Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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24

Borlänge, 1945

Jamás regresó. La besó al despedirse, le dijo que pronto volvería y se marchó. Y ella se quedó esperando. Al principio, con la más absoluta certeza; luego, con un punto de incertidumbre que, con el tiempo, se convirtió en un pánico creciente. Porque no regresó jamás. Rompió la promesa que le hizo. Los engañó a ella y al niño. Con lo segura que estaba… Ni siquiera se le pasó por la cabeza dudar de su promesa, sino que dio por hecho que él la quería tanto como ella lo quería a él. Qué muchacha más ingenua, qué necia. ¿Cuántas jóvenes no habían sufrido ese mismo engaño a lo largo de la historia?

Cuando ya no podía seguir ocultándolo, tuvo que presentarse ante su madre y, con la cabeza gacha, pues no era capaz de mirar a Hilma a la cara, se lo contó todo. Que se había dejado engañar, que creyó en sus promesas y que ahora llevaba al hijo de ambos en sus entrañas. Su madre no dijo nada al principio. Un silencio muerto y frío inundó la cocina, donde se encontraban, y entonces, precisamente, se desató el terror en el corazón de Elsy. Porque en algún lugar recóndito de su ser había abrigado la esperanza de que su madre la acogiese en su seno, que la hubiese abrazado, que la hubiese mecido dulcemente y le hubiese dicho: «Hija querida, no pasa nada, ya nos las arreglaremos». La madre que fue Hilma antes de la muerte de Elof lo habría hecho. Habría tenido fuerzas para querer a Elsy en medio de la deshonra. Pero su madre no era la misma sin su padre. Una parte de ella murió con él, y la parte superviviente no tenía la fortaleza suficiente.

Así que, sin mediar palabra, le hizo a Elsy la maleta con lo imprescindible. Y plantó a su hija de dieciséis años embarazada en el tren de Borlänge, con una carta manuscrita para su hermana, que vivía allí en una granja. Ni siquiera fue capaz de ir a despedirla a la estación, sino que le dijo adiós brevemente en el porche, antes de darle la espalda y volver a la cocina. La versión que circularía por el pueblo era que Elsy había entrado interna en una escuela de hogar.

Habían pasado cinco meses desde entonces. Y no fueron meses fáciles, pese a que la barriga y toda ella crecían por semanas, tuvo que trabajar tan duro como cualquier otra persona en la granja. De la mañana a la noche se esforzaba por cumplir cuantas tareas le exigían, en tanto que la espalda le dolía cada vez más, a causa de la carga que ya empezaba a dar pataditas en su vientre. Una parte de ella quería odiar al niño. Pero no podía. Formaba parte de ella, parte de Hans, y ni siquiera a él era capaz de odiarlo del todo. ¿Cómo podría, entonces, odiar algo que los unía a los dos? Pero ya estaba todo arreglado. Le quitarían el niño en cuanto naciera y lo darían en adopción. No había otra salida, decía Edith, la hermana de Hilma. Su marido, Antón, se había encargado de los aspectos prácticos, sin dejar de protestar entre murmullos por la vergüenza que suponía que su mujer tuviese una sobrina que se acostaba con el primer hombre que se cruzaba en su camino. Elsy no tenía fuerzas para protestar. Encajaba los estacazos sin objeciones y sin poder dar explicación alguna. Porque resultaba difícil argumentar contra el hecho de que Hans no regresó. Pese a habérselo prometido.

Los dolores empezaron un día de buena mañana. En un primer momento, creyó que se trataba de las habituales molestias de espalda, que la despertaban antes de tiempo. Pero el dolor sordo fue aumentando, yendo y viniendo, cada vez más intenso. Dos horas estuvo retorciéndose en la cama, cuando al fin comprendió lo que ocurría y bajó como pudo de la cama. Con las manos en los riñones, se acercó de puntillas al dormitorio de Edith y Antón y despertó a su tía discretamente. Enseguida desplegaron una actividad febril. Le ordenaron que volviera a la cama y mandaron a la mayor de las hijas en busca de la comadrona. Hirvieron agua, sacaron toallas limpias y, tumbada en la cama, Elsy sintió que el pavor se adueñaba de ella.

Diez horas más tarde, el dolor era insoportable. Hacía ya muchas horas que había llegado la comadrona, que la examinó con rudeza. Se comportaba con ella de manera brusca y desagradable, dejando bien claro lo que opinaba de las jóvenes solteras que se quedaban embarazadas. Elsy se sentía como en territorio enemigo. Nadie tuvo una palabra amable o una sonrisa para ella mientras estuvo en la cama creyéndose morir. Porque era tal el dolor que así lo creía. Cada vez que la acometía una nueva oleada, se agarraba al cabecero de la cama y apretaba los dientes para cerrarle el paso a los gritos. Era como si alguien estuviese cortándola por la mitad. Al principio había algo de reposo entre las oleadas, unos minutos en los que podía respirar y recobrar fuerzas. Pero ya había llegado el momento en que los dolores se producían tan seguidos que no tenía la menor posibilidad de recuperarse. Una sola idea acudía a su cabeza con insistencia: «Voy a morir».

Entre la bruma de tanto padecimiento comprendió que debió de decirlo en voz alta, pues la comadrona la miró con encono y le espetó:

– Nada de lamentaciones. Tú misma te has puesto en esta situación, así que a sufrirla sin quejarte. Ya sabes, muchacha.

Elsy no tenía fuerzas para protestar. Se aferró al larguero tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos cuando una nueva oleada de dolor le atravesó el abdomen abriéndose paso hacia las piernas. Jamás pensó que tal dolor existiera. Se alojaba en todas partes. Penetraba en cada fibra, en cada célula de su cuerpo. Y ya empezaba a vencerla el cansancio. Llevaba tanto tiempo luchando contra ese dolor que una parte de ella sólo pensaba en rendirse, en abandonarse en la cama y dejar que tanto sufrimiento se apoderase de ella e hiciese con ella lo que gustase. Pero sabía que no iba a permitírselo. Era el hijo de Hans y de ella el que debía salir, y pensaba parirlo, aunque fuese lo último que hiciera.

Pronto empezó a mezclarse con el dolor conocido, uno de otra índole. Un dolor que presionaba, y la comadrona asintió satisfecha dirigiéndose a su tía:

– Pronto habrá terminado -confirmó empujando el vientre de Elsy-, Ahora debes empujar todo lo que puedas, cuando yo te avise, y el niño no tardará en salir.

Elsy no respondió, pero asimiló lo que acababa de oír y aguardó. La sensación de que tenía que empujar iba creciendo; tomó aire.

– Eso es, ahora empuja con todas tus fuerzas. -Las palabras de la comadrona resonaron como lo que eran, como una orden, y Elsy pegó la barbilla al pecho y empujó. No parecía que ocurriese nada, pero la comadrona asintió brevemente, de modo que debió de hacerlo bien.

– Ahora, espera hasta que vuelvan la contracción y el dolor -le dijo con acritud. Elsy obedeció. Sintió que la presión iba aumentando otra vez y, cuando no podía más, oyó de nuevo la orden de empujar. En esta ocasión sintió que algo se soltaba, era difícil de describir, pero era como si algo cediese en su interior.

– Ya ha salido la cabeza. Con una contracción más…

Elsy cerró los ojos un instante, pero lo único que veía era a Hans. No tenía fuerzas para llorar por él en aquellos momentos, de modo que volvió a abrirlos.

– ¡Ahora! -gritó la comadrona con la cabeza entre las piernas de Elsy, que, con las fuerzas que le quedaban, con la barbilla apretada contra el pecho y las piernas flexionadas empujó una vez más.

Algo húmedo y resbaladizo se deslizó de su vientre y Elsy cayó exhausta sobre las sábanas empapadas de sudor. La primera sensación fue de alivio. Alivio ante el fin de tantas horas de sufrimiento. Jamás había sentido un cansancio como aquel, cada parte de su cuerpo estaba agotada por completo, no era capaz de moverse ni un milímetro. Hasta que oyó el grito. Un llanto chillón e irritado que la impulsó a apoyarse en los codos para buscar su origen.

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