José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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El otro cuadro era mejor, pero se inscribía dentro de la misma tendencia. Wood ya lo conocía y no precisó acercarse para leer su título: Muchacha en la sombra de Georges Chalboux. El cuerpo de Muchacha en la sombra era menos agraciado que el del Moritz. Parecía una estudiante universitaria que hubiera decidido gastarle una broma a alguien quitándose toda la ropa y quedándose inmóvil. Los atriles de ambos cuadros ostentaban los implementos característicos del mantenimiento de las obras humanistas: pequeñas bandejas con botellas de agua mineral y galletas que el cuadro podía ingerir en cualquier momento, letreros que podían colgarse de la pared e informaban de que la obra se había ido a descansar o estaba ausente, incluso un cartel que proclamaba: «Esta persona está trabajando de obra de arte. Por favor, respétela».

Wood apartó la vista de los cuadros e hizo balancear el mínimo bolso de un lado a otro mientras paseaba por el salón. Odiaba el arte humanista francés en todas sus ramas: el «sincerismo» de Corbett, el «democratismo» de Gerard Garcet y el «liberalismo absoluto» de Jacqueline Treviso. Cuadros que te pedían permiso para ir al baño o simplemente iban sin pedírtelo, exteriores que corrían a guarecerse si comenzaba a llover, obras que pactaban contigo las horas de trabajo e incluso la postura que debían adoptar, que se metían en tus conversaciones con otras personas, que tenían derecho a quejarse si algo les parecía mal o a pedirte que les dieras un poco si te veían comer cualquier cosa que les gustara. En lo que a ella respectaba, seguía prefiriendo el hiperdramatismo puro.

Oyó un ruido y se volvió. Hirum Oslo se aproximaba por la vereda del jardín cojeando y apoyándose en su bastón. Vestía un jersey y un pantalón en crema y una camisa roja Arrows. Era un hombre alto y apuesto. Su tez oscura contrastaba con los acentuados rasgos anglosajones heredados de su padre. Llevaba el pelo negro corto muy peinado hacia atrás y sus cejas eran densas y expresivas. Wood lo encontró igual que siempre, quizá un poco más delgado, con sus ojos tristes heredados de su madre hindú. Sabía que tenía cuarenta y cinco años, pero aparentaba casi cincuenta. Era un hombre preocupado, atento a todo lo que ocurría a su alrededor, deseoso de descubrir a una persona con problemas para poder tenderle la mano. Aquella profusión de solidaridad lo envejecía, en opinión de Wood: era como si parte de la lozanía de Oslo hubiera sido entregada a los demás.

Caminó hasta la puerta de cristal para recibirle. Oslo le sonrió, pero primero se detuvo a hablar con el cuadro de Chalboux.

– Cristina, puedes descansar cuando te apetezca -le dijo en francés.

– Gracias -sonrió el cuadro con un gesto de la cabeza.

Sólo entonces se volvió hacia Wood.

– Buenas tardes, April.

– Buenas tardes, Hirum. ¿Podríamos hablar sin que hubiera cuadros delante?

– Claro, vamos a mi despacho.

El despacho no estaba en la casa sino en un anexo al otro extremo del jardín. A Oslo le agradaba trabajar en medio de la naturaleza. Wood observó que no había perdido su afición: cultivaba plantas raras y las identificaba con pequeños letreros, como si fueran obras de arte. Mientras dejaba paso a Wood en un tramo más estrecho flanqueado de enormes cactus, Oslo le dijo:

– Estás muy atractiva.

Ella sonrió sin responder. Quizá para evitar el silencio, él añadió con rapidez:

– La retirada de cuadros de Van Tysch en Europa no es por razones de restauración, ¿verdad? ¿Me equivoco al pensar que tiene relación con tu presencia hoy aquí?

– No te equivocas.

Oslo avanzaba con lentitud debido a su cojera, pero la señorita Wood no tenía ningún problema en acomodarse a su paso. Parecía disponer de todo el tiempo del mundo. Las sombras se hicieron más espesas cuando penetraron bajo el frescor de los robles. Un murmullo de agua se dejaba oír desde algún lugar.

– ¿Qué tal el viaje? ¿Encontraste mi cubil con facilidad?

– Sí, tomé un avión hasta Plymouth y alquilé un coche. Tus indicaciones fueron exactas.

– Según para quién -opinó Oslo sonriendo-. Hay cerebros que se extravían en cuanto salen de Two Bridges. Hace poco me visitó uno de esos artistas que quieren poner música en sus cuadros. El pobre hombre estuvo dando vueltas durante dos horas.

– Veo que al fin encontraste tu refugio perfecto: un rincón solitario en medio de la naturaleza.

Oslo dudó en interpretar aquellas palabras de Wood en sentido plenamente positivo, pero, a pesar de ello, sonrió.

– Es mucho más agradable que Londres, desde luego. Y el clima es excelente. No obstante, hoy ha amanecido nublado. Si llueve, guardaré los exteriores. Nunca los dejo bajo la lluvia. Por cierto -Wood detectó un extraño cambio en su tono de voz-, te vas a llevar una sorpresa…

Habían llegado al sitio del que procedía el ruido del agua. Era un estanque artificial. De pie en el centro había un exterior.

Tras una pausa durante la cual Oslo intentó en vano explorar los sentimientos de Wood, dijo:

– Es de Debbie Richards. Honestamente, creo que Debbie es una gran retratista. Utilizó una foto tuya. ¿Te molesta?

La chica se hallaba de pie sobre una pequeña plataforma. El corte de pelo a lo garçon era exacto y las gafas Ray Ban muy similares a las que ella usaba, al igual que el traje sastre de minifalda pintado en verde. Había una importante diferencia (Wood no pudo menos que fijarse en aquel detalle): las piernas, desnudas, estaban corregidas y aumentadas. Eran largas y torneadas. Resultaban mucho más atractivas que las suyas. «Pero ya se sabe que un buen pintor siempre te embellece», pensó, cínicamente.

El retrato permanecía inmóvil en la postura en que había sido colocado. Tras él se alzaba una pared de piedra natural y a su derecha runruneaba una pequeña cascada. ¿Quién sería aquella chica tan parecida a ella? ¿O era todo un efecto de la cerublastina?

– Suponía que no te gustaban los retratos con ceru -comentó ella tras un silencio.

La risa de Oslo fue sobria.

– No me gustan, en efecto. Pero en este caso era imprescindible cierto parecido con el original. Lo tengo desde hace un año. ¿Te ha sentado mal que encargara un retrato tuyo? -agregó, mirándola con preocupación.

– No.

– Pues entonces no hablemos más sobre el tema. No quiero hacerte perder tiempo.

El despacho se hallaba en el interior de una pérgola de cristal. A diferencia del salón, era un caos de revistas, ordenadores y libros apilados en inestables columnas. Oslo insistió en despejar un poco la mesa y Wood le dejó hacer en silencio. Sin saber por qué con exactitud, se encontraba aturdida. Nada en su aspecto, sin embargo, lo evidenciaba. Pero los nudillos de la mano que aferraba el bolso estaban blancos.

Aquello había sido un golpe bajo, un maldito golpe bajo. No podría haber sospechado jamás que Oslo todavía quisiera recordarla, y de aquella forma tan romántica. Era algo absurdo, sin sentido. Hacía años que Hirum y ella no se veían. Por supuesto, ambos habían oído hablar del otro con cierta frecuencia, más ella de él. Desde que Hirum Oslo desertara de la Fundación y se convirtiera en el gurú del movimiento natural - humanista, casi no había publicación de arte que no lo mencionara para ensalzarlo o denostarlo. En aquel momento Oslo estaba guardando un manoseado ejemplar de su última obra, Humanismo en el arte HD, que Wood había leído. Durante el viaje en avión se había dedicado a planear la entrevista y había decidido comentarle algunos de los párrafos del libro: de esa forma -pensó- evitarían charlar sobre el pasado. Pero el pasado estaba allí, no había lugar en aquel despacho que no lo contuviera, no existía conversación alguna que lo evitara. Y, para colmo, el inesperado retrato de Debbie Richards. Wood volvió la cabeza y miró hacia el jardín. Divisó el retrato en seguida. «Lo ha colocado de modo que pueda verlo desde su sillón mientras trabaja.»Cuando Oslo terminó de recoger, se enfrentó a aquella pálida y delgada figura de gafas negras. «¿Se habrá enfadado? -pensaba-. Nunca muestra sus verdaderos sentimientos. Nunca sabes lo que realmente tiene por dentro.» Decidió de repente que su presunto enfado no le importaba. Ella era la menos indicada para reprocharle sus recuerdos.

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