José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Ella no respondió. Agradecía, de alguna forma, carecer de lágrimas, porque estaba deseando llorar.

– Dígame. ¿Sabe por qué lo quiero? -volvió a preguntar Van Tysch en tono indiferente.

– No -murmuró ella.

– Porque es m í o. Está en usted, pero es mío. -Se golpeaba el pecho con el dedo índice-. Ese brillo que a ratos surge en sus ojos me pertenece. Yo fui quien lo vio primero, y por lo tanto es mío.

Se apartó, dio media vuelta y se alejó unos pasos. Clara lo oyó manipular algo. Cuando se volvió, pudo ver que sostenía una pipa que acababa de rellenar.

– De modo que aquí nos quedaremos, usted y yo, hasta verlo aparecer.

Acercó la llama de una cerilla a la cazoleta. La oscuridad que los rodeaba era cada vez más profunda. Arrojó al suelo la cerilla y la apagó con el pie.

– Ventajas de los bosques de plástico no inflamable -dijo.

Fue aquella inusitada broma, justo aquella pésima broma que él había intercalado en su helado discurso, lo que a ella le pareció más atroz. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no decir ni hacer nada, para seguir mirándolo inmóvil.

– Voy a azuzar a ese animalito brillante de sus ojos para que salga de la madriguera -dijo Van Tysch-. Y cuando lo vea salir, lo atraparé. Lo demás no me interesa.

Y, tras una breve pausa, añadió:

– Lo demás sólo es usted.

Ignoraba cuántas horas llevaba inmóvil, de pie sobre la hierba de plástico, soportando la noche sobre su tersa desnudez. Se había levantado un viento frío, norteño. Las nubes cubrían el cielo. Un helor lento y profundo, que parecía provenir del interior de su cuerpo, horadaba su voluntad como un taladro. Pero intuía que su sufrimiento no provenía de las incomodidades físicas sino de é l.

Van Tysch iba y venía. De vez en cuando se acercaba y contemplaba su rostro en la creciente oscuridad. Entonces torcía el gesto y se alejaba. En una ocasión se marchó. Estuvo ausente un tiempo indeterminado y regresó con lo que parecían unas frutas. Apoyó la espalda en un árbol de plástico y se puso a comer, ignorándola. Ella, a lo lejos, de pie e inmóvil, lo veía como una mancha oscura de largas piernas, una araña inmensa y esbelta. Luego lo vio echarse en la hierba y cruzar los brazos. Parecía dormitar. Clara sentía hambre, frío, intensos deseos de relajar la postura, pero nada de eso le preocupaba en aquel momento. Estaba intentando, ante todo, conservar intacta su voluntad.

En un momento dado Van Tysch se acercó de nuevo. Caminaba a trompicones, resoplando como una bestia enfurecida.

– Dígame -le espetó.

Ella no entendió. Él soltó entonces una especie de furioso alarido. La voz se le quebró a mitad de palabra, como la de un fumador veterano.

– ¡Dígame lo que sea!

A ella le costaba trabajo hablar. La poderosa inercia de silencio que había mantenido durante horas se lo impedía. Sin embargo, obedeció. Sus palabras emergieron de ella como si sólo la boca interviniera.

– Me siento mal. Quiero hacerlo lo mejor posible pero me siento mal porque usted me desprecia. Pienso que está usted loco o que es un cabronhijodeputa, puede que sea las dos cosas, loco y cabronhijodeputa. Le odio, y creo que usted quería que yo le odiara. No soporto que me desprecie. Antes usted me excitaba. Se lo juro. Me excitaba sentirme en sus manos. Ahora ya no. Empieza usted a importarme una mierda. Y aquí estoy.

Cuando terminó, comprendió que Van Tysch apenas la había escuchado. Seguía mirándola a los ojos.

– ¿Qué sintió al morir su padre? -preguntó Van Tysch.

– Alivio -dijo Clara de inmediato-. Su enfermedad era espantosa. Se quedaba en el sofá mucho tiempo y babeaba. Se tiraba pedos delante de mí y me sonreía como si fuera un animal. Un día vomitó en el comedor, se agachó y comenzó a buscar algo en el vómito. Estaba enfermo, pero yo no podía entenderlo. Mi papá había sido siempre una persona amable y culta. Adoraba la pintura clásica. Aquella cosa no era mi padre. Por eso me alivió su muerte. Pero ahora sé que…

– Cállese -dijo Van Tysch sin elevar la voz-. ¿Por qué le aterroriza que alguien entre de noche en su habitación?

– Tengo miedo de que alguien me haga daño. Tengo miedo de que alguien me haga daño. Le estoy diciendo todo lo que sé.

El viento había acrecido. En la rama del árbol más próximo, el albornoz osciló y terminó cayendo, pero Clara no lo supo.

– La sinceridad nos cuesta, ¿no es cierto? -gruñó Van Tysch-. Nos han enseñado que es lo opuesto a la mentira. Pero le diré algo. La sinceridad, para muchos, no es otra cosa que la obligaci ó n de no decir mentiras. Se trata también de un artificio.

– Intento ser sincera.

– Por eso no lo es.

Los faldones de la chaqueta de Van Tysch se agitaban con el viento. Se había subido las solapas para proteger su cuello del frío y se frotaba las manos. Entonces, repentinamente, apuntó a la cabeza de Clara con el dedo índice.

– Ahí dentro se mueve algo, gira algo, se esconde algo que quiere salir. ¿Por qué es usted tan seria consigo misma? ¿Por qué se toma todo esto como si fuera un ejercicio militar? ¿Por qué no hace algo tonto? ¿Tiene ganas de vaciar la vejiga?

– No -dijo Clara.

– Inténtelo, no obstante. Orínese encima.

Lo intentó. No logró ni una gota.

– No puedo -dijo.

– ¿Ve? Dice: «No puedo». Todo en usted es poder o no poder. «Puedo hacer esto, no puedo hacer lo otro…» Olvídese de usted por un momento. Lo que quiero es que entienda… No, no que entienda… Lo que quiero es decirle que usted no importa… En fin, para qué hablar si no me cree. -Hizo una pausa, como si se detuviera a escoger palabras más sencillas. Entonces prosiguió con lentitud, ayudándose de las manos-. Usted es un mero transporte de algo que yo necesito para mi obra. Mire, se lo digo con sinceridad, sé que le resulta difícil admitirlo, pero imagínese como una cáscara: yo quiero romperla, pero no porque la odie, no porque la desprecie, no porque la considere especial, sino porque busco lo que lleva dentro. El resto lo tiraré. Déjeme hacerlo.

Clara no dijo nada.

– Dígame, al menos, que no desea que lo haga -sugirió Van Tysch con calma, casi suplicando-. Opóngase a mí.

– Quiero darle lo que rae pide -tartamudeó Clara-, pero no puedo.

– Ah, ¿lo ve? «No puedo.» Le he tendido una pequeña trampa. Por supuesto que no puede. Pero ¿ve? Se está esforzando. No quiere aceptar su condición de mero vehículo. Es como si la cáscara pudiera partirse por sí sola, sin ninguna clase de presión. -Alzó una mano y la depositó en el hombro desnudo de ella con suavidad-. Está usted helada. Y fíjese cómo tiembla. ¿Ve cómo tengo razón? Ahora mismo está esforz á ndose. ¡ Esforz á ndose! Lo mejor que podemos hacer es dejarlo.

Se apartó un instante. Cuando regresó, traía el albornoz.

– Vístase.

– Noporfavor.

– Vamos, vístase.

– Porfavornoporfavor.

Sabía perfectamente que Van Tysch estaba empleando una técnica pictórica bastante burda: la falsa compasión. Pero su pincelada había sido maestra. Algo dentro de ella había cedido. Lo sentía de la misma forma que podría haber sentido la llegada de la muerte. La simple idea de regresar a la casa le provocaba terror. Aquella casi intolerable posibilidad -volver a ponerse el albornoz y terminar con todo de un plumazo- había fragmentado algo muy duro en su interior. Sus hombros se agitaron. Comprendió que lloraba sin lágrimas.

Él la observó un instante.

– Es buena esta expresión -dijo-, bastante buena, pero no veo nada especial en sus ojos. Habrá que probar otra cosa.

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