– Me gustaría que te fijaras en este esquema, Lothar -decía Van Hoore señalando el esqueleto tridimensional del Túnel en el ordenador-. ¿Ves algo que te llame la atención?
– Esos puntos rojos.
– Exacto. ¿Sabes lo que son?
Bosch se removió en el asiento.
– Imagino que las salidas de emergencia del público.
– Exacto. ¿Y qué opinas sobre ellas?
– Alfred, por favor, dímelo tú. Voy a tener una mañana horrible. No estoy para examinarme.
Rita sonrió en silencio. El joven Van Hoore parecía ofendido.
– Hay pocas salidas de emergencia para los cuadros, Lothar. Hemos pensado más en el público, pero vamos a plantear un caso extremo. Un incendio.
Golpeó una tecla y el espectáculo comenzó. Van Hoore contemplaba la pantalla con la misma expresión de orgullo -pensaba Bosch- que Nerón la destrucción de Roma. En pocos segundos el Túnel tridimensional quedó envuelto en llamas.
– Ya sé que los telones no son inflamables y que Popotkin asegura que las luces de claroscuro no producen cortocircuitos como las lámparas normales. Pero vamos a imaginar que, pese a todo, se produce un incendio…
Igor Popotkin era el físico diseñador de las luces de claroscuro. También era poeta y pacifista, como muchos científicos rusos formados en la era de la glasnost y la perestroika. Stein decía que en un par de años le darían el Nobel de algo, aunque no se atrevía a imaginar de qué. Bosch había visto a Popotkin en un par de ocasiones durante sus visitas a Amsterdam. Era un viejecillo de rostro bovino. Le encantaba fumar hierba y se había recorrido todos los coffee-shops del Barrio Rojo coleccionando bolsitas.
– ¿Qué crees que pasaría si hubiera un incendio, Lothar?
– Que la huida del público estorbaría la evacuación de los cuadros -dijo Bosch, entregado por completo al interrogatorio.
– Exacto. Y por lo tanto, la solución, ¿cuál sería?
– Hacer más salidas.
La expresión de Van Hoore tenía aires de falsa compasión, como la del presentador de concurso que advierte una respuesta errónea.
– No hay tiempo para eso. Pero se me ha ocurrido algo. Uno de los equipos de Seguridad estará destinado a evacuación de obras en caso de catástrofe. Mira.
Aparecieron monigotes en camisa y pantalones blancos y chaleco verde.
– Los llamo Personal de Emergencia Artística -explicó Van Hoore-. Se situarán en los puntos de recogida en el centro de la herradura del Túnel, con furgonetas especiales preparadas para alejarse a toda velocidad cargadas con los cuadros, si hubiera necesidad de ello.
– Fantástico, Alfred -atajó Bosch-. De veras. Me gusta. Es una solución perfecta.
Cuando el incendio de Van Hoore se extinguió le tocó el turno a Rita. Se limitó a repetir lo que ya se había decidido. La recogida la efectuarían siempre los mismos hombres identificados. En el Túnel habría una patrulla de Seguridad cada cien metros; llevarían linternas e irían armados, pero no encenderían ninguna luz salvo en caso de emergencia. Se colocarían tres dispositivos de frontera en el acceso con los instrumentos usuales: rayos X, puertas magnéticas y analizadores rápidos de imágenes. Los paquetes y maletas tendrían que dejarse a la entrada. Estaría prohibido introducir carritos de bebé. Con los bolsos no se podría hacer nada, salvo registrar al azar a las personas sospechosas, pero la probabilidad de que alguien lograra introducir un objeto peligroso en un bolso y no fuera detectado por ninguno de los filtros era menor del cero, coma, ocho por ciento. En el hotel de confinamiento (cuyo nombre, por supuesto, no se haría público) se efectuaría una vigilancia constante con tres agentes por cada cuadro. Los agentes que permanecieran en el interior de las habitaciones se incorporarían cada mañana después de un riguroso análisis de huellas y voz. Llevarían tarjetas de un solo uso con códigos que se renovarían diariamente, así como armas convencionales y muñequeras de descarga eléctrica.
– Por cierto -dijo Rita-, ¿a qué se debe este cambio de última hora en la lista de los agentes de servicio, Lothar?
– Soy yo el responsable, Rita -repuso Bosch-. Traeremos agentes nuevos de nuestra sede en Nueva York. Vendrán mañana.
Alfred y Rita se miraban, indecisos.
– Una medida adicional de seguridad -zanjó Bosch. Intentó mostrarse natural, porque no quería que sospecharan que les estaba ocultando cosas. Ni Van Hoore ni Rita sabían nada sobre la existencia de El Artista ni sobre los planes que April y él habían estado elaborando en común.
– Será la exposición más protegida de la historia del arte -sonrió Rita-. No creo que tengamos que preocuparnos tanto.
Asomó en ese instante su picuda cabeza Kurt Sorensen. Lo acompañaba Gert Warfell.
– ¿Tienes un momento, Lothar?
«Claro, adelante», pensaba Bosch. Alfred y Rita hicieron sus bártulos y fueron sustituidos con rapidez vertiginosa por los recién llegados. Mantuvieron una mareante discusión acerca de la seguridad de las diversas personalidades que pensaban visitar el Túnel. Ninguno de los tres quiso hacer referencia al problema que más angustiaba a Bosch hasta el final. Sorensen dijo entonces:
– ¿Atacará? ¿No atacará?
Warfell y Bosch se miraron, evaluando sus ansiedades respectivas. Bosch comprobó que Warfell parecía mucho más tranquilo y confiado que él.
– No atacará -dijo Warfell-. Se esconderá en la madriguera durante una temporada. Rip van Winkle lo tiene agarrado por las pelotas.
«Es él quien nos tiene a nosotros -pensó Bosch, mirándolos con desconfianza-. Y quizá lo esté ayudando uno de vosotros dos. » Bosch había perdido la poca esperanza que aún le quedaba en aquel sistema después de leer los primeros informes. En ellos se ofrecían tres clases de «resultados»: un perfil sicológico de El Artista, un perfil operacional y lo que se denominaba en el misterioso argot de Rip van Winkle «una poda», es decir, una eliminación de caminos accesorios. El perfil sicológico había sido trazado por más de veinte expertos trabajando aisladamente. Coincidían en una sola cosa: El Artista seguía los patrones clásicos del sicópata. Se trataba de un individuo frío, inteligente, incapaz de doblegarse a la autoridad. Los mensajes que obligaba a leer a las obras inducían a pensar que podía ser un pintor frustrado. A partir de ahí las opiniones diferían: su verdadero sexo no estaba claro, tampoco su orientación sexual; se hablaba de un solo individuo o de varios. El perfil operacional era más ambiguo. No se había logrado aún una cohesión satisfactoria entre las autoridades de fronteras de los países miembros. Se estaban revisando todos los casos de documentación falsa detectados por la policía en las últimas semanas, pero algunos países se mostraban reticentes a aportar sus datos. Descripciones de Brenda y de la Indocumentada obraban en poder de los agentes de aduanas, pero era imposible arrestar a alguien sólo por su parecido con un retrato informático. Se investigaba a todas las empresas fabricantes de cerublastina. Se rastreaba el movimiento de grandes sumas de dinero de una cuenta a otra en todos los bancos europeos, ya que se suponía que El Artista contaba con una economía desahogada. Los proveedores y fabricantes de las cintas estaban siendo interrogados.
Por último venía la «poda». Era lo más deprimente. Ciertos interrogatorios a modelos expertos en cerublastina habían sido realizados de manera especial. Bosch ignoraba lo que ocurría durante estos interrogatorios «especiales», pero las personas interrogadas desaparecían para siempre. El Hombre Clave lo había anunciado: habría víctimas, «inocentes pero necesarias». Rip van Winkle avanzaba a ciegas, como un leviatán demente, pero intentaba borrar las huellas que dejaba a su paso: los interrogatorios «especiales» no podían, de ninguna manera, hacerse públicos.
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