Ciccotelli. En los otros trece aparecían los nombres de otros médicos, las fechas se remontaban a más de cinco años atrás.

Julia se estiró y se llevó las manos a la parte baja de la espalda.

– Estás de suerte, le debo un favor a Murphy. No habría venido en plena noche por cualquiera. -Exhaló un suspiro y se sentó en un taburete, junto a la mesa donde llevaba a cabo las autopsias-. En el análisis de orina no ha aparecido ninguno de los medicamentos. La última receta la hizo Ciccotelli y era de Xanax. Se utiliza para tratar la ansiedad y la depresión. Eso es lo que debería haber encontrado en la orina, pero en su lugar han aparecido niveles altos de fenciclidina.

Aidan frunció el ceño.

– A lo mejor la consumía.

Julia se puso en pie.

– Ven aquí. Quiero enseñarte una cosa.

Salieron de la morgue y lo guió hasta el laboratorio. Allí olía mejor. Aidan respiró hondo sin hacer caso de la risita que soltó ella.

– Enséñame lo que tengas que enseñarme.

Ella vertió unas cuantas cápsulas procedentes de dos botes distintos en una hoja de papel blanco. Aidan recordaba haber visto uno de los botes en el piso de Adams. El otro llevaba una etiqueta del hospital.

– Lo de la izquierda es el Xanax del hospital y lo de la derecha, las cápsulas que encontrasteis en la mesilla de noche de Adams -explicó ella.

Aidan miró las cápsulas con suma atención.

– Parecen iguales.

– Eso es lo que querían que pensara ella. Alguien vació las cápsulas y las rellenó con fenciclidina.

Aidan posó los ojos en la mirada de preocupación de ella.

– Quienquiera que fuera se buscó un trabajo de la hostia.

– Quienquiera que fuera quería que perdiera la cabeza y se volviera completamente loca.

Aidan pensó en las fotografías; en la soga que contenía la caja de regalo; en la pistola cargada que habían encontrado en otra caja, dentro de un armario; en la escalera que la semana anterior no estaba en el balcón. En los lirios.

– Qué mierda.

– Bien expresado -soltó Julia-. Volvamos a la sala de autopsias, quiero enseñarte otra cosa. -Él la siguió y la observó alzar el brazo derecho de Adams. En la parte interior de sus muñecas había sendas cicatrices verticales, profundas e irregulares.

– Ya había intentado suicidarse antes -concluyó él.

– Por lo menos una vez.

– En su piso hemos encontrado una pistola cargada y una soga. Las dos cosas estaban guardadas en cajas de regalo y llevaban una etiqueta dorada. En las dos etiquetas ponía: «Ven conmigo».

Julia suspiró.

– Alguien quería de verdad que se quitara la vida.

– Eso parece. Me has dicho que te recordara lo de los lirios.

– Sí. Tenía polen en los orificios nasales.

– Encontramos una flor debajo de su almohada.

– Entonces es lógico. No he encontrado polen en las manos.

– ¿Es posible que desapareciera al lavárselas?

– Tal vez, pero con tantos lirios como dices que encontrasteis es poco probable que no se le quedara un poco de polen en las uñas si los hubiera tocado. Y más con esas uñas.

Aidan miró las largas uñas pintadas de rojo de Adams.

– Así que no tocó los lirios.

– Es lo más probable.

– Por lo tanto, quien los llevó al piso fue otra persona. -Sonó su móvil y lo sacó del bolsillo.

Era Murphy, y parecía… furioso.

– ¿Dónde estás, Aidan?

– En la morgue. ¿Qué ocurre?

– Ha venido Latent a decirme a quién pertenecen las huellas que la científica ha encontrado en el piso de Adams. Aidan aguardó pero Murphy no proseguía.

– ¿Y? Murphy, ¿qué es lo que ha descubierto Latent?

– Haz el favor de venir -le espetó Murphy-. Y date prisa, joder.

Domingo, 12 de marzo, 12.30 horas.

Tess examinó su rostro reflejado en el espejo que había junto a la puerta de entrada a su casa. Necesitaría un buen corrector para disimular las ojeras. Era el segundo domingo del mes, día en que solía comer con sus amigos en la taberna Blue Lemon. Después de pasarse horas enteras examinando el historial de Cynthia Adams y dormir poco y mal, se sentía tentada de telefonear a sus amigos y poner una excusa, pero se resistió. No podía permitir que la muerte de una paciente le desbaratara la vida, a esas alturas ya debería saberlo. Su amigo Jon, un cirujano acostumbrado a perder pacientes en el quirófano, siempre le repetía el mismo sermón. Con suerte, no tendría que aplicarse el cuento muy a menudo.

Decidió animarse y ponerse de punta en blanco. Dedicó más tiempo del habitual a arreglarse el pelo y maquillarse, e incluso decidió estrenar la chaqueta de cuero de color rojo que había estado reservando para una ocasión especial. Amy se quedaría sin habla cuando la viera, pensó. Le suplicaría que se la prestara y Tess, como siempre, acabaría cediendo. Y, como si fuera la hermana que nunca había tenido, Amy se la quedaría hasta que Tess decidiera asaltar su ropero en busca de las prendas perdidas. Así había sido siempre desde que Amy pasara una temporada viviendo con la familia Ciccotelli hacía casi veinte años.

Tess cerró los ojos. El mero hecho de pensar en su familia le causaba desazón, sobre todo siendo domingo. A esas horas debían de estar todos sentados a la mesa en la vieja casa que sus padres poseían al sur de Filadelfia. Debía de haber un ruido y un jaleo entrañables en la sala llena a rebosar, salvo por la silla de la esquina del comedor en la que siempre se sentaba ella. Según la tradición familiar en recuerdo de los parientes muertos, su asiento permanecería vacío. Y es que, según su padre, para la familia ella estaba muerta.

Normalmente era capaz de olvidar pronto su pesar, pero ese día parecía costarle más, tal vez porque durante la noche había estado dando vueltas en la cabeza a la solitaria existencia de Cynthia Adams. No tenía familia, ni salía con nadie en particular. Nadie la echaría de menos ahora que ya no estaba. Eso le recordó a Tess que, a excepción de su hermano Vito, que se había atrevido a desacatar la sentencia de su padre, ella tampoco tenía familia. Y Vito vivía muy lejos, en el sur de Filadelfia. Además, ella tampoco salía con nadie en particular, pues Phillip, el muy cabrón, era un cerdo traicionero.

Por suerte, tenía a sus amigos. Apartó la vista del espejo y miró la última foto que se habían hecho en el Lemon. Amy y Jon, Robin, a quien pertenecía el local, y Jim, que los había dejado hacía poco para realizar trabajos humanitarios en África. Se le encogió el corazón al observar su rostro; esperaba que se encontrara sano y salvo. También estaban Gen y Rhonda y todos los demás que, probablemente, debían de hallarse ya reunidos en la taberna, preguntándose dónde cono se había metido ella.

Enderezó la fotografía colgada en la pared, volvió a mirarse en el espejo y se dio un rápido retoque de Rojo Pasión en los labios. Hacía juego con la chaqueta y daba el toque final a la imagen que esperaba que atrajera unas cuantas miradas. A lo mejor salía algún hombre de debajo de las piedras. Su vida amorosa necesitaba cierta reanimación. Qué coño, lo que le hacía falta era una transfusión, o más bien un médium para resucitarla. Jon siempre se lo decía, era otro de sus clásicos sermones. Agradecía mucho los consejos de sus amigos, solo que a veces preferiría que se quedaran calladitos.

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