José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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– Pero ese tipo destrozará sólo uno -replicó Wood-. Necesito saber cuál es.

Oslo desvió la vista de aquellos ojos implorantes.

– ¿Y qué harás si te digo una probabilidad entre trece? Protegerás más ese cuadro, ¿no es cierto? ¿Y si me equivoco? ¿Tendré que aceptar la responsabilidad de una muerte? ¿De varias muertes, quizá?

– No serás el responsable de nada. Ya te he dicho que estoy recabando la opinión de expertos en todo el mundo y optaré por el cuadro que consiga más votos.

– ¿Por qué no le preguntas a Van Tysch?

– No ha querido recibirme -replicó Wood-. El Maestro es inaccesible. Además, ni siquiera le han contado nada sobre la destrucción de Desfloraci ó n y Monstruos. Está situado en su cima privada, Hirum. No voy a poder acercarme a él.

– ¿Y si la mayoría de los expertos se equivoca?

– Aun así, no ocurrirá nada. No voy a arriesgar la obra original.

De improviso, fue Hirum Oslo quien se sintió nervioso. Mientras observaba el rostro de Wood iluminado por el flexo cayó en la cuenta de lo que ella pretendía. Todo su cuerpo se puso en tensión.

– Espera un momento. Ahora te entiendo. Vas a… Vas a colocar una copia como cebo a disposición de ese loco… Una copia del cuadro que obtenga más votos…

Hubo una pausa. A Oslo le resultó evidente que había dado en el clavo.

– Ésa es tu idea, ¿verdad? ¿Y qué ocurrirá con la copia? Sabes perfectamente que estamos hablando de seres humanos…

– La protegeremos -dijo ella.

De repente Oslo percibió que no era sincera.

– No, no la protegerás. No te serviría de nada si la protegieras… Quieres usarla como cebo. Quieres tenderle una trampa. ¡Vas a entregarle a un sicópata una o varias personas inocentes para salvar a otras!

– Una copia de un cuadro de Van Tysch apenas vale quince mil dólares en el mercado, Hirum.

Oslo sentía que la vieja furia comenzaba a dominarlo.

– ¡Pero son personas, April! ¡La copia son personas, igual que el cuadro original!

– Pero no valen nada con respecto al arte.

– ¡El arte no significa nada frente a las personas, April!

– No quiero discutir, Hirum.

– ¡Todo el arte del mundo, todo el maldito arte del mundo, desde el Partenón a la Mona Lisa, desde el David a las sinfonías de Beethoven, es basura en comparación con la más insignificante de las personas! ¿Es que no eres capaz de comprenderlo?

– No quiero discutir, Hirum.

Allí estaba ella, pensó Oslo, allí estaba ella, impávida, y el mundo seguiría rodando en la misma dirección. Defendamos la herencia del mundo, decía ella, defendamos las grandes creaciones humanas, pirámides, esculturas, lienzos, museos, elaboradas sobre cadáveres, huesos sobre huesos. Protejamos el patrimonio de la injusticia. Compremos esclavos para arrastrar bloques de granito. Compremos esclavos para pintar sus cuerpos. Para fabricar Ceniceros, Lámparas y Sillas. Para disfrazarlos de animales y hombres. Para destruirlos según su precio en el mercado. Bien venidos al siglo XXI: la vida se acaba, pero el arte persiste. Es un consuelo.

– No voy a colaborar en una injusticia -dijo Oslo.

La señorita Wood, de forma imprevista, sonrió.

– Hirum: tú has visto muchas obras de Van Tysch a lo largo de tu vida y sabes que una copia no puede compararse, artísticamente hablando, con un original del Maestro, ¿no es cierto? -Oslo asintió-. Ahora bien, afirmas que la copia y el original son seres humanos, y yo te doy la razón. Precisamente por eso, porque el material es el mismo, el valor difiere. Y a la hora de las grandes decisiones, uno debe inclinarse por aquello que vale más. No quiero discutir, ya te lo he dicho, pero te pondré un ejemplo muy típico. Se quema tu casa y únicamente puedes salvar una sola obra. ¿Salvarías Busto de Van Tysch o una copia de Busto? En ambos casos estamos hablando de una niña de once o doce años de edad. Pero ¿a cuál de las dos niñas salvarías, Hirum? ¿A cu á l de las dos?

Hubo un largo silencio. Oslo se pasó la mano por la frente empapada de sudor. Wood añadió, con una nueva sonrisa:

– Ésta es la clase de «injusticia» en la que te propongo que colabores.

– No has cambiado -dijo entonces Oslo-. No has cambiado, April. ¿Qué es lo que quieres impedir en realidad? ¿La pérdida de un cuadro o la de tu confianza en ti misma?

– Hirum.

Aquella voz susurrante y eléctrica. Aquel murmullo gélido que te paralizaba como la bífida burla de una serpiente paraliza a su pequeña víctima. Wood se inclinó hacia adelante como si su cuerpo hubiera perdido el centro de gravedad. Habló con extrema lentitud, en un tono que hizo que Oslo se removiera en el asiento.

– Hirum, si quieres ayudarme, dime tu jodida opinión de una puta vez.

Tras una pausa, inalterable, con los ojos de cuarzo azul clavados en Oslo, Wood agregó:

– Discúlpame por esta visita apresurada, Hirum. En realidad, ya me has ayudado mucho. No tienes por qué seguir haciéndolo.

– No, espera, dame el catálogo. Lo estudiaré y te llamaré mañana. Si encuentro un cuadro más probable que los otros, te lo diré.

Dudó un instante antes de proseguir, como si valorara la utilidad de obtener aquella débil promesa de una persona que miraba como ella miraba y hablaba en aquel tono terrible.

– Prométeme que intentarás que nadie resulte perjudicado, April.

Ella asintió y le entregó el catálogo. Después se levantó y Oslo la acompañó de regreso a la casa.

La noche se cernía sobre el mundo.

El paisaje son manos que se abren en las tinieblas, como intentando atrapar algo. Penden de las farolas, se adhieren a las paredes y la caja acorazada de los tranvías, ondean en las arcadas de los puentes que cruzan los canales. Es la imagen elegida para la publicidad de «Rembrandt», la mano del Ángel de Jacob lucha contra el á ngel, el cuadro que se presentará a la prensa en el Viejo Atelier ese mismo día, jueves 13 de julio, la obra que abrirá el fuego de la exposición más asombrosa de la década.

Bosch pensaba, estremecido, que no podían haber encontrado un símbolo más apropiado. Él sabía que existía otra mano tendida en la oscuridad esperando atrapar algo. Conforme transcurrían los días, los temores de Wood habían ido cobrando más consistencia dentro de él. Si antes albergaba alguna duda sobre la posibilidad de que El Artista atacara «Rembrandt», ahora ya no dudaba. Estaba convencido de que el criminal se hallaba allí, en Amsterdam, y que había preparado una estrategia. Destruiría uno de los cuadros, a menos que ellos encontraran alguna forma de detenerlo. O de proteger la obra en cuestión. O de tenderle una trampa.

Gruesos nubarrones alfombraban el cielo cuando Bosch llegó al Nuevo Atelier aquella mañana de jueves. Por encima del tejado del museo Stedelijk podían advertirse los negros picos de los telones que constituían el «Túnel de Rembrandt», como la prensa había bautizado a la carpa de exhibición instalada en la explanada del Museumplein. El día era fresco, pese al verano. Bosch recordó que el pronóstico meteorológico anunciaba lluvia para el sábado, el día de la inauguración. «Lluvia, sí, y también rayos y truenos», pensaba. Al entrar en su despacho comprobó que todos los teléfonos tenían mensajes sin contestar, pero no pudo atender a ninguno porque le esperaban Alfred van Hoore y Rita van Dorn con un disco CD-ROM y unas ganas impresionantes de contar cosas y, en el caso del primero, mostrar sus nuevas simulaciones informáticas. Tanto Van Hoore como Rita llevaban pegatinas de la exposición en la solapa de sus chaquetas: una mano de Ángel diminuta tendida sobre la palabra «Rembrandt». A Bosch aquellas pegatinas le parecieron ridículas, pero se guardó de hacer ningún comentario. Sus dos colaboradores mostraban sonrisas de satisfacción por la buena marcha de las medidas de seguridad durante la presentación a la prensa del día anterior. Stein los había felicitado. Ambos parecían conscientes de su mérito. Bosch los miraba con cierta piedad.

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