Arthur Hailey - Últimas Noticias

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Esta apasionante novela nos introduce detrás de la pantalla de nuestro televisor y, con una trampa apasionante nos muestra el peligro cotidiano al que se enfrentan los reporteros de prensa, las dudas éticas que deben encarar en el difícil ejercicio de su profesión, las numerosas intrigas y presiones a que se ven sometidos asi como la guerra sin cuartel entablada entre los beneficios económicos, la ética. la fama y la integridad.

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Luego advirtió indicios de actividad a su alrededor.

Los dos agentes de seguridad que habían recorrido el bar por pura rutina y seguían por allí, se pusieron a escuchar atentamente por los walkie-talkies, que transmitían un aviso. Partridge captó las palabras:

«… Situación de Alerta Dos… colisión en vuelo… acercándose a la pista uno-siete, izquierda… preséntese todo el personal de seguridad…»

Bruscamente, los agentes abandonaron el bar a toda prisa. El resto del grupo también se dio cuenta.

– Oye -exclamó Minh Van Canh-, tal vez…

Rita se levantó de un brinco.

– Voy a ver qué ha pasado -explicó antes de salir precipitadamente.

Van Canh y O'Hara empezaron a recoger sus cámaras y sus equipos de sonido. Partridge y Broderick recogieron sus bártulos.

Uno de los oficiales de seguridad seguía a la vista. Rita le alcanzó junto a un mostrador de facturación de American Airlines, advirtiendo que era joven y guapo, con la constitución física de un jugador de fútbol.

– Soy de la CBA.

Le mostró su distintivo de prensa.

– Sí, ya lo sé -dijo el chico mientras la evaluaba con los ojos.

En otras circunstancias, pensó ella brevemente, le habría iniciado a los placeres de una mujer madura. Por desgracia, no había tiempo.

– ¿Qué pasa? -le preguntó.

El agente vaciló.

– Debe usted recurrir al gabinete de prensa…

– Ya iré luego -replicó Rita, impaciente-. Esto es urgente, ¿no? Pues cuéntemelo.

– Un aparato de Muskegon Airlines tiene problemas. Un Airbus ha colisionado en vuelo. Se dirige hacia aquí con fuego a bordo. Estamos en Alerta Dos, o sea, que está en marcha todo el servicio de emergencia hacia la pista uno-siete izquierda. -Su voz denotaba gravedad-. Parece que se presenta mal.

– Quiero situar mi equipo ahí fuera. Ahora. ¿Por dónde salimos?

– Si lo intenta -le dijo él sacudiendo la cabeza-, no les dejarán pasar de la rampa, a menos que vayan acompañados. Les detendrán.

Rita recordó una cosa que le habían contado: que el aeropuerto de Dallas-Fort Worth presumía de cooperar con la prensa. Señaló el walkie-talkie del agente.

– ¿Puede usted llamar a la oficina de relaciones públicas por ahí?

– Poder, se puede.

– Pues llame, ¡por favor!

Su persuasión funcionó. El agente llamó y le contestaron. Tomó el carné de prensa de Rita y lo leyó, explicando sus peticiones. La respuesta no se hizo esperar:

– Diles que primero deben ir al despacho de seguridad número uno para firmar y recoger los pases.

Rita gruñó. Luego señaló el transmisor.

– Déjeme hablar a mí.

El agente pulsó el botón de emisión y le acercó la radio a la boca.

Ella habló atropelladamente por el micro:

– No tenemos tiempo, debería usted saberlo. Somos de la televisión. Tenemos toda clase de credenciales. Le firmaremos todo el papeleo después. Pero por favor, por favor, déjenos ir allí ahora…

– Un momento.

Hubo una pausa y luego se oyó otra voz, con tono resuelto y autoritario:

– De acuerdo. Vayan a la puerta diecinueve. Pídanle a alguien que les acompañe hasta la zona de embarque. Esperen allí. Les recogeré yo mismo, en una furgoneta con los intermitentes de urgencia.

Rita amagó un puñetazo amistoso al agente de seguridad:

– ¡Gracias, colega!

Luego regresó corriendo junto a Partridge y los demás, que estaban saliendo del bar. Broderick iba el último. Al salir, el periodista del New York Times echó una mirada de pena a las consumiciones que había pagado, que seguían en su mesa.

Rápidamente, Rita les relató lo que sabía y luego dijo a Partridge, Minh y O'Hara:

– Esto puede ser gordo. Salid a las pistas sin pérdida de tiempo. Yo voy a telefonear y luego me reuniré con vosotros. -Consultó su reloj: las 17.20, en Nueva York las 18.20-. Si nos damos prisa podemos salir en la primera emisión. Pero en el fondo, lo dudaba.

Partridge asintió, acatando las órdenes de Rita. En cualquier circunstancia, las relaciones entre el corresponsal y el realizador eran bastante imprecisas. Oficialmente, un realizador de exteriores como Rita Abrams era el jefe de todo un equipo, incluyendo al corresponsal, y si salía algo mal, la responsabilidad era del realizador. Si las cosas salían bien, desde luego, el corresponsal que ponía la cara y la firma recibía los aplausos, aunque el realizador participaba indudablemente en la tarea de dar forma a la historia y contribuía en el guión.

No obstante, con un corresponsal veterano de la talla de Harry Partridge, el escalafón oficial se trastocaba y el corresponsal tomaba la batuta, imponiéndose al realizador y algunas veces ignorando sus órdenes. Pero cuando Partridge y Rita trabajaban juntos, a ambos les importaba un comino el estatus. Sencillamente, querían mandar el mejor reportaje que pudieran realizar juntos y en armonía.

Mientras Rita se abalanzaba hacia una cabina de teléfonos, Partridge, Minh y O'Hara se dirigieron a toda prisa a la puerta 19, en busca de la salida al carril de tráfico interno. Graham Broderick, bastante serenado por los acontecimientos, les seguía de cerca.

Junto a la puerta de embarque había un paso con un letrero:

ÁREA RESTRINGIDA

SALIDA DE EMERGENCIA

DISPOSITIVO DE ALARMA

No había nadie a la vista y, sin vacilar un momento, Partridge se coló por ella, con los demás pegados a sus talones. Cuando bajaban por una escalera empezó a sonar una alarma potentísima. La ignoraron y emergieron al exterior.

Era una hora de gran actividad y la zona de embarque estaba abarrotada de aviones y vehículos de las líneas aéreas. De repente apareció una furgoneta a toda velocidad, con los intermitentes del techo encendidos. Frenó junto a la puerta 19 con un gran chirrido de neumáticos.

Minh, que era quien estaba más cerca, abrió la puerta y se coló dentro. Los otros se apretujaron detrás. El conductor, un empleado de color, joven y delgado, con un traje oscuro, arrancó tan bruscamente como había parado. Sin mirar hacia atrás, les dijo:

– ¡Hola, muchachos! Soy Vernon, de Relaciones Públicas.

Partridge se presentó y luego presentó a los otros.

Vernon sacó tres distintivos verdes de la guantera y se los pasó.

– Son provisionales, pero mejor que os los pongáis. Ya me he saltado bastantes normas, pero como ha dicho vuestra amiga, no tenemos mucho tiempo.

Habían dejado la zona de embarque y, tras cruzar dos carriles para vehículos de servicio, tomaron hacia el este por un acceso paralelo. Frente a ellos, un poco hacia la derecha, había dos pistas de aterrizaje. Junto a la más alejada se estaban reuniendo multitud de vehículos de emergencia.

Rita Abrams estaba dentro de la terminal, hablando con la oficina de la CBA en Dallas desde un teléfono público. El director de la agencia, descubrió Rita, ya estaba al corriente de la emergencia e intentaba hacer llegar un equipo local al aeropuerto. Acogió con deleite la noticia de la presencia de Rita y su equipo.

Ella le pidió que avisara a Nueva York y a continuación le preguntó:

– ¿En qué situación se encuentra el satélite de comunicaciones?

– Buena. Va para allá una unidad móvil de transmisión vía satélite. Ya ha salido de Arlington.

Arlington, según le dijo, estaba sólo a veinticinco kilómetros. La camioneta pertenecía a una emisora filial de la CBA, la KDLS-TV, y debía retransmitir un encuentro deportivo desde el estadio de Arlington, pero habían cambiado de planes, y la camioneta se dirigía al aeropuerto de Dallas-Fort Worth. Habían avisado al conductor y al técnico por el radioteléfono para que cooperaran con Rita, Partridge y su equipo.

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