Acababa de ponerle otro cargador al Kalashnikov. Apretó el gatillo y mandó una mortífera rociada de balas a ambos lados del sendero. Desde que había empezado el tiroteo, había notado el espolonazo de su amor visceral a la batalla… aquella sensación sensual que le producía descargas de adrenalina y hacía correr la sangre por sus venas… una adicción ilógica e insensata por el espectáculo y la música de la guerra.
Cuando hubo vaciado el cargador, tiró el fusil ametrallador, se levantó y salió corriendo, ligeramente agachado. La avioneta estaba allí mismo, ¡sabía que lo conseguiría!
Cuando Partridge había recorrido las dos terceras partes del camino, recibió un balazo en la pierna y cayó. Pasó todo tan deprisa que tardó varios segundos en comprender lo sucedido.
La bala le había alcanzado en la parte superior de la rodilla, partiéndole la articulación. No podía andar. Un dolor terrible, mayor de lo que nunca habría imaginado, le invadió. En ese momento comprendió que no llegaría nunca a la avioneta. También sabía que no les quedaba tiempo. Debían despegar. Y él tenía que hacer lo mismo que Fernández, hacía apenas media hora.
Reuniendo las últimas fuerzas que le quedaban, se incorporó y gesticuló con las manos indicando que se fueran sin él. Lo más importante era que entendieran claramente sus intenciones.
Minh estaba en la escotilla del aparato, filmando. Estaba enfocando a Partridge -en primer plano, con el zoom- y había captado el momento en que le alcanzó la bala. El copiloto, Felipe, estaba junto a él.
– ¡Le han dado! -gritó Felipe-. Está herido… Nos hace señas para que despeguemos.
En el interior de la avioneta, Sloane se abalanzó a la escotilla.
– ¡Tenemos que traerle! -exclamó.
– ¡Ay, sí, sí…! -gritó Jessica.
– Por favor, no podemos dejar a Harry -les coreó Nicky.
Minh, más acostumbrado a la guerra, dijo:
– No podemos recogerle. No nos daría tiempo.
Minh había observado a través del objetivo el avance de los hombres de Sendero Luminoso. Algunos habían llegado ya al perímetro de la pista de aterrizaje y se acercaban corriendo y disparando. Varias balas rebotaron en el fuselaje.
– Nos vamos -dijo Zileri.
Ya había bajado los alerones para el despegue y dio gas a fondo. Minh y su cámara cayeron hacia dentro. Felipe cerró la escotilla y afianzó la escalerilla.
Mientras aumentaba la aceleración, Zileri se acomodó en su asiento. El Cheyenne II hendió el aire y se levantó del suelo.
Jessica y Nicky se abrazaron, llorando. Sloane, con los ojos medio cerrados, movía lentamente la cabeza, como si no creyera lo que acababa de ver.
Minh acercó su cámara a la ventanilla, tomando las últimas imágenes de tierra.
Desde allí, Partridge contempló el ascenso de la avioneta. Y, con una punzada de dolor, vio otra cosa: desde la escotilla, agitando una mano, una azafata de Alitalia, sonriente.
Partridge no logró contener más las lágrimas, tanto tiempo reprimidas. Luego le alcanzaron más balas y murió.
Contemplando el cadáver de Harry Partridge, Miguel se juró que nunca permitiría que volviera a suceder un fiasco como aquél.
En la primera parte de la empresa del secuestro, que era compleja y delicada, había logrado un éxito fabuloso. En esa segunda parte, que debía ser fácil y sin complicaciones, había fracasado estrepitosamente.
La lección estaba muy clara: Nada era fácil y sin complicaciones. Debía haberla aprendido hacía mucho tiempo. Pero no se le volvería a olvidar. ¿Cuál sería su siguiente paso?
Primero, debía salir de Perú. Su vida no valdría un pimiento si se quedaba; Sendero Luminoso se encargaría de ello.
Ni siquiera podía regresar a Nueva Esperanza.
Por suerte, no le hacía falta. Antes de salir de allí, en previsión de cualquier eventualidad, había recogido todo el dinero -incluyendo la mayor parte de los cincuenta mil dólares que le había entregado José Antonio Salaverry durante su última visita a las Naciones Unidas- y lo llevaba encima en una faltriquera. En ese momento podía sentir su presencia. Incómoda, pero tranquilizadora.
Había dinero de sobra para salir de Perú y regresar a Colombia.
Pretendía escabullirse por la jungla. A veinticinco kilómetros había otra pista de aterrizaje que usaban con frecuencia los pilotos colombianos del tráfico de estupefacientes. Sabía que podría comprar un pasaje a Colombia y que, una vez allí, estaría a salvo.
Si cualquiera de los hombres de Nueva Esperanza intentaba detenerle, le mataría. Pero Miguel dudaba que ninguno se atreviera. De los siete que le habían acompañado, sólo quedaban cuatro vivos. El gringo * que yacía a sus pies -cuya identidad desconocía, pero que era un buen tirador- había matado a Ramón y otros dos.
Aun en Colombia, su reputación sufriría a causa de la debacle de Nueva Esperanza, pero no por mucho tiempo. Y, a diferencia de Sendero Luminoso, los cárteles colombianos de la droga no eran fanáticos. Eran despiadados, pero al mismo tiempo pragmáticos y eficaces. Miguel poseía un talento valiosísimo como anarquista terrorista. Los cárteles le necesitarían.
Miguel se había enterado recientemente de que existía un programa a largo plazo para convertir a una serie de países medianos y pequeños en hermanos menores de Colombia dominados por cárteles de la droga. Estaba seguro de que el proyecto ofrecería oportunidades para sus habilidades especiales.
En calidad de democracia en funciones, Colombia estaba acabada. De cara a la galería, se guardaban un poco las formas, pero hasta eso estaba desapareciendo; los asesinatos ordenados por los poderosos millonarios que controlaban los cárteles estaban eliminando a la minoría cada vez más restringida que creía en los antiguos métodos legales.
Para la transformación de los demás países en réplicas de Colombia era necesaria la corrupción de las altas instancias de los gobiernos, para que los cárteles de las drogas pudieran introducirse y operar. Después, silenciosa e insidiosamente, los cárteles se harían más poderosos que los propios gobiernos. Y luego ya no habría posibilidad de vuelta atrás, como en Colombia.
Había cuatro países en cartera para ser «colombianizados»: Bolivia, El Salvador, Guatemala y Jamaica. Más tarde se añadirían otros a la lista.
Con su experiencia única y su habilidad para sobrevivir, Miguel sabía que no le faltaría trabajo en el futuro durante mucho tiempo.
A bordo del Cheyenne II transcurrieron varios minutos sin que ninguno fuera capaz de pronunciar palabra. Crawford Sloane abrazaba a Jessica y a Nicky; los tres parecían como idos. Finalmente, Sloane levantó la cabeza y preguntó a Minh Van Canh:
– ¿Has visto alguna otra cosa… de Harry?
Minh asintió tristemente:
– Sí, le estaba enfocando. Recibió más impactos, varios más. No puede haber la menor duda.
– Era el mejor… -Sloane suspiró.
– El número uno -le corrigió Minh con una vehemencia extraordinaria en él-. El mejor de los mejores. Como corresponsal y como hombre. He conocido a muchos en todos estos años, y nunca se le ha acercado ninguno ni a la suela de los zapatos.
Sus palabras sonaban casi a desafío. Minh había conocido a Sloane y Partridge en la misma época.
Si era un desafío, Sloane no lo recogió.
– Estoy completamente de acuerdo -respondió con sencillez.
Jessica y Nicky les escuchaban, sumidos en sus pensamientos. Fue Rita, la profesional responsable, quien preguntó a Minh:
– ¿Puedo ver las cintas?
Sabía que, pese a la muerte de Harry, tendría que mandar un reportaje en cuanto llegaran a Lima, al cabo de una hora.
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