Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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– Va a dar a luz -comunicó Mellberg a la enfermera que había al otro lado del cristal. La mujer miró a Johanna y puso cara de pensar que aquella información era, cuando menos, superflua.

– Venid conmigo -les ordenó indicándoles una habitación contigua.

– Yo creo que… debo irme… -farfulló Mellberg nervioso cuando la enfermera le dijo a Johanna que se quitara los pantalones. Pero ella lo agarró del brazo justo cuando estaba a punto de escabullirse por la puerta y le susurró en voz baja, obligada por el dolor:

– Tú… no vas a ninguna parte… No pienso… hacerlo sola…

– Pero… -comenzó a protestar Mellberg, aunque enseguida comprendió que no sería capaz de dejarla allí. De modo que, con un suspiro, se sentó en una silla e intentó mirar a otro lado mientras las enfermeras procedían a examinar a Johanna a conciencia.

– Siete centímetros de dilatación -informó la matrona mirando a Mellberg, como suponiendo que el dato le interesaría.

Mellberg asintió, aunque preguntándose qué implicaciones tendría aquello. ¿Sería positivo? ¿Negativo? ¿Cuántos centímetros hacían falta? Y, con creciente horror, comprendió que antes de que aquel episodio hubiese concluido, terminaría sabiendo no sólo la respuesta a esas preguntas, sino a muchas, muchas más.

Sacó el móvil del bolsillo y volvió a marcar el número de Paula, donde sólo respondió el contestador. Otro tanto ocurrió con el de Rita. Pero ¿qué clase de personas eran? ¿Cómo tenían el teléfono apagado cuando sabían que Johanna podía dar a luz en cualquier momento? Mellberg se guardó el teléfono en el bolsillo y volvió a plantearse si no debería largarse al primer descuido.

Dos horas después, aún seguía allí. Los habían metido en una sala de dilatación, donde Johanna lo tenía firmemente cogido de la mano. Mellberg no podía por menos de compadecerla. Acababan de explicarle que aquellos siete centímetros debían llegar a diez, sólo que para los tres últimos las contracciones habían decidido tomárselo con calma. Johanna se enchufaba continuamente a la máscara de óxido nitroso, tanto que a Mellberg le entraron ganas de probarla.

– No puedo más… -reconoció Johanna con la mirada turbia por el gas hilarante. El pelo, empapado de sudor, se le había pegado a la frente, y Mellberg se la secó con una toalla.

– Gracias… -le dijo mirándolo de tal modo que Mellberg olvidó toda idea de huida. No podía evitar sentir cierta fascinación por cuanto estaba sucediendo ante su vista. Claro que él sabía que lo de traer niños al mundo era un proceso doloroso, pero jamás tuvo conciencia del esfuerzo hercúleo que exigía y, por primera vez en su vida, sintió un profundo respeto por el sexo femenino. El jamás habría superado aquello, de eso estaba convencido.

– Inténtalo… Llama otra vez… -le rogó Johanna antes de volver a aspirar óxido nitroso: el artilugio que tenía fijado a la barriga indicaba que estaba a punto de sufrir otra contracción de las buenas.

Mellberg le soltó la mano y empezó a marcar los números a los que ya había tratado de llamar infinidad de veces en las últimas horas. Seguían sin contestar y meneó abatido la cabeza.

– ¿Dónde coño…? -comenzó Johanna antes de que empezara otra contracción, de modo que las palabras se transformaron en un lamento.

– ¿Seguro que no quieres que te pongan la… pecoral esa o como se llame lo que te han ofrecido? -preguntó Mellberg preocupado mientras volvía a secarle el sudor de la frente.

– No… ya me queda muy poco… puede detenerse… Y se llama epidural… -Johanna encorvó la espalda con una nueva oleada de quejidos. La matrona volvió a entrar para comprobar el grado de dilatación de Johanna, tal como venía haciendo regularmente desde que llegaron.

– Ya ha dilatado por completo -declaró la matrona satisfecha-, ¿Me has oído, Johanna? Buen trabajo. Diez centímetros. Pronto no tendrás más que empujar. Lo has hecho estupendamente. El bebé no tardará en nacer.

Mellberg le cogió la mano a Johanna y la apretó con fuerza. Le latía en el pecho un sentimiento extraño, que podría describirse como orgullo. Orgullo por las alabanzas a Johanna, por el trabajo que habían hecho juntos y porque pronto nacería el hijo de ella y de Paula.

– ¿Cuánto tardará el alumbramiento en sí? -le preguntó a la matrona, que le respondió con amabilidad. Nadie había preguntado cuál era su relación con Johanna, de modo que suponía que pensaban que era el padre del niño, si bien un padre demasiado mayor. Y él los dejó con esa creencia.

– Bueno, depende, pero yo diría que este niño estará en el mundo dentro de media hora, como máximo -aseguró dirigiendo una sonrisa alentadora a Johanna, que en ese momento descansaba unos segundos entre dos contracciones. Aunque enseguida se le distorsionó la cara y volvió a tensársele el cuerpo.

– Los dolores son distintos -confirmó apretando las mandíbulas y echando mano nuevamente del óxido nitroso.

– Son las últimas contracciones -informó la matrona-. La próxima vez que te duela así, te ayudaré y, cuando yo te diga que empujes, subes las rodillas y pegas la barbilla al pecho y a empujar con todas tus fuerzas.

Johanna asintió exhausta, agarrándose de nuevo de la mano de Mellberg, que le correspondió con un apretón. Ambos miraban expectantes a la matrona, a la espera de nuevas instrucciones.

Al cabo de unos segundos, Johanna empezó a jadear y miró a la matrona con expresión interrogante.

– Espera, espera, espera… aguanta… hasta que sea lo bastante fuerte… y empuja ¡AHORA!

Johanna obedeció, pegó la barbilla al pecho, subió las rodillas y empujó con la cara roja por el esfuerzo, hasta que el dolor cedió.

– ¡Bien! Muy bien hecho. Una contracción magnífica. Espera a la próxima y verás como terminamos en un minuto.

La matrona tenía razón. Dos contracciones más tarde se deslizó hacia el exterior un bebé que colocaron enseguida en la barriga de Johanna. Mellberg estaba fascinado y con los ojos como platos. Claro que él conocía la teoría, pero verlo en vivo… Ver que salía un niño, que movía los brazos y los pies y que protestaba llorando y moviendo la cabeza en torno al pecho de Johanna.

– Ayuda al pequeño a encontrar el pecho, eso es lo que está buscando -le indicó la matrona en tono amable, ayudándole ella también hasta que el bebé encontró el pezón y empezó a chupar.

– Enhorabuena -los felicitó la matrona a ambos. Mellberg se sintió radiante de alegría. Jamás había vivido nada semejante. Joder, jamás había vivido nada semejante.

Poco después, el niño había terminado de mamar, ya lo habían lavado y lo habían envuelto en una sabanita. Johanna estaba sentada en la cama, con un cojín en la espalda, y miraba a su hijo con adoración. Luego se dirigió a Mellberg y le dijo con voz queda:

– Gracias. Sola no lo habría conseguido.

Mellberg sólo fue capaz de asentir. Tenía algo en la garganta que le impedía hablar y no paraba de tragar saliva para que desapareciese el nudo.

– ¿Quieres cogerlo? -preguntó Johanna.

Mellberg no podía más que asentir. Algo nervioso, extendió los brazos mientras Johanna colocaba al niño en su regazo, procurando que la cabeza estuviese bien apoyada. Era una sensación extraña la de tener en brazos aquel cuerpecillo cálido y nuevo. Contempló la carita y sintió que aquel nudo raro le seguía creciendo en la garganta. Y cuando miró al pequeño a los ojos lo supo enseguida: a partir de aquel instante, quedaba preso de un enamoramiento irremediable y profundo.

25

Fjällbacka, 1945

Hans iba sonriendo para sus adentros. Quizá no debiera, pero no podía evitarlo. Claro que sería difícil al principio. Muchos les soltarían reprimendas y darían su opinión, y hablarían de pecado ante Dios y cosas por el estilo. Pero cuando hubiese pasado lo peor, podrían empezar a labrarse una nueva vida juntos, él, Elsy y el niño. ¿Cómo podría sentir otra cosa que pura alegría ante semejante perspectiva?

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