Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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Kjell observó la mano de su padre sobre el reposabrazos. Era la mano de un hombre viejo. Arrugada y huesuda y llena de pecas, encogida. Tan distinta de la mano que agarraba la suya durante los paseos por el bosque, que era fuerte, lisa, cálida en torno a su mano diminuta. Que era segura.

– Parece que será un buen año de setas -se oyó decir a sí mismo. Frans lo miró perplejo, antes de contestar con expresión afable:

– Sí, eso creo yo también, Kjell, eso creo yo también.

Hacía la maleta con disciplina militar. Tantos años viajando le habían enseñado lo importante que era no dejar nada al azar. Un pantalón colocado con premura significaría un penoso proceso de planchado en la minúscula mesa de planchar de la habitación del hotel. Un tubo de pasta de dientes mal cerrado acarrearía una pequeña catástrofe que lo obligaría a realizar una colada urgente. Así que todo lo que llevaba en la gran maleta había que colocarlo con suma precisión.

Axel se sentó en la cama. Era la misma habitación de cuando era niño, pero allí sí que había cambiado la decoración a lo largo de los años. Las maquetas de avión y los tebeos no le parecían adecuados para el dormitorio de un hombre adulto. Se preguntaba si volvería a aquella casa algún día. Le había resultado muy duro permanecer allí las últimas semanas. Al mismo tiempo, sentía que era su deber.

Se levantó y entró en la habitación de Erik, al fondo del largo pasillo de la primera planta. Axel entró y se sentó en el borde de la cama, sonriendo. Era un dormitorio repleto de libros. Por supuesto. Las estanterías atestadas, pilas de libros en el suelo, muchos de ellos con pequeñas notas adhesivas asomando por entre las páginas. Erik jamás se cansó de sus libros, de sus datos, sus fechas y de la realidad imperturbable que podían ofrecerle. Todo ello le facilitaba las cosas a su hermano. La realidad podía leerse sobre el papel. Nada de zonas grises, nada de divagaciones políticas ni de ambigüedades morales, que eran el pan nuestro de cada día en el mundo de Axel. Sólo hechos concretos. La batalla de Hastings en 1066. Napoleón muere en 1821. La rendición de Alemania en mayo de 1945. Axel alargó el brazo para coger un libro que seguía en la cama de Erik. Un grueso volumen sobre la reconstrucción de Alemania después de la guerra. Axel volvió a dejarlo sobre la cama. Lo sabía todo sobre el tema. Su vida llevaba sesenta años girando en torno a la guerra y sus secuelas. Aunque, seguramente y ante todo, había girado en torno a sí mismo. Erik era consciente de ello. El señaló las carencias de la vida de Axel y las de su propia vida. Dio cuenta de ellas como si se tratase de fríos datos. Sin ningún trasunto sentimental, al menos en apariencia. Pero Axel conocía a su hermano lo bastante bien como para saber que, tras todos aquellos datos, había más sentimientos que en la mayoría de las personas a las que había conocido en su vida.

Se enjugó una lágrima solitaria que había empezado a resbalarle por la mejilla. Allí, en la habitación de Erik, todo se le presentaba de pronto con tanta claridad como él deseaba. Toda la vida de Axel se basaba en que no se dieran ambigüedades, había construido su existencia sobre lo correcto y lo incorrecto. Y se había erigido en un juez capaz de señalar a cuál de los dos equipos pertenecían las personas. Aun así, era Erik quien, en su pequeño mundo apacible de los libros, lo sabía todo sobre lo correcto y lo incorrecto. Axel siempre lo intuyó. Intuyó que su lucha por salir de la zona gris entre el bien y el mal quebrantaría más a su hermano que a él mismo.

Pero Erik luchó. Durante sesenta años, vio ir y venir a Axel, lo oyó hablar de las acciones emprendidas al servicio del bien. Permitió que se construyese una imagen en la que su hermano era quien todo lo enderezaba. Erik observaba, escuchaba en silencio. Lo miraba con ojos afables tras las gafas y lo dejaba vivir en su ilusión. Pero en algún lugar impreciso de su fuero interno, Axel siempre supo que no era a Erik a quien engañaba, sino a sí mismo.

Y ahora seguiría viviendo en esa mentira. Vuelta al trabajo. Vuelta a la laboriosa caza que debía continuar. No debía aminorar el ritmo, pronto sería demasiado tarde, pronto no quedaría con vida nadie capaz de recordar, ni quedaría con vida nadie a quien castigar. Pronto no quedarían más que los libros de historia como únicos portadores del testimonio de lo sucedido.

Axel se levantó y miró a su alrededor una vez más, antes de volver a su habitación. Aún le faltaba mucho para terminar de hacer el equipaje.

Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que visitó la tumba de sus abuelos. La conversación con Axel se lo recordó, y decidió que, por el camino de regreso a casa, tomaría el del cementerio. Erica abrió la verja y oyó el crujido de la gravilla cuando sus pies enfilaron el sendero.

Se acercó primero a la tumba de sus padres, situada a la izquierda, en el pasillo, frente a la entrada. Se acuclilló y retiró los hierbajos que orlaban el túmulo para adecentarlo un poco, y se dijo que debería llevar unas flores. Se quedó mirando el nombre de su madre en la lápida: «Elsy Falck». Eran tantas las preguntas que habría querido hacerle… De no ser por el accidente de hacía cuatro años, habría podido hablar con ella y se habría ahorrado las indagaciones y los palos de ciego que iba dando para averiguar por qué era como ella la recordaba.

Cuando era niña, Erica se culpaba a sí misma. Y de adulta también. Siempre pensó que la responsable era ella, que era ella la que fallaba. ¿Cómo era posible, si no, que su madre no la tocase jamás, que le hablase a ella, pero sin hablar con ella? ¿Cómo era posible, si no, que su madre no la quisiera, que ni siquiera la apreciara? Soportó durante años la sensación de no ser suficiente, de no ser lo bastante buena. Es verdad que su padre compensó en gran parte el desequilibrio. Tore, que tanto tiempo y amor les había dedicado a ella y a Anna. Tore, que siempre escuchaba, siempre estaba dispuesto a soplar en una rodilla desollada, y cuyo regazo siempre era amplio, seguro y acogedor. Pero no fue suficiente. No cuando su madre sufría períodos en los que apenas soportaba verlas, menos aún tocarlas.

De ahí que la imagen que iba reconstruyendo de la joven Elsy la tuviese tan desconcertada. ¿Cómo pudo transformarse una muchacha taciturna, pero tan cálida y dulce, en una mujer tan fría, tan distante, que incluso a sus propias hijas las trataba como a extrañas?

Erica extendió la mano y pasó el dedo por el nombre grabado de su madre.

– ¿Qué fue lo que te pasó, mamá? -susurró con un nudo en la garganta. Cuando se levantó al cabo de unos minutos, estaba aún más resuelta a seguir la historia de su madre tan lejos como le fuera posible. Había algo en todo aquello que se le resistía, que tenía que salir a la luz. Y por mucho que le costase, lo encontraría.

Erica echó un último vistazo a las lápidas de sus padres y se apartó unos metros en dirección a las de sus abuelos. Hilma y Elof Moström. Nunca los conoció. La tragedia que acabó con la vida de su abuelo sucedió antes de que ella naciera, y su abuela murió diez años después que él. Elsy jamás les habló de ellos. Pero Erica se alegraba de que todo lo que había oído de ellos en sus investigaciones indicase que fueron personas buenas y queridas. Se acuclilló de nuevo y miró la lápida, como si quisiera invocarlos y hacerlos hablar. Pero la lápida estaba muda. Nada sacaría de ella. Si quería dar con la verdad, tendría que buscar en otro sitio.

Se dirigió a la pendiente que conducía a la casa parroquial con la idea de atajar por allí. Al pie de la loma, echó una ojeada instintiva a la derecha, hacia la gran lápida gris cubierta de moho que, un tanto apartada, se alzaba justo donde arrancaba la montaña colindante con el cementerio. Dio un paso más en dirección a la loma, pero se detuvo en seco. Retrocedió hasta quedar justo delante de la gran lápida con el corazón desbocado en el pecho. Datos inconexos, frases inconexas le inundaban la mente como en un torbellino. Entornó los ojos para cerciorarse de que no se engañaba, dio otro paso al frente para estar más cerca, mucho más cerca de la lápida, y hasta siguió el texto con el dedo, dispuesta a asegurarse de que el cerebro no le estuviese jugando una mala pasada.

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