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Karen Rose: No te escondas

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Karen Rose No te escondas

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Una mujer se suicida una gélida noche en Chicago. Sin embargo, cuando el detective Aidan Reagan entra en el apartamento de la víctima, todas las evidencias muestran que ha sido un homicidio y apuntan a una sola persona: la psiquiatra Tess Ciccotelli. Tess no puede evitar que Aidan la juzgue culpable antes siquiera de escucharla. Pero ella no puede facilitarle la información que la exculparía. Alguien ha atrapado a Tess en una red de desconfianza, engaños y traiciones. Y el cerco sobre ella se estrecha cada vez más.

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Aidan se aproximó con la placa en la mano. Después de cuatro meses aún se sentía extraño al acercarse a los policías de uniforme vestido de paisano.

– Reagan, de homicidios -dijo con concisión, y se detuvo en seco, primero al notar el hedor y luego al ver el panorama. Después de trabajar doce años en el cuerpo habría jurado que estaba curado de espanto, pero el estómago se le revolvió-. Santo Dios.

El policía de uniforme asintió con la mandíbula tensa.

– Eso mismo hemos dicho nosotros.

Aidan desplazó rápidamente la vista por la hilera de balcones idénticos y luego volvió a bajarla hasta el hierro que atravesaba lo que había sido el pecho de una mujer, el pecho que había quedado abierto en canal y dejaba al descubierto los huesos hechos añicos y… las entrañas. Clavó en ella la mirada solo un momento, recordando la vez anterior que había presenciado una escena semejante. Hizo de tripas corazón; la situación presente no tenía nada que ver con aquella. La otra víctima era inocente, en cambio la mujer que allí yacía… había perecido por voluntad propia. «Nada de compasión», se dijo.

Aquella mujer se había arrojado desde un vigésimo segundo piso… y había caído sobre una decorativa valla de hierro forjado. La valla no tenía más de treinta centímetros de altura y consistía en una hilera de «úes» invertidas entre las que de vez en cuando sobresalía un hierro más largo acabado en punta. El impacto la había partido literalmente por la mitad y un surtidor de sangre había teñido el sucio montículo de nieve que se encontraba a casi un metro de distancia.

– Ha dado en el clavo -masculló.

El policía de uniforme se estremeció.

– Nunca mejor dicho.

Aidan posó la mirada en el demacrado rostro del agente.

– ¿Cómo se llama?

– Forbes, y ese de ahí es mi compañero, DiBello; está controlando a la gente. -Forbes hizo una mueca-. Nos lo hemos jugado a cara o cruz y yo he perdido.

Aidan escrutó los rostros de la multitud silenciosa que no necesitaba ningún control, pero un pacto era un pacto. A él le había tocado perder más de una vez durante sus años de uniforme.

– ¿Alguien ha visto algo?

– Hay una pareja de adolescentes que dice haberla visto tirarse del vigésimo segundo piso a medianoche más o menos. -Forbes extendió hacia arriba un dedo enfundado en un guante negro-. Es ese balcón de ahí, donde el viento agita las cortinas, el tercero empezando por la izquierda.

– ¿No le han empujado?

– Los chicos no han visto a nadie. Dicen que daba la impresión de que estaba levitando cuando se ha subido a la barandilla. Aidan frunció el entrecejo.

– ¿Levitando? ¿Como un fantasma?

Forbes se encogió de hombros.

– Eso dicen. No paran de repetirlo, una y otra vez. Los he hecho subir al coche patrulla hasta que ustedes llegaran. Están bastante afectados.

– Pobrecillos. -Ellos sí que merecían compasión. El recuerdo los perseguiría durante mucho tiempo. Solo tenían diecisiete años, uno más que su hermana. La mera idea de que Rachel pudiera presenciar un horror semejante lo hizo estremecerse. Pero al momento señaló a la multitud con un movimiento de cabeza-. ¿Alguien la conocía?

– DiBello lo ha preguntado y parece ser que no.

Aidan observó el rostro de la mujer, fofo y deslavazado. Le salía sangre de los oídos, de la nariz y de la boca abierta. La valla de hierro había amortiguado un poco la caída, pero era imposible que un impacto desde semejante altura no le hubiera pulverizado el cráneo, así que lo que quedaba unido por el cuero cabelludo era una pura carnicería. Los rasgos se habían desdibujado y conferían a su rostro un macabro aspecto de figura de cera derretida.

– Nadie podría identificarla aunque la conociera. Tendremos que entrar en el piso desde el que saltó. ¿Vive cerca el portero?

– Me he acercado hasta su casa pero no estaba. Un vecino me ha dicho que había ido a ver jugar a los Bulls.

– Pero si el partido terminó hace dos horas. ¿Dónde está ahora?

– He hecho que lo llamaran por megafonía. Veré si puedo averiguar dónde anda.

– Gracias. ¿Podrían trasladar a la gente a la otra acera? Y asegúrense de que nadie haga fotografías. Dígale a su compañero que esté atento a las cámaras de los móviles. -Aidan sacó el suyo y llamó para pedir una orden de registro y un forense. Luego se puso en cuclillas para observar el cadáver de cerca. Llevaba un vestido negro de seda y encaje, y Aidan se preguntó si se habría arreglado expresamente para la ocasión. De todos modos el hierro había estropeado el efecto; y también las vísceras esparcidas por el pavimento. Tragó saliva. Qué mierda para quien tuviera que limpiarlo. Ese era el problema de los suicidios, pensó con amargura. Los suicidas querían desaparecer con mucho efectismo pero no se paraban a pensar en los demás, en las personas a quienes dejaban, en quienes tenían que limpiar los restos.

Qué egoístas, pudiendo evitarlo. «Cabrones.»

Se dio cuenta de que tenía los puños apretados y se esforzó por relajarse. «Contrólate, Reagan.» Al respirar hondo, su olfato percibió el olor férreo de la sangre caliente y el asqueroso hedor de las vísceras reventadas, pero también notó un ligero aroma a canela a la vez que tras de sí unos pasos hacían crujir la nieve. Había llegado su compañero.

– Qué mierda acabar así -opinó Murphy con su habitual tono tranquilo.

Aidan se volvió y le lanzó una dura mirada.

– Qué mierda para la familia, querrás decir. Imagínate las ganas que tengo de ir a decírselo.

– Cada cosa a su tiempo, Aidan -dijo Murphy sin alterarse, pero su mirada era amable y comprensiva e hizo que Aidan se sintiera insignificante-. ¿Qué sabemos?

– Que se tiró del vigésimo segundo piso. Hay dos testigos que dicen que «levitó» hasta la barandilla, pero no sé a qué demonios se refieren; todavía no he hablado con ellos. En cuanto a la víctima, era joven. Tenía los brazos firmes. -Se fijó en las extremidades, las únicas partes del cuerpo que habían quedado relativamente intactas-. Debía de tener veintitantos años, treinta como mucho. -Señaló la mano que había ido a parar encima de una de las «úes» de la valla ornamental-. Lleva un buen pedrusco en la mano derecha, en cambio en la izquierda no hay rastros de ninguna alianza; lo más probable es que no estuviera casada. Tenía que tener dinero porque ese anillo cuesta un buen pico. No parece que haya estado forcejeando porque no le veo señales en los brazos ni en las piernas.

Murphy se acuclilló a su lado.

– Menudo colorido.

Llevaba las uñas pintadas de un rojo intenso.

– Ya lo he notado. El rojo combinado con el encaje negro resulta muy llamativo.

Murphy se encogió de hombros.

– No sería la primera vez que alguien se suicida para dejar huella. ¿No hay nadie que la conozca?

Aidan se puso en pie.

– No. Espero que el piso desde donde se tiró fuera el suyo. He pedido una orden de registro y el forense está en camino. Vamos a hablar con la pareja que…

– Déjenme pasar. -La voz se abrió paso en medio de la noche; era suave pero denotaba autoridad.

– Señora, usted no puede pasar ahí. Por favor, manténgase detrás de la cinta.

Aidan levantó la cabeza y vio que el agente DiBello impedía con el brazo el paso a una mujer que llevaba un abrigo de lana de color tabaco; el oscuro cabello agitado por el viento le cubría el rostro.

La mujer volvió a hablar con voz queda y tranquila, pero firme.

– Soy su doctora. Déjeme pasar, agente.

– Déjela pasar -repitió Murphy, y DiBello le hizo caso, pero Aidan se interpuso en su camino y le impidió el paso antes de que pudiera contaminarle la escena.

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