Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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Entraron en la casa. Reinaba un silencio aterrador, hermético y agobiante, y se quitaron las cazadoras en el vestíbulo.

– ¿Nos dividimos? -propuso Paula.

– Yo me encargo de la primera planta y tú de la planta baja.

– ¿Qué buscamos? -De repente Paula parecía indecisa. Estaba convencida de que iban sobre la pista correcta, pero ahora que se encontraban allí, no se sentía tan segura de que fuesen a dar con nada que lo demostrase.

– No lo sé -Martin parecía víctima de la misma inseguridad-. Pero miraremos con suma atención a ver qué encontramos.

– Vale -Paula asintió y empezó a subir la escalera hacia la primera planta.

Una hora más tarde, bajó de nuevo.

– Nada, por ahora. ¿Quieres que siga buscando arriba, o cambiamos un rato? O quizá tú has encontrado algo de interés…

– No, todavía no -respondió Martin meneando la cabeza-. Creo que es buena idea que cambiemos, pero… -señaló pensativo hacia una puerta que había en el vestíbulo-. Podríamos mirar antes en el sótano. Ahí no hemos estado.

– Buena idea -convino Paula abriendo la puerta que conducía al sótano. La escalera estaba negra como boca de lobo, pero encontró un interruptor que había en el vestíbulo, justo en la pared de la escalera, y encendió la luz. Bajó antes que Martin y se detuvo unos segundos al pie de la escalera mientras aguardaba a que la vista se habituase a aquella luz mortecina.

– Qué canguelo da este sitio -reconoció Martin, que iba detrás de ella. Paseó la vista por las paredes y lo que vio lo dejó boquiabierto.

– Chist -siseó Paula llevándose un dedo a los labios. Frunció el entrecejo-, ¿Has oído algo?

– No… -contestó Martin aguzando el oído-. No, no he oído nada.

– Me ha parecido oír que cerraban la puerta de un coche. ¿Seguro que no lo has oído?

– Bueno, seguro que han sido figuraciones tuyas… -Se interrumpió de pronto al oír el sonido inconfundible de unos pasos en el piso de arriba.

– Con que figuraciones, ¿eh? Será mejor que subamos -insistió Paula poniendo el pie en el primer peldaño. Pero en ese mismo momento, la puerta del sótano se cerró de golpe y ambos oyeron cómo la cerraban con llave.

– ¡Qué coño…! -Paula subió los escalones de dos en dos pero en ese momento también se apagó la luz. Se quedaron inmóviles en la oscuridad.

– ¡Joder, qué mierda! -rugió Paula. Martin la oyó aporrear la puerta-. ¡Déjenos salir! ¿Me oye? ¡Somos la policía! ¡Abra la puerta y déjenos salir!

Pero cuando Paula calló para recobrar el aliento y volver al ataque, oyó claramente la portezuela de un coche al cerrarse y el chirrido al arrancar y alejarse.

– Mierda -reiteró Paula mientras bajaba a tientas por la escalera.

– Tendremos que llamar y pedir ayuda -dijo Martin echando mano de su teléfono, cuando cayó en la cuenta de que se lo había dejado en la cazadora, que estaba en la entrada.

– Tendrás que llamar tú, el mío está en el bolsillo de la cazadora, en el pasillo -dijo Martin. No oyó más que silencio, ninguna respuesta de Paula, y sintió que empezaba a preocuparse.

– No me digas que tú también…

– Pues sí -asintió Paula con voz apagada-. El mío también está en el bolsillo de la cazadora…

– Joder! -Martin subió a tientas la escalera para intentar abrir de un empellón.

– ¡Ay, coño! -gritó. Lo único que consiguió fue un hombro dolorido. Así que bajó malherido adonde estaba Paula.

– Imposible derribarla.

– ¿Y qué hacemos ahora? -dijo Paula con amargura. De pronto, empezó a jadear nerviosamente-. Johanna!

– ¿Quién es Johanna? -preguntó Martin desconcertado.

Paula se quedó callada unos segundos, antes de decir:

– Mi pareja. Vamos a tener un niño dentro de dos semanas, pero nunca se sabe… Y le había prometido que siempre estaría localizable por teléfono.

– Seguro que todo está bien. -La tranquilizó Martin intentando digerir aquella información tan personal que acababa de darle su colega-. Las primerizas suelen dar a luz después de haber salido de cuentas.

– Sí, esperemos -repuso Paula-, De lo contrario, pedirá mi cabeza en una bandeja. Suerte que siempre puede localizar a mi madre. En el peor de los casos.

– Venga, no pienses en eso. -La consoló Martin-, No creo que tengamos que estar aquí tanto tiempo y si aún faltan dos semanas, seguro que puedes estar tranquila.

– Pero… nadie sabe que estamos aquí -observó Paula sentándose en el último peldaño-.Y, mientras nosotros estamos aquí, el asesino se larga.

– Míralo por el lado positivo: al menos ahora no cabe la menor duda de que teníamos razón -añadió Martin en un intento por animarla. Paula no se dignó responder siquiera.

En el piso de arriba empezó a sonar el timbre estresante de su móvil.

Mellberg dudaba al otro lado de la puerta. Todo había ido tan bien en la clase del viernes. Pero no había visto a Rita desde entonces, a pesar de haber dado varios paseos por su ruta habitual.

Y la echaba de menos. Le sorprendía sentirse así, pero ya no podía cerrar los ojos al hecho de que la echaba mucho, mucho de menos. Y se diría que Emst iba por el mismo camino, porque había estado tironeando ansioso en dirección a su casa.

Y Mellberg no opuso excesiva resistencia a dicho afán. Pero ahora, de repente, se sentía inseguro. Por un lado, no sabía si estaría en casa, y por otro, se sentía súbita e insólitamente tímido y temeroso de parecer un entrometido. Pero se sacudió esa extraña sensación y pulsó el botón del portero automático. Nadie respondió y acababa apenas de darse la vuelta para marcharse cuando se oyó un carraspeo y una voz jadeante resonó en el interfono.

– ¿Hola? -dijo acercándose de nuevo a la puerta-. Soy Bertil Mellberg.

En un primer momento, no hubo respuesta; luego, una voz apenas audible que decía: «Sube». Y después un lamento. Mellberg frunció el entrecejo. Qué raro. Y tirando de Emst, subió las dos plantas hasta el piso de Rita. La puerta estaba entreabierta y Mellberg entró extrañado.

– ¿Hola? -saludó indeciso y, al principio, nadie le respondió. Luego oyó un grito cerca y, cuando miró al lugar de donde procedía, descubrió la presencia de una persona tumbada en el suelo.

– Tengo… contracciones… -gimió Johanna, que se había encogido hasta convertirse en una bola diminuta, mientras jadeaba para sobreponerse a una contracción.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Mellberg notando que la frente se le perlaba de sudor-, ¿Dónde está Rita? ¡La llamo ahora mismo! Y Paula, tenemos que encontrar a Paula y llamar a una ambulancia… -balbució mirando a su alrededor en busca del teléfono más cercano.

– Lo he intentado… no la localizo… -gimió Johanna, pero no podía continuar hasta que hubiese pasado la contracción. Con mucho esfuerzo, se apoyó en la manivela del armario que tenía a su lado y se puso de pie agarrándose la barriga mientras miraba a Bertil con salvaje indignación.

– ¿Crees que no he intentado llamarlas a las dos? ¡Pero nadie contesta! ¿Es tan difícil…? Joder, hostias… -El rosario de imprecaciones se vio interrumpido por una nueva contracción, y Johanna volvió a caer de rodillas y empezó a respirar de manera acelerada.

– Llévame… al hospital… -rogó señalando agotada las llaves que estaban en la mesita de la entrada. Mellberg las miraba como si, en cualquier momento, fuesen a transformarse en una serpiente venenosa presta a atacar, pero luego, como a cámara lenta, vio que su mano se movía hacia las llaves. Sin saber de dónde procedía aquella capacidad de iniciativa, llevó a Johanna más o menos arrastrándola hasta el coche que estaba en el aparcamiento y la metió como pudo en el asiento trasero. A Emst tuvo que dejarlo en el piso. Y, pisando a fondo el acelerador, puso rumbo al hospital de la zona norte de la región de Älvsborg. Se sentía cada vez más próximo a sufrir un ataque de pánico, a medida que los jadeos de Johanna sonaban más entrecortados, y la gran cantidad de kilómetros que separaban Vänersborg de Trollhättan se le antojó infinita. Pero llegó por fin a la entrada del hospital y de nuevo tuvo que arrastrar a Johanna, que, con los ojos desencajados de terror, fue con él hasta la ventanilla.

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