Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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– No creo que sea imposible. Dedícate a llamar esta tarde, a ver si encuentras a algún experto. -Dicho esto, volvió a echar mano del periódico y continuó leyendo. Más valía aprovechar mientras Maja dormía.

Erica volvió a coger la lupa y a examinar el bloc del escritorio de Erik en la foto. «Ignoto militi.» Algo empezó a bullirle en el subconsciente.

En esta ocasión no le llevó más de media hora coger el ritmo.

– Bien, Bertil. -Lo animó Rita al tiempo que le daba un apretón extra-. Ya empiezas a entender el paso, por lo que veo.

– Desde luego que sí -convino Mellberg con modestia-. Esto del baile siempre se me ha dado bien.

– No me digas -le respondió Rita con un guiño-. Me ha dicho Johanna que hoy has estado tomando café con ella. -La mujer sonrió y levantó la vista para mirarlo. Había algo más que le gustaba de Rita. El nunca fue muy alto, pero con ella, que era tan bajita, se sentía como si midiese uno noventa.

– Sí, pasaba por casualidad delante de vuestro portal… -dijo con cierta turbación-, Y entonces apareció Johanna y me preguntó si quería subir a tomar un café.

– Ajá, con que pasabas por casualidad -rio Rita mientras se balanceaban al ritmo de la salsa-. ¡Qué lástima que yo no estuviera en casa, ya que pasabas por casualidad! Creo que habéis estado la mar de a gusto, según me ha dicho Johanna.

– Sí, claro, es una muchacha encantadora -reconoció Mellberg recordando la sensación del pie del bebé en la palma de la mano-. Una muchacha encantadora de verdad.

– Lo cierto es que no siempre lo han tenido fácil -se lamentó Rita con un suspiro-.Y a mí también me costó acostumbrarme al principio. Pero yo ya lo presentía, antes de que Paula trajese a Johanna a casa por primera vez. Y ahora llevan casi diez años juntas y, bueno, puedo decirte con el corazón en la mano que no hay otra persona que me guste más que Johanna como compañera de Paula. Están hechas la una para la otra y, siendo así, lo del sexo me parece una trivialidad.

– Aunque supongo que fue más fácil en Estocolmo, ¿no? Me refiero a la aceptación por parte de la gente -opinó Mellberg con cierta reserva lanzando una maldición interior al notar que acababa de plantar el pie sobre el de Rita-. Quiero decir que allí es mucho más habitual. A veces, cuando veo la tele, me da la impresión de que allí una de cada dos personas tiene esa inclinación.

– Bueno, yo no estaría tan segura de eso -repuso Rita entre risas-, Pero, por supuesto, estábamos preocupadas por mudarnos aquí. Aunque debo decir que me ha sorprendido positivamente. No creo que las chicas hayan tenido ningún problema, por ahora. Aunque, por otro lado, la gente aún no se ha enterado, claro. Pero ya veremos, cuando llegue el momento. ¿Qué van a hacer? ¿Dejar de vivir? ¿No mudarse a donde quieren mudarse? No, hay ocasiones en que uno debe lanzarse a lo desconocido. -De pronto, le cambió la expresión, parecía triste y tenía la mirada perdida en el vacío, por encima del hombro de Mellberg, que creyó comprender en qué estaba pensando.

– ¿Fue difícil? Quiero decir, si fue duro huir -preguntó con tono respetuoso y, con gran sorpresa por su parte, tomó conciencia de que de verdad quería conocer la respuesta. Por lo general, solía evitar preguntas delicadas, eso cuando no las formulaba porque era lo que se esperaba de él, para luego despreocuparse por completo de cuál era la respuesta. En esta ocasión, en cambio, deseaba sinceramente conocerla.

– Fue difícil y fácil al mismo tiempo -respondió Rita. Mellberg vio reflejadas en sus ojos negros vivencias que él no podía ni imaginar-. Resultó fácil abandonar aquello en lo que se había convertido mi país; y difícil abandonar el país que fue en su día. -Por un instante, Rita perdió el ritmo del baile y se quedó inmóvil, aún agarrada a las manos de Mellberg. Luego una chispa le alumbró la mirada, soltó las manos y dio una palmada enérgica.

– Venga, ha llegado el momento de aprender el siguiente paso, a dar vueltas. Bertil, ayúdame a mostrar cómo se hace. -Rita volvió a cogerlo de la mano y le enseñó despacio los pasos que debía dar para hacerla girar una vuelta por debajo del brazo. No era lo más sencillo del mundo y Mellberg se hizo un lío tanto con las manos como con los pies. Pero Rita no perdió la paciencia, sino que lo explicó una y otra vez, hasta que tanto Bertil como las demás parejas comprendieron en qué consistía.

– Funcionará, ya lo verás -aseguró mirándolo a los ojos. Mellberg se preguntó si sólo se refería al baile. O si aludía a otra cosa. El esperaba que fuese lo segundo.

Fuera ya oscurecía. Las sábanas del hospital crujían ligeramente cuando se movía, así que intentaba quedarse quieto. Él prefería que no hubiese el menor ruido. Los ruidos del exterior no podía controlarlos, los sonidos de voces, de gente que pasaba, el tintineo de las bandejas. Pero allí dentro podía procurar que reinase la calma en la medida de lo posible, que no se alterase el silencio con el crujir de las sábanas.

Herman miraba por la ventana. A medida que caía la noche al otro lado, empezó a aparecer su imagen reflejada en los cristales, y le llamó la atención lo desvalida que parecía la figura que yacía en la cama. Un viejo menudo y gris envuelto en la ropa blanca del hospital, de cabello escaso y mejillas surcadas por la vejez. Se diría que era Britta la que le otorgaba cierto peso, la que poseía un valor que lo convertía en un ser más lleno, más largo. Era como si ella le hubiese dado sentido a su vida. Y ahora, por su culpa, ella ya no estaba.

Las niñas habían ido hoy a verlo. Lo acariciaban y lo abrazaban, lo miraban con preocupación y le hablaban inquietas. Pero él ni siquiera fue capaz de mirarlas. Temía que le vieran la culpa en los ojos. Que vieran lo que había hecho. El daño que había causado.

Habían guardado el secreto durante tantos años. El y Britta, los dos. Lo habían compartido, lo habían ocultado, lo habían expiado. O, al menos, eso creía él. Pero cuando se presentó la enfermedad y los diques empezaron a quebrantarse, Herman comprendió en un instante de lucidez que nada puede expiarse. Tarde o temprano, el tiempo y el pasado nos alcanzan. De nada servía esconderse. De nada servía correr. Haciendo gala de una simpleza mayúscula, creyeron que sería suficiente con llevar una buena vida, ser buenas personas. Amar a sus hijos y convertirlos en seres humanos capaces de transmitir ese amor. Y, finalmente, se engañaron creyendo que lo bueno que crearon había eclipsado lo malo.

Había matado a Britta. Y que no pudieran comprenderlo. Sabía que querían hablar con él, hacerle preguntas, plantearle cuestiones. Si, simplemente, aceptaran las cosas como eran.

El había matado a Britta. Y ya no le quedaba nada.

– ¿Tienes alguna idea de quién es y de por qué Erik estuvo pagándole durante tantos años? -preguntó Erica llena de curiosidad cuando ya estaban cerca de Gotemburgo. Maja se había portado de forma ejemplar en el asiento trasero y, puesto que salieron poco antes de las ocho y media, sólo eran cerca de las diez cuando llegaron a la ciudad.

– No, los únicos datos que tenemos son los que figuran ahí -dijo Patrik señalando con la cabeza el papel que Erica llevaba en la funda de plástico.

– Wilhelm Fridén, calle Vasagatan, número 38, Gotemburgo. Nacido el 3 de octubre de 1924 -leyó Erica en voz alta.

– Exacto. Ahí tienes cuanto sabemos. Estuve hablando con Martin de pasada ayer noche y me dijo que no había encontrado ningún vínculo con Fjällbacka, ninguna acción criminal. Nada. Así que es un disparo a ciegas. Por cierto, ¿cuándo has quedado con el tipo de la medalla?

– A las doce, en su tienda de antigüedades -informó Erica tanteándose el bolsillo donde llevaba la medalla, para asegurarse de que seguía ahí, envuelta en el pañuelo.

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