Esa mañana las posturas se suavizaron. Era lo que Gerardo denominaba «rellenar la pose». Los colores ya habían sido decididos: tonalidad rojo oscuro para el pelo, recogido en un moño; nácar mezclado con rosa y amarillo para la piel; un trazo muy fino de ocre para las cejas; los ojos castaños con cierto matiz de cristal; los labios perfilados en carne; las aréolas de los pechos en pardo. Después de ducharse con disolventes y recuperar sus primitivos colores de imprimación, Clara se sintió mejor. Estaba extenuada, pero había llegado al término de aquel largo viaje. Los quince últimos días habían transcurrido entre posturas tensas, experimentos con tonalidades, ejercicios de concentración, repaso de las magistrales pinceladas con que Van Tysch había dibujado su expresión frente al espejo y denso fluir del tiempo. Faltaba el detalle final.
– La firma -le dijo Gerardo-. El Maestro os firmará a todos esta tarde en el salón de ensayos del Viejo Atelier. Y pasaréis a la eternidad -agregó sonriendo.
Uhl condujo la furgoneta. Tomaron por la autopista y pronto divisaron Amsterdam. La visión de aquella ciudad, que siempre le recordaba una preciosa casa de muñecas, alegró el hipnotizado ánimo de Clara. Atravesaron varios puentes y se dirigieron al Barrio de los Museos por entre calles estrechas y ordenadas, escoltados por las infatigables bicicletas y el mecánico desfile de los tranvías. Despuntó la elegante mole del Rijksmuseum. Más allá, en la grisácea claridad del mediodía, se levantaba una masa de tinieblas compactas. La luz del sol, filtrándose a través de las nubes, arrancaba destellos de ópalo a la colosal estructura. Parecía abatirse sobre Amsterdam como un maremoto de petróleo. Uhl hizo un gesto desde el asiento del conductor.
– El Túnel de Rembrandt.
Habían decidido visitarlo antes de dirigirse al Viejo Atelier para la sesión de firmas. A Clara le hacía ilusión conocer el misterioso lugar donde sería exhibida. Estacionaron cerca del Rijksmuseum. La temperatura no era exactamente veraniega, pero ella no sintió frío alguno bajo el ligero vestido acolchado sin mangas y ceñido a su cintura. También llevaba zapatillas de plástico forradas y, por supuesto, las tres etiquetas que la identificaban como una de las figuras originales de Susana sorprendida por los ancianos.
Penetraron en Museumstraat y se encontraron con el Túnel casi sin querer. Recordaba la boca de una mina gigantesca cubierta de telones. Tenía forma de herradura, con la U abierta hacia la fachada posterior del Rijksmuseum y la entrada principal protegida por dos barreras de vallas, luces parpadeantes y vehículos blancos y anaranjados con la palabra Politie escrita en los costados. Mujeres y hombres con uniforme azul oscuro montaban guardia en las vallas. Varios turistas fotografiaban el colosal armazón.
Mientras Gerardo y Uhl se dirigían a los policías, Clara se detuvo a contemplarlo. A partir de la entrada, cuya altura podía igualar, cómodamente, la de cualquier gran edificio clásico de Amsterdam, los telones discurrían con desniveles, hundiéndose o alzándose hasta las nubes como la carpa de un circo majestuoso, deslizándose entre los árboles y rodeándolos, cegando las calles y prohibiendo el horizonte. Entre los dos brazos de la herradura se hallaba la zona central de la plaza del Museumplein, con el estanque artificial y un monumento conmemorativo. Había algo anormal, grotesco, en aquella negrura posada como una araña muerta sobre el delicado paisaje de Amsterdam, algo que a Clara le resultaba muy difícil definir. Era como si la pintura se hubiera transformado en otra cosa. Como si no fuera una exposición artística lo que estuviera en juego sino algo infinitamente más extraño. Un enorme telón con uno de los célebres autorretratos últimos de Rembrandt tapiaba la entrada. Su rostro bajo la boina -la nariz bulbosa, el bigotito y la perilla holandeses- se asomaba al mundo con expresión escéptica. Semejaba un dios cansado de crear. El telón que tapiaba la salida era una ampliación de la foto de Van Tysch de espaldas. «Entramos por el pecho de Rembrandt y salimos por la espalda de Van Tysch -pensó ella-. Pasado y presente del arte holandés.» Pero ¿cuál de ambos genios era más enigmático? ¿Aquel que mostraba un rostro pintado o el que ocultaba el verdadero? No pudo decidirlo.
Gerardo se acercó a ella.
– Están comprobando nuestra documentación para dejarnos entrar. -Y señaló hacia el Túnel-. ¿Qué te parece?
– Fantástico.
– Mide casi quinientos metros de largo pero está torcido en forma de herradura para que quepa en la plaza. Se accede por este lado y se sale por esa otra boca cercana al museo Van Gogh. En determinados tramos alcanza los cuarenta metros de altura. Van Tysch quería instalarlo cerca de la casa donde vivió Rembrandt, la Rembrandthuis, cortando calles e incluso desalojando edificios, pero naturalmente no se lo permitieron. El material de los telones es especial: elimina cualquier rastro de luz exterior para conservar la atmósfera completamente oscura, negra como un pozo, porque los cuadros sólo estarán iluminados por las lámparas de claroscuro. Vamos a recorrerlo. Pero no te separes de nosotros.
– ¿Qué me puede ocurrir? -preguntó Clara sonriendo.
– Bueno, los vagabundos se meten ahí a pasar la noche. También los drogadictos aprovechan la oscuridad para colarse. Y los grupos que protestan contra el arte hiperdramático, el BAH y todos los demás… Sí, el BAH: Bothered About Hyperdrama, o «Molestos con el Hiperdrama». Habrás oído hablar de ellos, ¿no…? Son nuestros más fieles seguidores -sonrió Gerardo-. Mañana se concentrarán frente al Túnel, pero en ocasiones uno o dos alborotadores se introducen para colocar pancartas de protesta. La policía patrulla el interior todos los días y arrestan a uno o dos. Vamos.
A Clara le agradó la preocupación que Gerardo mostraba por ella. En otras circunstancias hubiera creído que se preocupaba por Susana, pero ahora sabía que no. Era a ella, a Clara Reyes, a quien él temía perder.
Uhl los aguardaba junto a un pequeño acceso bajo el telón de entrada. «Es como si nos metiéramos bajo la cabeza de Rembrandt», pensó ella. Débiles luces eléctricas procedentes de pequeños apliques instalados en un zócalo señalaban el camino. Pero cuando el acceso volvió a cerrarse quedaron envueltos por una oscuridad desconocida. Los ruidos de la calle también habían desaparecido. Se oían ecos remotos. Clara distinguía apenas la sombra de Gerardo.
– Aguarda un poco. Los ojos se te acostumbrarán.
– Ya estoy viendo algo.
– No te preocupes, que no hay obstáculos. El recorrido está diseñado en forma de rampa muy suave y estrecha y marcado con esas lucecitas. Lo único que tienes que hacer es avanzar. Y cuando los cuadros estén colocados e iluminados con los claroscuros, servirán de puntos de referencia. ¿Tocas la cuerda de la barandilla? No te separes de ella.
Gerardo abrió la marcha. En medio iba Clara. Avanzaron con lentitud sobre un suelo terso, palpando como ciegos la cuerda que flanqueaba el camino. Ella sólo vislumbraba los pies de Gerardo y parte de sus pantalones. El resto de su silueta se mezclaba con la oscuridad. Le parecía que caminaba sobre la noche del mundo.
– ¿Todo bien por ahí atrás? -oyó decir a Gerardo.
– Más o menos.
Uhl comentó algo en holandés y Gerardo le respondió y rieron. Después tradujo:
– Hay cuadros que dicen que este lugar les produce escalofríos.
– A mí me gusta -afirmó Clara.
– ¿Esta oscuridad?
– Sí, en serio.
Escuchaba los pasos de Gerardo y Uhl y el roce, zap, zap, de las etiquetas de su tobillo y muñeca. De pronto el ambiente sufrió un cambio. Era como si el espacio se hubiera dilatado. Los ecos de las pisadas parecían distintos. Clara se detuvo y miró hacia arriba. Fue como asomarse a un abismo. Sintió un vértigo inverso, como si pudiera desprenderse del suelo y caer hacia los telones de la cúspide. Coros de silencio se trenzaban en la negrura, sobre su cabeza. Recordó de repente las palabras de Van Tysch sobre la inexistencia de la oscuridad absoluta y se preguntó si el pintor habría querido contradecirse a sí mismo diseñando aquel Túnel.
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