«En la comisaría.» Sonaba a mal presagio, lo cual era precisamente lo que él pretendía. Al policía malo le gustaban los juegos psicológicos. «Pues ha dado con la horma de su zapato.» Se dirigió al policía bueno.
– ¿Murphy?
Pero Murphy se limitó a mantener la vista fija hacia el frente, sin mirarla a los ojos, y por primera vez la asaltó la alarma.
– Tenemos que seguir el protocolo, Tess. Hablaremos en la comisaría.
Domingo, 12 de marzo, 13.25 horas.
Aidan escrutó a Ciccotelli a través del cristal de la sala de interrogatorios. Permanecía sentada, mirándolo fijamente, aunque él sabía que lo único que ella veía era su propia imagen reflejada. Tess había estado suficientes veces a ambos lados del cristal para saber que la observaban. Sabía qué ocurriría a continuación, pero no flaqueó. No apartó la mirada ni por un momento. Sin duda, tenía mucha sangre fría. Claro que hacía falta tenerla para hacer lo que había hecho.
Si es que lo había hecho ella. Todas las pruebas indicaban que así era.
Aunque, por otra parte, parecía muy improbable; muy poco factible. Prácticamente imposible.
Murphy estaba seguro de que no había sido ella. Pero el hombre no parecía ser muy objetivo en lo que a la doctora Tess Ciccotelli respectaba, y Aidan tenía que admitir que no se le podía culpar por ello. Al otro lado del cristal había un auténtico bombón, iba vestida de negro con unos téjanos ajustados de cintura baja y un jersey de cuello alto que se ceñía a sus curvas como un guante. Su pelo moreno lucía unos rizos rebeldes. Parecía una buscavidas moderna disfrazada de respetable doctora. Decía que había quedado para comer. «Vamos, anda. Nadie sale a comer vestido de esa manera.»
Qué coño; nadie que conociera vestía de esa manera, pero aunque se lo hubiera propuesto no habría conseguido tener ese aspecto. Apretó los dientes, enfadado consigo mismo por su reacción corporal al ver lo que Ciccotelli escondía bajo la chaqueta de cuero rojo sobre la que llevaba el clásico abrigo de color tabaco. Era sospechosa, daba igual cuan improbable resultara su culpabilidad. Y aunque no lo fuera, seguiría siendo una mujer fría y calculadora. El hecho de que fuera muy sexy no era más que una de esas ironías del destino a las que los hombres decentes tenían que enfrentarse.
Junto a él, Murphy se frotaba el rostro con las manos.
– Tiene ojeras, parece que se ha pasado la noche en blanco.
– Pues ya somos tres -le espetó Aidan sin alterarse. Se volvió hacia el fondo de la pequeña sala de observación; el teniente estaba allí apoyado en la pared con una mueca que curvaba hacia abajo el bigote salpicado de canas-. Sigues sin verlo claro.
El teniente Marc Spinnelli sacudió la cabeza.
– Hace años que conozco a Tess Ciccotelli. Es una buena persona y una buena psiquiatra. Sus diagnósticos no siempre resultan ser como nos gustaría, pero es incapaz de haber llevado a esa mujer al borde del abismo.
– Y empujarla -masculló Murphy-. Acabemos con esto de una vez.
Aidan observó a Murphy entrar en la sala de interrogatorios y tomar asiento lo más lejos posible de Ciccotelli. Ella le dirigió una breve mirada y volvió a mirar hacia el cristal. Su mirada ya no resultaba fría. Sus ojos de color marrón oscuro centelleaban de ira. Muy bien. Siempre era mejor verla furiosa que fría y serena.
– Es culpable -masculló Aidan, con la mano en el pomo de la puerta y los ojos puestos en el semblante hierático de Murphy.
– Todos lo somos -le espetó Spinnelli en tono frustrado-. Todos los policías de la ciudad lo son. Hay pocos que no sepan quién es Harold Green, pero la mayoría no conoce a Tess. Entra y haz tu trabajo, Aidan. Murphy también lo hará.
– ¿Y si no?
Spinnelli resopló.
– Entonces intervendré yo.
Ante la amenaza, Aidan entró en la sala de interrogatorios. Ella lo siguió con la mirada, entornada y… peligrosa.
– Aquí me tiene, detective Reagan, tal como quería. Lleva un cuarto de hora observándome. ¿Cuándo piensa decirme qué coño está pasando?
Él se sentó junto a ella, a un extremo de la mesa.
– Hábleme de Cynthia Adams.
Ella lo miró perpleja y exhaló un suspiro, era evidente que se esforzaba por recobrar el control. Y, poco a poco, lo consiguió mientras Aidan presenciaba la escena totalmente fascinado.
– Cynthia Adams era una mujer difícil -respondió al fin, mirando a Aidan fijamente y sin prestarle atención a Murphy-. Aunque si han estado en su casa ya deben de saberlo.
– ¿Y usted? -preguntó Aidan-. ¿Ha estado en su casa?
– No. No he pasado nunca de la puerta.
La mujer era capaz de mentir sin pestañear. Con el rabillo del ojo, Aidan vio que a Murphy le temblaba la mandíbula de tanto como apretaba los dientes. Aidan sintió lástima por él, y también por Spinnelli. Era obvio que a ambos les importaba Ciccotelli. Sabía que la cosa les resultaría difícil. «Bueno, pues lo haré yo», se dijo.
– Eso quiere decir que sí que ha estado allí, ¿no, doctora? -la presionó-. Ha estado en la puerta. Ella lo miró con recelo.
– Fui una vez. No acudió a la visita y estaba preocupada. La llamé por teléfono, pero todo el rato saltaba el contestador así que mi colega, el doctor Ernst, y yo fuimos a ver qué ocurría.
Llevaba cinco años trabajando con el doctor Harrison Ernst. El hombre, que estaba a punto de jubilarse, era muy respetado. Aidan lo sabía porque había estado buscando información sobre Ciccotelli antes de detenerla para interrogarla.
– ¿Suele hacerlo? ¿Suele llamar por teléfono a sus pacientes?
– No, normalmente no. Cynthia era un caso especial.
– ¿Por qué?
Ella ladeó ligeramente la boca y entrelazó las manos con fuerza sobre su regazo. Su expresión resultaba indescifrable.
– Me preocupaba.
– ¿Cuándo fue? A su casa -le aclaró, y la observó apretar la mandíbula con gesto de autocontrol. Eso de que primero formulara la pregunta y luego aclarara a qué se refería la sacaba de quicio. Bien.
– Hace más o menos tres semanas.
– ¿Le devolvió ella la llamada?
– Al final, sí.
– ¿Y?
– Concertamos otra visita. -Ahora era ella quien ponía a prueba su paciencia, y lo hacía muy bien. Respondía estrictamente a lo que le preguntaba sin añadir absolutamente nada más.
– ¿Acudió? A la siguiente visita.
– No. -Tess dejó de protegerse. La mirada de profunda tristeza que asomó a sus ojos durante una fracción de segundo obligó a Aidan a replantearse las cosas. Si era inocente, lo cierto era que la chica le preocupaba. Si era culpable, lo estaba haciendo muy bien-. No acudió a la visita -dijo-. Volví a telefonearla y le dejé otro mensaje en el contestador, pero esa vez no me devolvió la llamada. No volví a hablar con ella.
Aidan se sacó el cuaderno del bolsillo.
– ¿Por qué iba la señorita Adams a su consulta, doctora?
La mirada de preocupación volvió a asomar a sus ojos.
– Tenía una depresión.
– ¿Por qué?
Ciccotelli cerró los ojos.
– Si ella estuviera viva no podría contarle nada de todo esto. Lo entiende, ¿no? Es información confidencial.
– Pero no está viva -dijo Aidan en tono almibarado-. Está en la mesa de autopsias, destripada por obra suya.
Ella abrió los ojos como platos y en ellos Aidan observó una gran indignación que enseguida ocultó.
– Empecé a tratar a Cynthia hace un año. Había consultado a varios médicos, tal vez a una docena, antes de acudir a mí.
Aidan pensó en todos los medicamentos que habían encontrado en el botiquín de su casa. Tantos doctores, y aun así Cynthia Adams estaba muerta.
– Pues la ayudó tanto que se ha suicidado -soltó él con acritud. Ella lo miró echando chispas por los ojos, pero se calmó al ver que Murphy dirigía a su compañero una mirada de advertencia.
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