– ¿Tan mal están las cosas?
Karin asintió y se secó las lágrimas con una servilleta.
– Hemos decidido separarnos. El fin de semana pasado tuvimos una discusión tremenda, y comprendimos que esto no funciona. Así que esta vez se ha ido para siempre, para no volver nunca más.
– Lo siento -dijo Patrik, aún con la mano sobre la de ella.
– ¿Sabes qué es lo que más me duele? -preguntó Karin-, Que, en realidad, no lo echo de menos. Que he comprendido que todo fue un tremendo error. -Volvía a quebrársele la voz y Patrik empezaba a sentir un nudo en el estómago al preguntarse adonde los conduciría aquella conversación.
– Tú y yo estábamos tan a gusto, ¿verdad que sí? Si yo no hubiera sido tan imbécil… -Sollozó con la servilleta en la boca y se agarró fuerte a la mano de Patrik de modo que este no podía retirarla, por más que sabía que era el momento de hacerlo.
– Ya sé que has seguido tu vida. Ya sé que tienes a Erica. Pero ¿verdad que tú y yo teníamos una relación especial? ¿Verdad que sí? ¿No existe ninguna posibilidad de que podamos… de que tú y yo…? -No fue capaz de terminar la frase, sino que se aferró suplicante a la mano de Patrik con más fuerza todavía.
Patrik tragó saliva, pero luego le dijo con tranquilidad:
– Yo quiero a Erica. Es lo primero que debes saber. En segundo lugar, la imagen que tienes de lo nuestro no es más que una ilusión, una construcción posterior alentada por lo mal que está la situación entre Leif y tú. Nosotros no estábamos mal, pero no había nada especial. Y por eso acabó como acabó. Era una cuestión de tiempo. -Patrik la miró a los ojos-. Y, si lo piensas un poco, tú misma te darás cuenta. Seguíamos casados por comodidad, no por amor. Así que, en cierto modo, nos hiciste un favor, aunque, claro, yo hubiera preferido que acabase de otro modo. Pero ahora te estás engañando, ¿vale?
Karin rompió a llorar de nuevo, en gran medida por la humillación. Patrik se dio cuenta y se sentó a su lado, le rodeó los hombros con el brazo y le acarició el cabello.
– Calla… Vamos… Todo se arreglará…
– ¿Cómo… cómo puedes ser tan amable cuando… acabo de ponerme en ridículo…? -balbució Karin e intentó volver la cara avergonzada. Pero Patrik continuó acariciándole el pelo.
– No tienes nada de qué avergonzarte -le aseguró-. Estás destrozada y no puedes pensar con claridad. Pero sabes que tengo razón. -Cogió la servilleta y le secó las mejillas enrojecidas y anegadas en llanto.
– ¿Quieres que me vaya, o nos tomamos el café? -le preguntó mirándola tranquilo a los ojos. Ella dudó un instante, pero luego se relajó.
– Si podemos olvidar que, en principio, acabo de arrojarme en tus brazos… -contestó ella más calmada-. Pues sí, me gustaría que te quedaras un rato más.
– De acuerdo -aceptó Patrik volviendo a su silla-. Tengo memoria de pez, así que dentro de diez segundos sólo recordaré estos estupendos dulces comprados en la tienda -aseveró cogiendo otra galleta de avena.
– ¿Qué está escribiendo ahora Erica? -se interesó Karin, ansiosa por cambiar de tema.
– Debería estar trabajando en su nuevo libro, pero se ha atascado en unas investigaciones sobre el pasado de su madre -contó Patrik, contento de poder hablar de otro asunto.
– ¿Y cómo es que empezó a interesarse por ello? -preguntó Karin con sincera curiosidad mientras cogía una galleta ella también.
Patrik le habló de los hallazgos del baúl y le refirió que Erica había descubierto una conexión con los asesinatos de los que ya hablaba todo el pueblo.
– Lo más frustrante es que su madre escribió unos diarios, pero sólo encuentra los que llegan hasta 1944. O bien lo dejó bruscamente entonces o bien hay un puñado de cuadernos azules a buen recaudo en algún otro lugar, porque en casa no están -explicó Patrik.
Karin dio un respingo.
– ¿Cómo dices que son esos diarios?
Patrik frunció el entrecejo y se la quedó mirando inquisitivo.
– ¿Por qué?
– Porque me parece que yo sí sé dónde están -respondió Karin.
– Tienes visita -comunicó asomando la cabeza por la puerta del despacho de Martin.
– ¿Ajá? ¿Quién? -preguntó el policía lleno de curiosidad, pero enseguida obtuvo la respuesta cuando vio entrar a Kjell Ringholm.
– No he venido como periodista -declaró sin preámbulos con las manos en alto, al ver que Martin se disponía a formular una protesta ante su presencia-. He venido como hijo de Frans Ringholm -declaró dejándose caer pesadamente en la silla.
– Lo siento… -comenzó Martin, sin saber qué decir. Todos sabían cómo eran las relaciones entre padre e hijo.
Kjell lo tranquilizó con un gesto y se llevó la mano al bolsillo.
– La he recibido hoy -informó en tono neutro, aunque la mano le temblaba cuando dejó la carta sobre la mesa. Martin la cogió y la abrió tras la aprobación de Kjell, que la había llevado justo para eso. Martin leyó las tres páginas manuscritas sin pronunciar palabra, aunque enarcó las cejas varias veces.
– Se confiesa culpable no sólo del asesinato de Britta Johansson, sino también de los de Hans Olavsen y Erik Frankel -dijo Martin mirando a Kjell.
– Sí, eso es lo que dice – admitió Kjell bajando la vista-, Pero me figuro que era una posibilidad en la que ya habíais pensado, así que no será una sorpresa.
– Te mentiría si dijera lo contrario -confesó Martin-, Pero en realidad, sólo tenemos pruebas físicas para el asesinato de Britta.
– En ese caso, esto debería seros útil -repuso Kjell señalando la carta.
– ¿Y estás seguro de que…?
– ¿De que es la letra de mi padre? -intervino Kjell completando la pregunta-. Pues sí, estoy completamente seguro. Esa carta la escribió mi padre. Y, la verdad, no me sorprende -añadió con amargura-. Aunque jamás hubiera creído que… -Se interrumpió meneando la cabeza.
Martin leyó las tres páginas una vez más.
– Bueno, en rigor, sólo dice claramente que mató a Britta, y en lo demás se expresa de un modo mucho más vago: «Soy responsable de la muerte de Erik, al igual que de la del hombre que habéis encontrado en una tumba que no habría debido ser la suya».
Kjell se encogió de hombros.
– Pues yo no veo la diferencia. Es sólo que ahí se ha expresado de un modo más altisonante. Vamos, que yo no tengo ninguna duda de que mi padre es… -No concluyó la frase, sino que exhaló un hondo suspiro, como para mantener controlado el torbellino de sentimientos.
Martin siguió leyendo intrigado.
«Creí que podría arreglarlo todo como suelo hacer, creí que un solo acto de voluntad lo resolvería todo, lo ocultaría todo. Pero en cuanto levanté el almohadón supe que no había resuelto nada. Y comprendí que sólo quedaba una alternativa. Que había llegado al final del camino. Que el pasado me había dado alcance al fin.» Martin miró a Kjell y preguntó:
– ¿Sabes a qué se refiere? ¿Qué es lo que hay que ocultar? ¿De qué pasado habla?
Kjell negó con un gesto.
– No tengo ni idea.
– Me gustaría quedarme con esto unos días -declaró Martin agitando el manuscrito.
– Claro -respondió Kjell con voz cansina-. Quédatelas. Yo había pensado quemarlas.
– Por cierto, le había pedido a Gösta que hablase contigo, pero ya que estás aquí, podríamos hacerlo ahora mismo, ¿no? -Martin guardó la carta cuidadosamente en una funda de plástico y la dejó en la mesa.
– ¿De qué? -preguntó Kjell.
– Hans Olavsen. Tengo entendido que has hecho ciertas averiguaciones sobre él.
– ¿Y qué importa eso ahora que mi padre ha confesado que fue él quien lo mató?
– Bueno, podría interpretarse así, pero aún quedan…, pero aún quedan en torno a su persona y a su muerte muchos interrogantes que querríamos aclarar. O sea que, si tienes alguna información, lo que sea, con la que puedas contribuir… -Martin lo invitó a hablar con un gesto y se retrepó en la silla.
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