José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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– Todo podría haber acabado aquí: un niño maltratado por su padre que después, tal vez, se hubiera convertido en otro restaurador y otro artista frustrado… Peor aún que Maurits, porque Bruno ni siquiera sabía dibujar bien -Oslo emitió una risita-. Sin embargo, no podemos negarle ese talento a su padre… Zericky me ha enseñado algunas acuarelas de Maurits que Van Tysch le regaló: son muy buenas… Pero entonces vino el milagro, el «cuento de hadas», como dicen los documentales de la Fundación: Richard Tysch, el millonario de Norteamérica, se cruzó en su vida. Y todo cambió para siempre.

Wood estaba tomando algunos datos en una libreta que había sacado del bolso. Oslo hizo una pausa y dejó vagar la mirada por la oscuridad creciente del jardín.

– Richard Tysch fue el hombre que hizo posible que el Maestro se convirtiera en el amo de un imperio. Era un loco, un multimillonario inútil y excéntrico, heredero de una fortuna que dilapidó y de varias empresas del acero que se apresuró a vender en cuanto su padre murió. Había nacido en Pittsburg, pero se creía heredero directo de los Pilgrim Fathers, los pioneros holandeses en Estados Unidos, y le obsesionaba averiguar datos sobre su estirpe. Indagó en el origen de su apellido. Al parecer, los Van Tysch de Rotterdam se dividieron en dos ramas durante el período floreciente de la Compañía de las Indias Occidentales. Un antepasado se trasladó a Norteamérica y de él procedían los Tysch del acero y los negocios. Richard Tysch quería conocer a la «otra rama», la mitad europea de su familia. En aquella época, las únicas dos personas con ese apellido eran el padre de Bruno y su tía Dina, que vivía en La Haya. Tysch viajó a Holanda en 1968 y visitó por sorpresa a Maurits. Tenía previsto hacer un viaje rápido, sin mayor importancia. Charlaría con Maurits sobre arte (se había enterado de que era restaurador), se llevaría algún recuerdo y regresaría a Estados Unidos cargado de fotos y de «raíces» históricas. Pero se encontró con Bruno van Tysch.

Oslo contemplaba las filigranas de la empuñadura de su bastón. Las acarició distraídamente mientras continuaba.

– ¿Has visto fotos de Bruno cuando era niño? Era increíblemente atractivo, con su pelo negro espeso, su tez pálida y sus ojos oscuros, una mezcla de latino y anglosajón. Un verdadero pequeño fauno. Tenía fuego en los ojos, ¿no te parece? Victor Zericky afirma, y yo le creo, que era capaz de hipnotizar a la gente. Las niñas del pueblo estaban locas por él, incluso las mayores. Y te aseguro que no pocos hombres lo deseaban. En aquella época tenía trece años. Richard Tysch lo conoció y perdió por completo la razón. Lo invitó a pasar el verano en su mansión de California, y Bruno aceptó. Supongo que a Maurits no le pareció mal, teniendo en cuenta lo generoso que era aquel dios recién llegado del otro lado del Atlántico. A partir de entonces siguieron viéndose cada verano y manteniendo una dilatada correspondencia durante los períodos escolares de Bruno. Van Tysch destruyó esa correspondencia después. Hay quien habla de una relación al estilo Sócrates y Alcibíades, y hay quien aventura cosas más desagradables. Lo único cierto es que, seis años después, Richard Tysch le legó toda su fortuna a Bruno y se disparó su escopeta de caza en la boca. Lo encontraron sentado en un tronco de columna en su palazzo de las afueras de Roma. Su cerebro decoraba los mosaicos de la pared. Actualmente, el palazzo pertenece a Van Tysch, así como el resto de sus propiedades en Europa. Fue un testamento sorprendente, ya puedes imaginarte. Por supuesto, su escasa y mal avenida familia lo impugnó, pero sin éxito. Si a eso añadimos que Maurits había muerto dos años antes, podremos concluir que Bruno, de repente, dispuso de todo el dinero y la libertad del mundo.

Algo distrajo a Oslo y lo interrumpió: dos operarios habían llegado al jardín y ayudaban a la modelo del retrato de Wood a saltar fuera del estanque. Ya había finalizado su exhibición. Oslo estuvo contemplando la operación de retirada de la obra mientras hablaba.

– Hay que reconocer que Bruno supo emplear bien ambas cosas. Viajó por Europa y América y se estableció un tiempo en Nueva York, donde conoció a Jacob Stein. Antes había estado en Londres y París, y trabado contacto con Tanagorsky, Kalima y Buncher. No es extraño que el arte hiperdramático lo entusiasmara: había nacido para ordenarle a otros lo que tenían que hacer. Fue siempre un pintor de personas, incluso antes de que Kalima teorizara sobre el nuevo movimiento. Utilizó su fortuna para convertir el arte HD en el más importante de este siglo. La verdad, le debemos mucho a Van Tysch -agregó Oslo con más cinismo del que pretendía.

– Por este lado no sacaremos nada -dijo la señorita Wood, golpeando la libreta con el lápiz-. Según lo que me cuentas, Van Tysch podría tener tantos enemigos como admiradores.

– En efecto.

– Habrá que enfocarlo de otra manera.

En el jardín, la modelo del retrato de Debbie Richards se había desnudado por completo y uno de los operarios doblaba cuidadosamente la ropa pintada al tiempo que otro le tendía el albornoz. Wood observó el cuerpo de la chica (que incluso descalza era varios centímetros más alta que ella) y se preguntó vagamente si Oslo la veía a ella así de atractiva. Las líneas de la máscara de cerublastina resultaban perceptibles alrededor de su cuello. ¿Cómo sería su verdadero rostro? No lo sabía; no quería saberlo.

Mientras reflexionaba, Wood se quitó las gafas de sol y se frotó los ojos. Oslo pensó: «Dios mío, qué delgada está, qué demacrada». Barruntó que los problemas nerviosos de la señorita Wood en relación con la comida habían aumentado en aquellos últimos años. El «perro guardián» se estaba quedando en los huesos.

Él la había conocido cuando aún era cachorro.

Fue en Roma, en 2001, durante unos cursos sobre cuidado de cuadros exteriores que impartía Oslo en la ciudad. Nunca supo qué le atrajo tanto de aquella chica delgada de apenas veintitrés años. A primera vista parecía sencillo saberlo: April Wood era hermosa, vestía con llamativa elegancia y su cultura e inteligencia resultaban notables. Pero había algo en ella que provocaba el inmediato rechazo de la gente. En aquel tiempo trabajaba como directora de Seguridad para Ferrucioli y, pese a que ya era rica, vivía sola y carecía de amigos íntimos. Oslo creyó descubrir qué era lo que la marginaba: un odio lento y profundo como un veneno subterráneo. La señorita Wood derramaba odio por todos sus poros.

Con la infinita paciencia que le caracterizaba a la hora de ayudar a los demás, Oslo se propuso ofrecerle el antídoto adecuado. Logró reunir algunos datos sobre su vida. Supo que su padre, un marchante inglés afincado en Roma, había presionado a April cuando era adolescente para que se hiciera lienzo. Y supo que ella estaba en tratamiento por un problema de anorexia nerviosa que venía arrastrando desde la época en que su padre quería hacer de ella una obra de arte a toda costa. «Llamaba a varios pintores mediocres para que me abocetasen desnuda -le confesó April un día-. Luego tomaba fotos y las enviaba a los grandes maestros. Pero descubrí a tiempo que no tenía paciencia para ser lienzo. Entonces me dediqué a protegerlos.» Sin embargo, para ella, «proteger cuadros» significaba exactamente eso. Era como si no los considerara seres humanos. Las discusiones entre ellos a este respecto eran frecuentes. Entonces Oslo comprendió que el peor veneno de Wood era Wood. Un antídoto contra aquel veneno sólo habría logrado hacerle más daño.

Cuando Wood entró en la Fundación como flamante directora de Seguridad, la distancia que los separaba aumentó. En 2002 los encuentros se espaciaron más y en 2003 la ausencia tendió su frío relente sobre ambos. La palabra «fin» no se había pronunciado nunca. Seguían siendo amigos, pero sabían que todo lo que había existido entre ellos había terminado.

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