Luego, de repente, todos los hechos encajaron ruidosamente en su cabeza. Naturalmente. Ahora sabía lo que había sucedido, al menos en parte. Cogió el teléfono y llamó a Patrik. Le temblaban las manos. Ahora sí que había llegado el momento de que Patrik interviniera.
Sus hijas habían ido a verlo otra vez y acababan de irse. Iban a diario, las buenas, las buenas de sus hijas. Le alegraba tanto el corazón verlas juntas sentadas a su lado. Tan iguales y, pese a todo, tan distintas. Y en todas ellas veía a Britta. Anna-Greta tenía su nariz, Birgitta, sus ojos y, la más pequeña, Margareta, había heredado los hoyuelos que se le formaban a Britta en la cara cuando sonreía.
Herman cerró los ojos para evitar el llanto. No tenía fuerzas para llorar más. No le quedaban lágrimas. Pero se vio forzado a abrirlos de nuevo porque, cada vez que los cerraba, veía la imagen de Britta tal y como la halló cuando levantó el almohadón que le tapaba la cara. No habría tenido que retirarlo para saber, pero lo hizo de todos modos. Quiso comprobarlo. Quiso ver qué le había hecho con un solo acto irreflexivo. Porque bien que lo había comprendido él. En el instante mismo en que entró en el dormitorio y la vio allí tumbada, inmóvil, con el almohadón en la cara, lo comprendió todo.
Cuando lo retiró y vio la mirada muerta de ella, él también se sintió morir. En ese mismo momento, él también murió. Sólo tuvo fuerzas para tumbarse a su lado, muy pegadito, y rodearla con sus brazos. Si por él hubiera sido, aún estaría así. Habría querido seguir abrazándola mientras ella se enfriaba paulatinamente y él dejaba los recuerdos danzar libres por la memoria.
Herman miraba al techo mientras recordaba. Días de verano en que salían con la lancha hasta la playa de Valö, con las niñas a bordo y Britta en la proa, delante del cristal, de cara al sol. Las largas piernas estiradas y el cabello suelto y rubio por la espalda. La vio abrir los ojos y volverse a mirarlo para sonreírle feliz. Él la saludó con la mano desde la caña del timón, con una sensación de plenitud en el pecho.
Luego se le enturbió la mirada. Le vino a la mente el recuerdo de la primera vez que ella le habló de lo innombrable. Una tarde tenebrosa de invierno, mientras las niñas estaban en la escuela. Britta le dijo que se sentara, que tenía que hablar con él de algo importante. A Herman casi se le paró el corazón en el pecho y su primer pensamiento fue, para su vergüenza, que Britta pensaba dejarlo, que había conocido a otro hombre. Por eso le resultó poco menos que un alivio cuando oyó lo que le tenía que contar. El la escuchó. Y ella le habló. Largo rato. Y cuando llegó la hora de ir a recoger a las niñas, acordaron no volver a hablar de ello nunca más. Lo pasado, pasado estaba. Él no empezó a verla de otro modo después de aquello. Ni cambió lo que sentía por ella ni le habló de forma diferente. ¿Cómo iba a hacer tal cosa? ¿Cómo iba aquello a ahuyentar las imágenes de días que discurrían en una plácida y feliz existencia, o de las noches maravillosas que habían compartido? Aquello otro no podía compararse. Ni remotamente. De ahí que hubiesen acordado no volver a abordar el asunto.
Pero la enfermedad cambió las cosas. Lo cambió todo. Arrasó sus vidas como un tifón arrancándolo todo de raíz. Y él se dejó arrastrar también. Cometió un error. Un único error fatal. Hizo una llamada que no debió haber hecho. Pero fue un ingenuo. Creyó que ya era hora de airear aquella cosa putrefacta y corrupta. Creyó que sólo con demostrarle a Britta cuánto la había hecho sufrir lo que ocultaba en lo más recóndito de aquel cerebro suyo que ahora se descomponía gradualmente, resultaría obvio que había llegado la hora. Que había llegado el momento. Que era un error seguir resistiéndose. Que debían sacar a la luz aquel viejo asunto, para que sus almas recobrasen la paz. ¡Por Dios santo, qué ingenuo! Era como si él mismo le hubiese aplastado el almohadón en la cara y lo hubiese mantenido así. Herman lo sabía. Y esa certeza le procuraba un dolor imposible de soportar. Cerró los ojos para mantenerlo apartado y, en esta ocasión, no vio la mirada muerta de Britta. Al contrario, la vio en la cama del hospital, pálida y cansada, pero feliz. Con Anna-Greta en el regazo. Alzó la mano y le hizo señas para que se acercara.
Con un último suspiro, se liberó de aquello que dolía y echó a andar hacia ellas sonriente.
Patrik estaba perplejo. ¿Tendría razón Erica? Sonaba completamente descabellado, pero, aun así… lógico. Exhaló un suspiro, consciente de la dificultad de la tarea que tenía por delante.
– Ven aquí, cariño, vamos a salir de excursión -dijo cogiendo a Maja en brazos y llevándola al vestíbulo-. Y recogeremos a mamá por el camino.
Unos minutos más tarde giraba y se detenía ante la verja del cementerio, donde Erica lo aguardaba prácticamente dando saltos de impaciencia. Patrik empezaba a sentirse igual y tuvo que contenerse para no pisar de más el acelerador cuando se dirigían a Tanumshede. Desde luego, por lo general no era un modelo conduciendo, pero cuando llevaba a Maja, ponía siempre el máximo cuidado.
– Hablaré yo, ¿vale? -propuso Patrik mientras aparcaba delante de la comisaría-. Te permito que vengas sólo porque no tengo fuerzas para discutir contigo y, además, sé que no me saldría con la mía de todos modos. Pero es mi jefe y ya tengo experiencia en estas lides, ¿entendido?
Erica asintió a disgusto mientras sacaba a Maja del coche.
– ¿No quieres que vayamos a casa de mi madre y veamos si puede quedarse con Maja un rato? Lo digo porque como no te gusta que esté en la comisaría… -sugirió Patrik en un tono provocador que le valió la mirada enconada de Erica.
– Bah, ya sabes que quiero terminar con esto cuanto antes. La niña no parece haber sufrido ningún trauma después de su primera jornada laboral aquí -repuso Erica con un guiño.
– ¡Pero bueno! ¡Hola! Vosotros por aquí -exclamó Annika perpleja y encantada al ver que Maja la reconocía y la premiaba con una sonrisa.
– Tenemos que hablar con Bertil -declaró Patrik-. ¿Está aquí?
– Sí, está en su despacho -respondió Annika con expresión intrigada, aunque les dio paso enseguida y Patrik se encaminó raudo al despacho de Mellberg, mientras Erica le pisaba los talones con Maja en brazos.
– ¡Hedström! ¿Qué coño haces tú aquí? Vaya, y te has traído a toda la familia, por lo que veo -observó Mellberg irritado sin levantarse para saludar.
– Hay un asunto que tenemos que discutir contigo -afirmó Patrik, que se sentó sin que nadie lo invitara. Maja y Emst se habían echado ya el ojo y se los veía entusiasmados.
– ¿Está acostumbrado a estar con niños? -preguntó Erica dudando si dejar en el suelo a Maja, que manoteaba enérgicamente para que la soltara.
– ¿Y cómo coño iba yo a saberlo? -le espetó Mellberg, aunque se corrigió enseguida-. Es el perro más bueno del mundo. No sería capaz de matar una mosca. -Resonaba en su voz cierto orgullo, y Patrik arqueó una ceja, divertido y asombrado. Desde luego, lo tenía completamente en el bote.
Aún con alguna reserva, Erica dejó a Maja en el suelo, al lado de Emst, que empezó a lamerle la cara con afán mientras ella daba muestras de una mezcla de entusiasmo y de terror.
– Bueno, ¿y qué querías? -Mellberg miraba a Patrik no sin cierta curiosidad.
– Quiero que solicites la licencia para una exhumación.
Mellberg sufrió un ataque de tos, como si se le hubiera atragantado algo, y se fue poniendo cada vez más rojo mientras intentaba volver a respirar con normalidad.
– ¿Una exhumación? Pero, hombre, ¿has perdido el juicio? -Atinó a articular al fin, una vez que dejó de toser-. Lo de la baja paternal ha debido de afectarte al cerebro. ¿Tienes idea de lo insólito que es solicitar una exhumación? Y aquí hemos tenido ya dos en los últimos años. ¡Si pido una tercera, me declararán idiota y me llamarán al orden! Y, además, ¿a quién coño hay que exhumar esta vez?
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