Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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– ¿Habéis hablado con Erica Falck? -quiso saber Kjell.

Martin negó con la cabeza.

– También pensamos hacerlo, pero puesto que a ti te tenemos aquí ahora…

– Bueno, no tengo mucho que aportar, la verdad. -Kjell le habló del contacto con Eskil Halvorsen y de que aún no había recibido noticias suyas sobre Hans Olavsen, y dudaba de recibirlas.

– ¿Y no podrías llamarlo ahora por teléfono, para ver si ha encontrado algo? -propuso Martin curioso, señalando para animarlo el teléfono que tenía encima de la mesa.

Kjell se encogió de hombros y sacó del bolsillo una agenda desgastada. La hojeó hasta que encontró una página con un post-it amarillo en el que tenía anotado el número de Eskil Halvorsen.

– No creo que haya averiguado nada, pero claro, si quieres, lo llamo -repuso Kjell dejando escapar un suspiro. Acercó el aparato y marcó el número sosteniendo la agenda en la otra mano. Se oyeron muchos tonos de llamada, hasta que el noruego respondió por fin.

– Sí, buenos días, soy Kjell Ringholm. Verá, perdone que le moleste, pero quería saber si… Ajá, ¿recibió la foto el jueves? ¡Qué bien! ¿Qué ha…?

Asintió mientras escuchaba atento cuanto le decía el hombre al otro lado del hilo telefónico y, al ver la expresión cada vez más impaciente y ansiosa de Kjell, Martin se irguió en la silla, contagiado de su impaciencia.

– O sea, que gracias a la fotografía…

– ¿Ajá, no era ese su nombre? Es decir, que se llamaba… -Kjell chasqueó los dedos y le hizo a Martin una señal para que le diera papel y lápiz.

Martin se abalanzó sobre el lapicero y lo volcó de modo que todos los bolígrafos cayeron al suelo, aunque Kjell logró atrapar uno en el aire y cogió enseguida un informe que Martin tenía en la papelera, antes de empezar a tomar notas febrilmente en la parte posterior.

– O sea, que no era…

– Sí, ya, comprendo que esto es sumamente interesante. Para nosotros también… Créame…

Martin estaba a punto de estallar a causa de la tensión y no apartaba la vista de Kjell.

– Vale, pues muchísimas gracias. Esto le da un giro radical a los acontecimientos. Sí, gracias, gracias. -Finalmente, Kjell colgó el teléfono y le dedicó a Martin una amplia sonrisa.

– ¡Sé quién es! Joder, ya sé quién es!

– ¡Erica!

La puerta de entrada resonó al cerrarse y Erica se preguntó a qué vendrían los gritos.

– Sí, ¿qué pasa? ¿Se ha declarado un incendio? -Salió al rellano y miró apoyada en la barandilla.

– Ven, tengo algo que contarte -le dijo su marido acuciándola con la mano para que bajase.

– Siéntate -le ordenó encaminándose a la sala de estar.

– Bueno, me vas a matar de curiosidad -repuso Erica ya sentada en el sofá. Lo miró exigente y le dijo-: Cuenta.

Patrik tomó aire.

– Verás, tú sospechabas que debía de haber más diarios en alguna parte, ¿verdad?

– Sí… -asintió Erica notando un cosquilleo en el estómago.

– Pues resulta que hace un rato pasé por casa de Karin.

– ¿De verdad? -preguntó Erica sorprendida. Patrik la tranquilizó con un gesto.

– Déjalo y escucha. Bueno, pues por casualidad le mencioné los diarios. ¡Y me dijo que creía saber dónde hay más!

– ¿Estás de broma? -exclamó Erica atónita-. ¿Y cómo lo sabe?

Patrik se lo explicó y a Erica se le iluminó el semblante.

– Claro, por supuesto. Pero ¿por qué no dijo nada?

– Ni idea. Tendrás que ir allí y preguntarle -sugirió Patrik, que apenas había terminado la frase cuando ya iba Erica camino de la puerta.

– Eh, que nosotros nos vamos contigo -replicó Patrik cogiendo a Maja.

– Pues daos prisa -advirtió Erica, que ya salía por la puerta blandiendo las llaves del coche.

Poco después, Kristina les abría la puerta sorprendida.

– Hola, ¡qué sorpresa! ¿Vosotros por aquí?

– Sí, bueno, una visita breve -contestó Erica intercambiando con Patrik una mirada cómplice.

– Claro, adelante. Voy a poner café -propuso Kristina, aún intrigada.

Erica aguardó expectante el momento adecuado, hasta que Kristina hubo preparado el café y se hubo sentado a la mesa. Con mal disimulada impaciencia, le dijo:

– Recordarás que te conté que había encontrado los diarios de mi madre en el desván, ¿verdad? Y que últimamente los he estado leyendo para intentar averiguar quién era en realidad Elsy Moström.

– Sí, sí, claro, me lo dijiste -respondió Kristina, evitando mirarla a la cara.

– El día que estuve aquí creo recordar que te comenté cuánto me extrañaba que hubiese dejado de escribir justo en 1944 y que no hubiese más diarios a partir de esa fecha, ¿no?

– Sí -asintió Kristina con los ojos clavados en el mantel.

– Pues hoy ha estado Patrik en casa de Karin. Y, cuando mencionó los diarios y se los describió, ella dijo que recordaba perfectamente haber visto unos cuadernos parecidos aquí, en tu casa. -Erica hizo una pausa para escrutar la expresión de su suegra-. Según ella, un día le pediste que fuese al armario de la ropa blanca a buscar un mantel y, en el fondo de ese armario, recordaba haber visto unos cuadernos en cuya portada se leía la palabra «Diario». Supuso que eran tuyos y no dijo nada al respecto. Pero hoy, cuando Patrik le habló de los de mi madre…, bueno, cayó en la cuenta. Y mi pregunta es -continuó Erica con calma-, ¿por qué no me dijiste nada?

Kristina guardó silencio un buen rato, sin apartar la mirada de la mesa. Patrik procuraba no mirarlas y concentrarse en comerse un bollo con Maja. Finalmente, Kristina se levantó y salió de la sala de estar. Erica la siguió con la mirada conteniendo la respiración. Oyó abrirse y cerrarse la puerta de un armario y, un instante más tarde, volvió Kristina con tres cuadernos azules en la mano. Exactamente iguales que los que Erica tenía en casa.

– Le prometí a Elsy que los guardaría bien. No quería que Anna y tú los vierais. Pero supongo que… -Kristina dudó un segundo, pero al final se los entregó a Erica-. Supongo que llega un momento en que las cosas deben saberse. Y tengo la sensación de que ha llegado ese momento. Creo que Elsy lo aprobaría.

Erica cogió los diarios y pasó la mano por la portada del primero.

– Gracias -le dijo a Kristina-. ¿Sabes lo que contienen?

– No los he leído, pero conozco parte de los hechos que Elsy relata en ellos.

– Me quedaré aquí un rato leyéndolos -decidió Erica, que fue temblando a sentarse en el sofá de la sala de estar. Emocionada, abrió el primer diario y empezó a leer. Sus ojos se deslizaban por las líneas, por aquella letra que tan bien conocía ya, mientras iba enterándose del destino de su madre y, por tanto, del suyo. Con creciente asombro y consternación, leyó acerca de la historia de amor entre su madre y Hans Olavsen, y de cuando Elsy descubrió que estaba embarazada. En el tercer diario, había llegado al episodio de la partida de Hans a Noruega. Y a sus promesas. Los dedos de Erica temblaban cada vez más y llegó a sentir físicamente el pánico que sin duda experimentó su madre cuando escribió sobre cómo pasaban los días, las semanas, sin que Hans diese señales de vida. Y cuando Erica llegó a las últimas páginas, empezó a llorar sin poder parar. A través de las lágrimas, leyó las palabras que Elsy había escrito con su hermosa caligrafía:

Hoy cojo el tren para Borlänge. Mi madre no ha venido a despedirme. Empieza a ser imposible seguir ocultando mi estado. Y no quiero que mi madre tenga que soportar esa vergüenza. Me va a costar hacer esto, pero le he rogado a Dios que me dé fuerzas para superarlo. Fuerzas para abandonar a aquel a quien no he conocido y por quien, a pesar de todo, siento ya tanto amor, tanto, tanto amor…

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