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Camilla Läckberg: Las huellas imborrables

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Camilla Läckberg Las huellas imborrables

Las huellas imborrables: краткое содержание, описание и аннотация

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940. El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial. Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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Pero en su caso, el precio había sido demasiado alto. Tuvo que pagar con Erik.

Si la hija de Elsy no hubiese aparecido con aquella medalla… La misma que simbolizaba cuanto él había intentado echar en el olvido, cuanto él había tratado de sobrellevar en la vida. De un solo golpe, lo resucitó todo. Y Erik lo interpretó como una señal de que había llegado el momento. Por supuesto, su hermano había mencionado con anterioridad que deberían arreglar lo que pudiesen o, al menos, responsabilizarse. No ante la ley, para eso ya era demasiado tarde. Nadie podría juzgarlos en un tribunal. Sino en la esfera humana, en el plano moral. Ante sus semejantes, ante sus hermanos, podrían responsabilizarse de lo que hicieron, decía Erik. Merecían la vergüenza, la condena. Se las habían ingeniado para rehuir el juicio demasiado tiempo, decía con una tozudez cada día mayor.

Pero Axel siempre supo serenarlo, convencerlo de que no serviría de nada. De que sólo sería perjudicial. Nada de lo sucedido era susceptible de modificarse. Las cosas eran así, y si las dejaban atrás, Axel podría dedicar el tiempo a compensarlas, a enderezarlas. No exactamente aquello de lo que se habían hecho acreedores, pero, a través de su trabajo, él servía a la buena causa y combatía el mal. Y no podría seguir haciéndolo si Erik continuaba con que debían responder de antiguos pecados. Lo hecho, hecho estaba, y sería absurdo sacrificar todo lo bueno que había hecho y todo lo bueno que podía hacer, por posibilitar una penitencia que nada cambiaría. Incluso la ley aparecía indiferente e inerme ante el delito.

Y Erik lo escuchó. Y trató de comprender. Pero en lo más hondo de su ser, Axel sabía que los remordimientos corroían a su hermano, que lo devorarían por dentro hasta que sólo quedase la vergüenza. Axel intentó pintarle a su hermano el mundo de color gris, pese a que debería haber sabido -sabía en el fondo- que a la larga no resultaría. Porque el mundo de Erik era, para bien y para mal, blanco y negro. El mundo de Erik eran los hechos. Nada de ambigüedades. El mundo se componía de fechas y de nombres, de momentos y lugares, plasmados con letras negras sobre fondo blanco. A eso se había enfrentado Axel. Y, por un tiempo, funcionó. Durante sesenta años. Hasta que Erica Falck apareció ante su puerta con un símbolo del pasado, al mismo tiempo que las murallas de Britta empezaban a desplomarse por una enfermedad que le carcomía el cerebro poco a poco.

Erik empezó a flaquear. Y Axel sintió crecer el pánico día tras día. Trató de suplicar, de argumentar desesperadamente. No podía responder de algo que no era él. No era así como lo veía la gente. Cuanto él era, cuanto los demás veían en él, se diluiría en la bruma y, al final, sólo quedaría el espanto. La obra de toda una vida se desmoronaría de pronto.

Y aquel día, en el despacho… Erik lo llamó por teléfono a París y le dijo que había llegado el momento. Así, sin más. Parecía borracho cuando llamó, circunstancia que le pareció absolutamente alarmante, pues Erik bebía siempre con moderación. Y lloró por teléfono y le dijo que no podía postergarlo más, que había estado en casa de Viola y que se había despedido para evitarle la vergüenza cuando la verdad saliese a la luz. Luego farfulló algo de que ya había echado a rodar la piedra, pero que no se sentía capaz de esperar a que alguien airease sus trapos sucios. Aquello que él mismo no se había atrevido a confesar. Se acabó tanta cobardía, se acabó la espera, balbució mientras Axel estrangulaba el auricular con la mano sudorosa.

De modo que Axel se lanzó sobre el primer avión rumbo a casa, con la idea de hacerlo entrar en razón, de hacer que comprendiera. Y lo encontró en el despacho. Axel cerró los ojos, le dolía el corazón cuando lo recordaba. Erik estaba sentado ante el escritorio cuando él entró como una tromba. Con gesto distraído, garabateaba en el bloc repitiendo con voz reseca y monocorde las palabras que Axel llevaba seis decenios temiendo. Erik estaba decidido. Los remordimientos lo devoraban por dentro y ya no era capaz de ofrecer resistencia. Le expuso a Axel claramente que había empezado a tomar medidas para que, finalmente, pudiesen asumir su responsabilidad.

Axel confiaba en que lo que le había dicho por teléfono no fuese más que vana palabrería, y que su hermano recobraría el sentido común una vez volviese a estar sobrio. Ahora comprendía que estaba equivocado. Su hermano persistía en su decisión con una fuerza de voluntad pavorosa.

Axel le suplicó. Rogó a Erik que desistiera, que dejase bajo tierra lo enterrado. Pero, por primera vez, percibió en su hermano una disposición inquebrantable. En esta ocasión, no conseguiría razonar, postergar. Ahora Erik estaba resuelto a sacar a relucir la verdad. También le habló del bebé. Le contó, por primera vez, que había conseguido dar con su paradero tras una serie de averiguaciones. Que era un niño. Que llevaba años pasándole cierta cantidad de dinero, desde que empezó a ganarse la vida. Como una especie de penitencia por lo que le habían arrebatado.

El padre adoptivo del pequeño pensó seguramente que él era el padre y aceptó el dinero sin cuestionar nada. Pero eso no era suficiente. Esa penitencia no había paliado el dolor que lo despedazaba por dentro, sólo consiguió hacer que las consecuencias de sus acciones se presentaran más reales aún. Ahora, le había dicho Erik mirándolo a los ojos, había llegado el momento de la verdadera penitencia.

Axel recreó su vida mentalmente. Se vio desde fuera, como lo veía la gente. Una vida de admiración, de respeto. Arruinada. Quedaría arruinada con tan sólo marcar un número. Luego rememoró el campo. El preso que había a su lado, aquel al que arrojaron al hoyo que él mismo estaba cavando. El hambre, el hedor, la humillación. La sensación de la culata del rifle contra la oreja y la certeza de que algo se le había quebrado allí dentro. El hombre ya muerto que iba sentado a su lado en el autobús en el que atravesaron Europa para ir a Suecia. Era como estar allí. Oía los sonidos, percibía los olores, sentía la ira siempre candente en el pecho, incluso cuando estaba apático por completo y sólo se concentraba en sobrevivir, día tras día. Y ya no veía a Erik, sino a cuantos lo habían humillado y herido y ahora lo miraban burlones, con sorna, satisfechos de que, esta vez, lo llevasen a él al patíbulo. Pero él no podía darles esa satisfacción. Todos los muertos y los vivos aparecían allí en fila, burlándose de él. No sobreviviría a ello. Y tenía que sobrevivir. Eso era lo único que contaba.

Le zumbaba el oído más que nunca y no oyó nada de lo que le decía Erik, sólo veía moverse la boca de su hermano. Pero ya no era Erik. Era el joven rubio de Grini que tan amablemente se dirigió a él al principio, el que lo indujo a creer engañosamente que era un semejante, el que consiguió que Axel lo considerase lo único humano en aquel lugar inhumano. El que luego levantó el rifle y, mirándolo a los ojos, lo dejó caer con la culata hacia abajo, hasta que le reventó el oído, le reventó el corazón.

Lleno de ira y de dolor, Axel agarró lo que tenía más a mano. Levantó el pesado busto de piedra y lo mantuvo bien alto sobre la cabeza de Erik, que hablaba incansable garabateando sin cesar en el bloc que tenía encima del escritorio.

Luego, dejó caer el busto. Ni siquiera hizo fuerza. Simplemente, lo dejó caer por su propio peso sobre la cabeza de su hermano. No, no sobre la cabeza de su hermano, sobre la cabeza del vigilante. ¿O era la de Erik? Era todo tan desconcertante. Se encontraba en casa, en la biblioteca, pero los olores y los sonidos eran tan vivos. El hedor a muerte, las botas resonando al ritmo de marcha, órdenes alemanas que podían significar un día más de vida, o la muerte.

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