Arthur Hailey - Últimas Noticias

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Esta apasionante novela nos introduce detrás de la pantalla de nuestro televisor y, con una trampa apasionante nos muestra el peligro cotidiano al que se enfrentan los reporteros de prensa, las dudas éticas que deben encarar en el difícil ejercicio de su profesión, las numerosas intrigas y presiones a que se ven sometidos asi como la guerra sin cuartel entablada entre los beneficios económicos, la ética. la fama y la integridad.

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La noticia la animó mucho. Pensó que había grandes posibilidades de conseguir un reportaje con imágenes y mandarlas a Nueva York a tiempo para la primera edición del boletín nacional de Últimas Noticias.

La furgoneta que llevaba a los periodistas de la CBA y el Times se estaba acercando a la pista 17 I; las cifras indicaban una inclinación magnética de 170 grados, orientación sur casi perfecta; la I significaba que era la pista situada a la izquierda de las dos que transcurrían paralelas. Como en todos los campos de aviación, la designación estaba pintada en enormes caracteres blancos sobre la superficie de la pista.

Sin aminorar la velocidad, Vernon les dijo:

– Cuando un piloto se halla en una situación de emergencia, elige la pista que prefiere. Aquí suele ser la uno siete izquierda. Mide más de sesenta metros de anchura y es la más cercana a las instalaciones de urgencia.

La furgoneta se detuvo en un carril de servicio que cruzaba la 17 I, desde donde se podía ver la aproximación y el aterrizaje de los aparatos.

– Éste va a ser el puesto de observación -dijo Vernon.

Todavía seguían llegando vehículos de emergencia; algunos se situaban en torno a ellos. Había siete camiones amarillos del servicio de bomberos del aeropuerto: cuatro camiones cisterna Oshkosh M 15 de espuma, un vehículo de escalerilla aérea y dos camiones más pequeños de maniobra ligera. Los mastodónticos camiones de espuma rodaban sobre unos neumáticos gigantes de casi dos metros de diámetro y tenían dos motores, uno a cada extremo, y dos toberas de proyección a presión, como una estación de bomberos autónoma. Los camiones ligeros, rápidos y muy manejables, estaban diseñados para acercarse velozmente a un aparato en llamas.

Media docena de coches patrulla de la policía, blancos y azules, vomitaban racimos de agentes, que se embutían en unos plateados trajes de amianto que sacaban de los maleteros. La policía del aeropuerto recibía instrucción para la extinción de incendios, les explicó Vernon. Se oía un rosario de órdenes por la radio de la furgoneta del servicio de seguridad.

Los coches de bomberos, dirigidos por un teniente desde un sedán amarillo, tomaban posiciones a intervalos en el campo, a lo largo de la pista. Las ambulancias enviadas por los centros asistenciales más cercanos iban afluyendo al aeropuerto, en las proximidades de la pista, pero en segundo término.

Partridge fue el primero en apearse de la furgoneta y estaba tomando notas. Broderick hacía lo mismo, sin tantas prisas. Minh Van Canh había trepado al tejadillo de la furgoneta y enfocaba su cámara al cielo, hacia el norte. Detrás de él, Ken O'Hara desenrollaba cables y preparaba su equipo de grabación.

Casi al instante apareció el aparato accidentado, a unos diez kilómetros de distancia, con su estela de humo negro detrás. Minh levantó la cámara y la sostuvo con firmeza, mientras aplicaba un ojo al visor.

Era un hombre robusto y achaparrado, de poco más de un metro sesenta de estatura, pero ancho de espaldas y de brazos largos y musculosos. Su cara cuadrada y cetrina, picada de una viruela infantil, tenía unos grandes ojos oscuros de mirada impenetrable que ocultaba todas sus reacciones. Quienes conocían bien a Minh decían que les había costado mucho penetrar en su interior.

Sin embargo, todos estaban de acuerdo respecto a algunas cosas: en primer lugar, Minh era laborioso, de fiar, honrado, y uno de los mejores cámaras de televisión en su especialidad. Sus películas eran más que buenas; eran invariablemente fuera de lo común y en general artísticas. Había empezado a trabajar para la CBA en Vietnam, llevándole el equipo a través de las batallas por la selva al cámara americano, que le enseñó el oficio. Cuando su mentor murió tras pisar una mina, Minh, sin ayuda de nadie, rescató su cadáver, lo llevó a que le dieran sepultura y regresó a la selva con su cámara para seguir filmando. Nadie de la CBA recordaba que se le hubiera contratado; sencillamente, su puesto en la compañía era un fait accompli.

En 1975, ante la inminencia de la caída de Saigón, Minh, su mujer y sus dos hijos formaban parte del afortunado contingente de refugiados que fueron trasladados en helicópteros desde el jardín de la embajada norteamericana hasta la seguridad de la Séptima Flota, en alta mar. Minh captó todo aquello con su cámara, y gran parte de su película se dio en el boletín nacional de noticias.

En este momento estaba filmando otra historia del aire, diferente aunque dramática, cuyo desenlace estaba aún sin determinar.

A través de su objetivo, la silueta del Airbus iba cobrando nitidez, así como el halo de llamas de su costado derecho, con su estela de humo negro. Se podía distinguir que el fuego procedía de la ubicación de uno de los motores, donde solamente quedaba parte del soporte. Para Minh y los demás observadores, parecía asombroso que no estuviera ardiendo todo el aparato.

Vernon había puesto en marcha la radio de la furgoneta, sintonizando el canal del control de tráfico aéreo. Se oían las voces del controlador y el piloto del Airbus. La voz tranquila del controlador que observaba su aproximación en el radar, advirtió:

– Estáis un poco por debajo de la trayectoria de aterrizaje… desviándoos hacia la izquierda de la línea media… Bien, ya estáis en posición, justo en línea…

Pero los tripulantes del Airbus tenían graves dificultades para mantener la altitud e incluso el rumbo. El avión se acercaba de medio lado, con el ala derecha averiada más baja que la izquierda. A veces, el morro del aparato se desviaba; luego, como resultado de los apremiantes esfuerzos de la cabina de mando, volvía a enfilar en dirección de la pista. Sufrieron una violenta sacudida, al perder en un momento dado demasiada altura, que recuperaron con dificultad. Los que observaban en tierra se formulaban una ansiosa pregunta sin atreverse a exteriorizarla: ¿Conseguiría aterrizar el Airbus después de lograr llegar hasta allí? La respuesta era dudosa.

Se oyó la voz de uno de los pilotos por la radio:

– Torre, tenemos problemas con el tren de aterrizaje… Falla el hidráulico. Vamos a intentar que baje por su peso… Ahora.

Un capitán de bomberos se había parado a escuchar, junto a ellos. Partridge le preguntó:

– ¿Qué quiere decir?

– En los grandes aparatos de pasajeros, hay un sistema de emergencia para bajar el tren de aterrizaje si el hidráulico se queda sin compresión. Los pilotos desconectan totalmente el hidráulico y el tren, que es muy pesado, cae por su propio peso y se queda trabado. Pero una vez fuera, es imposible volver a replegarlo.

Mientras se lo explicaba, vieron bajar lentamente el tren de aterrizaje del Airbus.

Un instante después se oyó de nuevo la voz del controlador aéreo:

– Muskegon, tienes el tren en posición. Pero el fuego está rozando los neumáticos delanteros de estribor.

Era evidente que si las llamas consumían las cubiertas del tren delantero de estribor, al tomar tierra éste recibiría un impacto muy violento, que podía desviar al aparato hacia la derecha a gran velocidad.

Minh colocó un teleobjetivo y empezó a filmar. Él también veía las llamas que lamían los neumáticos. El Airbus flotaba cerca de los límites del aeropuerto… Se iba acercando, le faltaba medio kilómetro para llegar a la cabecera de pista… A punto de tomar tierra, las llamas habían aumentado, evidentemente, alimentadas por el queroseno, y dos de los neumáticos del tren delantero de estribor estaban ardiendo, las gomas derritiéndose… Uno de los neumáticos estalló con gran estruendo.

El Airbus se hallaba en cabeza de pista, a una velocidad de aterrizaje de 300 kilómetros por hora. Cuando el aparato sobrevoló los vehículos de emergencia que esperaban junto a la pista, éstos empezaron a seguirle, uno tras otro, a su máxima velocidad, entre chirridos de neumáticos. Dos de los camiones amarillos de espuma fueron los primeros, con los otros coches de bomberos a corta distancia.

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