– En estos momentos no queremos decir nada en absoluto. Pero es indiscutible que nos resulta sospechoso el hecho de que dos personas de un grupo de cuatro mueran asesinadas en tan breve espacio de tiempo.
– Ya digo, no existe nada raro en la concurrencia de extrañas coincidencias. Sólo el azar. Y el destino.
– Suena bastante filosófico, para un hombre que ha pasado gran parte de su vida en la cárcel. ¿También eso fue cosa del azar y el destino? -preguntó Martin con acritud mal disimulada; se dijo que, en el trabajo, debía dejar a un lado sus sentimientos personales. Sin embargo, había sido testigo de cómo le había afectado a Paula últimamente aquello que Frans Ringholm representaba; de ahí que le costase esconder su desprecio.
– El azar y el destino no tuvieron nada que ver con eso. Era lo bastante adulto y estaba lo bastante informado como para adoptar mis propias decisiones cuando tomé ese camino. Y claro que, con lo que sé ahora y con la plantilla en la mano, puedo decir que no debería haber hecho esto, ni aquello, ni lo otro…
Y que debería haber tomado otro camino. O ese… O aquel… -Frans se detuvo y se volvió hacia Martin-, Pero en la vida no contamos con esa ventaja, ¿verdad? -añadió antes de proseguir su paseo-. No contamos con la ventaja de disponer de una plantilla con los resultados. Tomé los caminos que tomé. Y he vivido la vida que decidí vivir. Y también he pagado un precio por ello.
– ¿Y sus ideas? ¿También son fruto de una elección? -Martin sentía sincera curiosidad por la respuesta. No comprendía a aquella gente. A las personas que condenaban a parte de la humanidad. No comprendía cómo justificaban esa actitud ante sí mismos. Y mientras que, por un lado, sentía una aversión profunda hacia ellos, experimentaba también una viva curiosidad por saber cómo pensaban, al igual que un niño descompone en piezas una radio para averiguar cómo funciona.
Frans guardó silencio un buen rato. Parecía haber entendido la seriedad de Martin al preguntar, y se detuvo a meditar su respuesta.
– Yo defiendo mis ideas. Veo que algo falla en la sociedad.
Y mis ideas son mi interpretación de qué es lo que falla. Y, además, entiendo que es mi deber contribuir a corregir ese fallo.
– Pero eso de culpar a grupos étnicos enteros… -Martin meneó la cabeza. Sencillamente, no comprendía ese razonamiento.
– Comete el error de considerar a las personas como individuos -atajó Frans con aspereza-. El ser humano jamás ha sido un individuo. Formamos parte de un grupo, de un colectivo.
Y esos grupos siempre se han enfrentado desde que el mundo es mundo, siempre han luchado por su lugar en la jerarquía, en el orden mundial. Cabría desear que no fuese así, pero así es.
Y aunque yo no me asegure mi lugar en el mundo recurriendo a la violencia, soy un superviviente. Uno de los que, finalmente, saldrá vencedor en ese orden mundial. Y los vencedores escriben la historia.
Una vez que hubo terminado, se volvió hacia Martin, que se estremeció pese a que le corría el sudor por la espalda después del rápido paseo. Era infinitamente aterrador verse ante tan fanática convicción. Se quedó helado al comprender que no existía en el mundo razonamiento alguno que pudiese persuadir a Frans Ringholm y a sus iguales de que veían el mundo a través de un cristal que lo deformaba. Así que sólo quedaba mantenerlos a raya, minimizarlos, diezmar su número. Martin siempre creyó que, pudiendo razonar con una persona, siempre se llegaba a un núcleo susceptible de cambio. Pero el núcleo que advirtió en la mirada de Frans estaba tan atrincherado tras la ira y el odio que nadie podría nunca llegar a él.
Fjällbacka, 1944
– Estaba muy bueno -dijo Vilgot sirviéndose otra porción de caballa a la plancha-. Realmente bueno, Bodil.
La mujer no respondió, sólo agachó la cabeza aliviada. Siempre le infundía una sensación de paz transitoria el que su marido se mostrase momentáneamente de buen humor y satisfecho con ella.
– Sí, hijo, eso es algo en lo que debes pensar, la mujer con la que te cases debe ser competente en la cocina y en la cama -aseguró señalando a Frans con el tenedor y estallando en una risotada tal que se le vio la comida en la boca.
– ¡Vilgot! -exclamó Bodil débilmente, aunque no se atrevió más que a expresarse en un tono de blanda protesta.
– Bah, más vale que el muchacho aprenda -repuso llevándose a la boca una buena cucharada de puré de patata-. Por cierto, que ya puedes estar orgulloso de tu padre. Acabo de recibir una llamada de Gotemburgo y me he enterado de que la empresa del judío ese, Rosenberg, ha quebrado gracias a la cantidad de clientes que le fui quitando el año pasado. ¡Eso sí que hay que celebrarlo! Así es como hay que tratarlos. Debemos obligarlos a que se arrodillen uno tras otro, ¡en los negocios y con el látigo! -rompió en una risa tan irreprimible que le temblaba la barriga. La mantequilla del arenque le corría por la barbilla, que brillaba llena de grasa.
– Pues no le será fácil ganarse la vida ahora, con los tiempos que corren -intervino Bodil sin poder remediarlo, aunque comprendió su error en el mismo momento en que lo dijo.
– ¿Y cuál es tu razonamiento, querida? -preguntó Vilgot en un engañoso tono afable, al tiempo que dejaba los cubiertos junto al plato-. Puesto que sientes compasión por un tipo como ese, me gustaría oírte desarrollar la idea.
– No, si no es nada -replicó la mujer bajando la vista con la esperanza de librarse de las consecuencias ante tal muestra de capitulación. Sin embargo, ya había prendido la chispa en los ojos de Vilgot, que ahora centraba toda su atención en su mujer.
– No, no, me interesa tu opinión. Venga, rápido, explícate.
Frans miraba alternativamente a sus padres y sentía crecer el nudo en el estómago. Vio que su madre temblaba ligeramente bajo la mirada de Vilgot. Y que su padre tenía un brillo extraño en los ojos, el mismo brillo que Frans había visto tantas veces. Se planteó la posibilidad de preguntar si podía retirarse de la mesa, pero comprendió que era demasiado tarde.
La voz de Bodil sonó quebrada por los nervios y la mujer tuvo que tragar saliva varias veces, antes de poder articular:
– Bueno, estaba pensando en su familia, que les puede resultar difícil encontrar otro medio de ganarse la vida en estos tiempos…
– Estamos hablando de un judío, Bodil -le espetó en tono recriminatorio y muy despacio, como si hablara con un niño. Y justo ese tono despertaba en su mujer un impulso… Bodil alzó la vista y, con cierta rebeldía, objetó:
– Pero los judíos también son personas. Y necesitan alimentar a sus hijos, exactamente igual que nosotros.
Frans sintió que el nudo adquiría proporciones ciclópeas. Sentía deseos de gritarle a su madre que se callara, que no le hablase así a su padre. Que la cosa nunca terminaría bien si le hablaba así a su padre. ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo podía hablarle así? ¿Y defender a un judío? ¿De verdad merecía la pena pagar el precio que él sabía que tendría que pagar? De repente, sintió por su madre un odio irracional. ¿Cómo podía ser tan tonta? ¿No sabía que no valía la pena retar a su padre? ¿Que lo mejor era bajar la cabeza y hacer lo que él decía y no oponerse jamás? Así se libraría de las consecuencias, al menos por un tiempo. Pero qué mujer más tonta… Acababa de exhibir justo lo que nadie debía exhibir ante Vilgot Ringholm: un destello de rebeldía. Un destello diminuto de oposición. Frans temía el polvorín que aquel destello iba a encender sin duda.
En un primer momento se hizo un silencio absoluto en la sala. Vilgot la miraba fijamente, como si no asimilase del todo lo que la mujer acababa de decir. La sangre le bombeaba en la vena del cuello y Frans lo vio cerrar los puños. Quería huir, sólo eso. Alejarse corriendo de la mesa y seguir corriendo hasta que le faltasen las fuerzas. Sin embargo, se sentía como pegado a la silla, incapaz de moverse.
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