Pasó junto al ascensor y, como de costumbre, bajó a saltos los diez pisos hasta llegar al vestíbulo, donde el señor Hughes montaba guardia detrás del mostrador igual que siempre. Al verlo le pareció que todo había vuelto a la normalidad.
– Buenos días, doctora Ciccotelli.
Tess le sonrió.
– Buenos días, señor Hughes. ¿Qué tal está?
El anciano la obsequió con su risa cantarina.
– No puedo quejarme. Bueno, sí que podría pero Ethel dice que a nadie le gusta oír mis quejas. -El señor Hughes la observó con los ojos entrecerrados-. No tiene buen aspecto, doctora. ¿Se encuentra mal otra vez?
Ella se colocó bien el maletín que llevaba colgado al hombro. Ese día pesaba más de lo habitual, pues dentro guardaba el historial de Cynthia Adams.
– Es cansancio nada más.
– Riggin me ha dicho que anoche volvió tarde. Y que había estado llorando.
Riggin era el portero de noche. Le fastidiaba que hubieran estado hablando de ella. A nadie le importaba un carajo a qué hora volvía ni su estado de ánimo. Sin embargo, valía la pena perder un poco de intimidad a cambio de protección, lo sabía muy bien. En un abrir y cerrar de ojos, su enfado se disipó.
– Estoy bien, señor Hughes. ¿Puede pararme un taxi? Llego tarde.
Llegaría antes al Lemon en taxi que si cogía el coche y tenía que buscar aparcamiento.
El señor Hughes aún parecía preocupado.
– ¿Adónde va, doctora Ciccotelli? Espere, no me lo diga. Es el segundo domingo del mes, así que debe de ir a comer al Blue Lemon.
Ella frunció las cejas al atravesar la puerta que el hombre sostenía abierta.
– Pues sí que soy previsible.
– No siempre había sido así.
– Podría poner en hora el reloj con solo fijarme en usted -comentó Hughes en tono jovial mientras le hacía señas al taxi para que parara-. El segundo domingo del mes toca Blue Lemon; los lunes, hospital; los miércoles, cena con el doc… -Se interrumpió de golpe y se puso tenso. La miró a los ojos con cara de arrepentimiento-. Lo siento.
Ella se esforzó por esbozar una sonrisa.
– No se preocupe, señor Hughes.
Las cenas de los miércoles con el doctor habían pasado a la historia. De hecho el doctor en sí había pasado a la historia. Al pensar en Phillip aún se sentía herida, y eso la ponía de mal humor; sin embargo, se olvidó del dolor y del enfado en cuanto el taxi se detuvo junto al bordillo. Ninguno de los dos sentimientos le hacía bien, y tampoco servía para cambiar las cosas.
– No le hará falta ningún taxi -dijo una áspera voz tras ella. Tess se dio media vuelta y se encontró ante los mismos ojos azules de expresión fría que la noche anterior se habían mostrado tan desdeñosos. Unos ojos cuya mirada no suavizaba la luz del día.
– Detective Reagan -dijo, molesta por el hecho de que hubiera acudido allí, de que hubiera invadido su espacio como si fuera el amo del mundo, de que a plena luz del día resultara incluso más atractivo y de haber reparado en ello-. ¿En qué puedo ayudarle?
Murphy apareció al lado de Reagan. Los dos juntos formaban una barrera que le impedía ver la calle.
– Tenemos que hablar contigo de Cynthia Adams, Tess.
– Tengo aquí su historial -respondió ella en tono tranquilo, dando unos golpecitos en el maletín-. Tenía pensado avisarles hace horas, de veras. -Paseó la mirada del rostro de Reagan al semblante cautelosamente inexpresivo de Murphy y su enfado pronto se tornó temor. Estaba pasando algo grave. Con todo, consiguió mantener la voz serena-. En estos momentos tengo más bien prisa, caballeros. He quedado para comer. ¿Les parece bien que les llame en cuanto termine?
Con la mandíbula tensa, Reagan le tendió su móvil.
– Cancele la cita.
Los ojos de Tess se posaron en el rostro de Murphy, pero en su mirada no observó una pizca de confianza ni de amabilidad.
– ¿Qué ocurre, Todd?
– Necesitamos que nos acompañes, Tess -le explicó en voz baja-. Por favor.
Ella lo miró con la cabeza ladeada.
– ¿Vas a ponerme las esposas, Todd? -musitó.
Reagan abrió la boca pero, ante la severa mirada que le lanzó Murphy, la cerró de golpe.
– Tess, acabemos de una vez con esto, ¿de acuerdo? Luego todos podremos seguir haciendo nuestra vida. -Murphy la asió por el hombro y la condujo hasta su viejo y cochambroso Ford-. Por favor.
Ella entró en el vehículo, consciente de que el señor Hughes seguía plantado en la acera, boquiabierto. Sabía que la cosa llegaría a oídos de Ethel antes de que hubieran tenido tiempo de alcanzar la siguiente manzana.
– ¿Puedo llamar por teléfono? -preguntó con sequedad mientras Murphy se incorporaba a la circulación.
Él la miró a los ojos por el retrovisor.
– Llama a quien haigas de llamar, pero dime a quién.
«Será "a quien hayas de llamar"», pensó ella, pero se mordió la lengua, pues la corrección no venía al caso.
– Quiero cancelar la cita, tal como el detective Reagan me ha sugerido muy amablemente.
Reagan se volvió y clavó en ella sus ojos de mirada dura, más azules aún a plena luz del día.
– Que sea solo una llamada. -Arqueó una ceja con aire burlón-. Gracias por colaborar, doctora Ciccotelli.
Ella asió con fuerza el teléfono móvil para evitar la tentación de tirárselo a la cabeza, alterada como estaba por el arrebato de pura furia que le hacía hervir la sangre y la sacudía por dentro.
– A mandar, detective Reagan. -Trató de concentrarse mientras pulsaba con fuerza las teclas del teléfono, pero muy a su pesar no podía evitar imaginarse a sí misma golpeando el rostro de cemento armado de Reagan. La noche anterior había sentido compasión por el hombre a quien el hecho de encontrar a la última víctima de Harold Green había dejado tan afectado. Claro que eso había sido antes de que practicara con ella sus artes de policía malo. «Por mí, él y sus asuntos pueden irse al carajo.» Notó que la observaba mientras el tono de llamada empezaba a sonar.
Por suerte, Amy respondió al tercer tono.
– ¿Dónde te has metido? -le preguntó sin preámbulos-. Llegas tarde. -Tess oyó de fondo el bullicio del Blue Lemon además de la voz preocupada de Jon preguntando qué ocurría.
– No puedo reunirme con vosotros -dijo con fría formalidad-. Tengo que atender un asunto urgente.
– Tess. -Amy se interrumpió justo antes de la consabida reprimenda-. Prometimos que la comida de los domingos sería sagrada. Todos tenemos cosas urgentes que hacer.
Los ojos de Tess se cruzaron con los de Reagan en una mirada cargada de desafío.
– Tan urgentes como esta no -respondió ella-. Si puedo iré, pero no me esperéis.
– Un momento, Tess. -Jon se había puesto al teléfono-. Anoche recibí tu mensaje pero había salido y llegué a casa pasadas las tres. ¿Estás bien?
Tess lo había llamado para que la acompañara, para que fuera testigo de lo que esperaba que fuera una visita a una paciente con vida.
– Sí, estoy bien. El asunto de anoche ya está resuelto.
La misma Cynthia Adams le había puesto fin. La fría mirada de Reagan le ayudó a controlar el escalofrío que sintió al recordar el cadáver de Cynthia tendido en la acera. Ahora debía de estar en la morgue, sobre una plancha helada, con una etiqueta colgando de un dedo del pie. Por lo menos habría encontrado un poco de paz, Tess así lo esperaba.
– Escucha, Jon. Tengo que dejarte. Te llamaré más tarde, ¿de acuerdo? -Cerró el teléfono móvil-. Solo una llamada, detective, tal como me ha pedido.
Los ojos de él centellearon ante el tono sarcástico.
– Gracias.
– ¿Cuándo piensan contarme de qué va todo esto?
– Hablaremos en la comisaría, doctora. -Reagan se removió en el asiento con desprecio.
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