Karen Rose - No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago.
Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli.
Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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– No es culpa tuya, y lo sabes, Tess -dijo Murphy en tono amable.

Tess notó que estaba a punto de echarse a llorar, pero se contuvo.

– Está muerta, Todd. -Qué sinsentido: Cynthia Adams estaba espachurrada en la calle, con la cabeza tan blanda como una gominola y las tripas a la vista de todo el mundo. Sí, estaba bien muerta.

– Ya lo sé. -Le tomó la mano y se la apretó-. ¿Por qué has venido, Tess? ¿Te ha llamado ella? Tess negó con la cabeza.

– No. He recibido una llamada anónima, de una vecina.

– ¿Por qué se ha tirado del balcón?

Él hablaba con una voz tranquila, dulce, que iba socavando el muro que contenía las lágrimas de Tess.

– Joder, Todd, deja que me marche. Por favor. Hablaremos mañana, te lo prometo.

– No dejaré que te vayas sin asegurarme de que estás bien.

Tess volvió a respirar hondo y luego exhaló lentamente. Aferró el volante con ambas manos y miró por encima del hombro de Murphy a su compañero, que estaba apostado junto a un coche patrulla, con el duro semblante iluminado por los potentes faros. Los estaba mirando; la observaba. Incluso desde la distancia que los separaba sentía la penetrante mirada del hombre, su animadversión. Tenía los intensos ojos azules entrecerrados y la mandíbula tensa.

– Veo que has cambiado de compañero -murmuró sin dejar de mirar fijamente a Reagan, igual que hacía él.

– Sí. Es Aidan Reagan.

Aidan Reagan.

– ¿Tiene algo que ver con Abe? -Conocía a Abe Reagan y le merecía confianza. También confiaba en su esposa, Kristen. Ambos eran buenas personas.

– Aidan y Abe son hermanos.

– Ahora lo entiendo. -Aidan Reagan se parecía a su hermano. Tenían el mismo pelo castaño oscuro y los mismos ojos azules, aunque la mirada de Aidan resultaba más dura, más seria que la de su hermano. Su rostro era más anguloso y su mandíbula un poco más cuadrada. En cuanto a su boca… era más dulce hasta que se dio cuenta de quién era ella. Demostraba que era compasivo. «Pero no conmigo.»

– No le caigo bien -aseguró en tono ecuánime-. No te preocupes, Todd. La mayoría piensa como él.

Él exhaló un profundo y triste suspiro.

– Estuvo en el juicio, Tess.

No hizo falta que especificara en cuál, ambos lo sabían bien. Harold Green había asesinado brutalmente a tres niñas. Pero el hombre no veía en ellas a criaturas de seis años con coletas rubias y sonrisas melladas. En su lugar veía a demonios de dientes ensangrentados que acudían a devorarlo. Al principio Tess se había mostrado escéptica, pero tras observarlo durante horas enteras y consultar con los médicos de la clínica donde llevaban años tratando su grave esquizofrenia, acabó creyéndolo. Estaba verdaderamente loco. Y por tanto, según la ley, no era responsable de sus actos. Y eso era lo que ella había declarado, consiguiendo a duras penas mantener la mirada y la voz serenas a pesar de la cantidad de rostros que la observaban con desdén.

Todos los policías que aquel día llenaban la sala la consideraban fría. Pensaban que se había dejado engañar fácilmente por un asesino y se limitaba a permanecer allí sentada, indiferente, mientras las madres de las niñas lloraban desconsoladas.

Se equivocaban de medio a medio.

El hecho de que el detective Aidan Reagan se contara entre ellos lo explicaba todo. El hombre seguía apostado al otro lado de la calle mirándola con una expresión desdeñosa que no se esforzaba por disimular. Tess fue la primera en apartar la vista para posarla en el rostro preocupado de Murphy.

– Lo entiendo.

– No, no lo entiendes; por lo menos no del todo. Él fue quien encontró a la tercera niña.

Tess aferró el volante con más fuerza. Aquel día ella estaba con Green, intentando sonsacarle en qué lugar se encontraba la tercera niña. El hombre decía que estaba viva, pero cuando la policía llegó descubrieron que no era así. Ella no sabía quién la había encontrado; de hecho, no quería saberlo. Resultaba demasiado amargo aceptar que no había llegado a tiempo de salvarla.

Y si para ella resultaba amargo, mucho más debía de serlo para el hombre que había hallado el cuerpecito sin vida de la criatura.

– Eso sí que lo explica todo. Tiene todo el derecho del mundo a sentirse furioso.

– Es un buen hombre, Tess. Y un buen policía.

Ella asintió.

– No te apures, Todd, de verdad que lo entiendo. -Y así era, lo comprendía mucho mejor de lo que nadie creía-. ¿Me alcanzas las llaves? Se han caído debajo del coche.

Murphy suspiró.

– Muy bien. Te llamaré mañana. Me hará falta consultar el historial de Cynthia Adams. -El hombre palpó el suelo por debajo del coche y se alzó con el llavero de Tess en la mano.

Tess asintió, y en cierta medida se sintió aliviada al oír que el motor del coche se ponía en marcha a la primera. Se dispuso a cerrar la puerta, pero se detuvo antes de hacerlo.

– Dile a tu compañero… -Dijera lo que dijese, no cambiaría las cosas-. No importa. Te estoy muy agradecida, Todd, como siempre.

Al apartarse del bordillo, le temblaban las manos. Se alejó tres manzanas y luego aparcó en un callejón, apoyó la cabeza en el volante y dejó que brotaran las lágrimas. «Mierda, Cynthia. ¿Por qué no me has llamado? ¿Por qué te has hecho a ti misma una cosa así?»

Sin embargo, ya sabía cuál era la respuesta. Y también sabía que no podría haber hecho nada para disuadirla. Ella solo era capaz de ayudar a los pacientes que así lo deseaban; el resto acababa haciendo lo que quería hacer. Lo sabía muy bien. Aun así, no podía evitar lamentarlo.

Cynthia Adams había vivido con mucho dolor y un terrible sentimiento de culpa por motivos que escapaban a su control. En cambio sí que había controlado su propia muerte, lo cual resultaba muy irónico.

Desanimada y exhausta, Tess salió del callejón y se dirigió a su casa. Esa noche no iba a poder descansar. El historial de Cynthia Adams era extensísimo. Le llevaría muchas horas seleccionar la información importante para Todd Murphy y su airado compañero. Era lo menos que podía hacer por Aidan Reagan y por Cynthia Adams.

Y tal vez también por sí misma.

Domingo, 12 de marzo, 1.15 horas.

Aidan había observado a Murphy seguir con la mirada el coche de Ciccotelli antes de volver a ponerse manos a la obra con la mayor profesionalidad. Murphy había hablado con el forense y la unidad de la policía científica mientras Aidan interrogaba a los adolescentes.

Estos no aportaron nada nuevo; solo le explicaron que habían visto levitar a Adams hasta la barandilla, luego se había quedado quieta un momento y se había dado media vuelta, y con los brazos extendidos se había arrojado al vacío. Aidan envió a los chicos a sus casas, con sus padres; sabía que tras presenciar una escena así nunca volverían a ser los mismos.

Ahora Murphy y él delante de la puerta del piso de Cynthia Adams observaban cómo el portero, borracho, hacía cuanto podía por introducir la llave maestra en la cerradura. Parecía ser que Jim McNulty había celebrado la victoria de los Bulls bebiendo como un cosaco en su bar favorito. Ya daban por hecho que esa noche no regresaría cuando apareció tambaleándose, llave maestra en mano, justo en el momento en que los forenses colocaban el cuerpo de Cynthia Adams sobre una camilla. No habían conseguido desclavarla de la verja, por lo que habían tenido que llevarse medio metro de hierro forjado. El portero, al ver que faltaba un tramo de verja, la emprendió a gritos hasta que reparó en el cadáver de Adams.

Desde ese instante no había vuelto a pronunciar palabra.

– ¿Cuánto tiempo hacía que conocía a la señorita Adams? -le preguntó Aidan, frunciendo el rostro ante el hediondo aliento del hombre. Por suerte, no había fuego cerca. McNulty estaba borracho como una cuba.

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