– Ergo… -dijo Sorensen.
– Eso nos hace suponer que el Weiss falso y la chica son la misma persona. Bajo el brazo, con toda seguridad, llevaba los accesorios del disfraz de Brenda.
– Lo cual nos permite relacionarlo con el caso de la indocumentada -acotó Sorensen en dirección al Hombre Clave-. ¿No es así, Lothar?
– En efecto. Creo que ustedes ya lo saben. Óscar Díaz conoció en Viena a una indocumentada de la que no quedan rastros. Después aparecen un falso Díaz y el cadáver del verdadero estrangulado con un cable y flotando en el Danubio. Podemos suponer que nuestro hombre ha vuelto a repetir su táctica.
– Si es que se trata de una sola persona -observó Benoit.
– Es verdad -afirmó Gert Warfell, el encargado de la sección de Prevención de Robos y Sistemas de Alarmas de la Fundación, un tipo impetuoso con cara de bulldog-. Pueden ser varios individuos, un equipo completo de expertos en ceru actuando en común. Puede ser un hombre o una mujer, o varios hombres o mujeres. Puede ser… Joder, puede ser cualquiera.
La mujer del grupo de personas que Bosch había definido como importantes modificó su postura en el asiento, se aclaró la garganta y habló por vez primera. Su pelo rubio platino parecía grabado con cincel. Exhibía un traje de color acero y medias opacas a juego. Sus ojos eran del mismo color que el traje y las medias; Bosch suponía que sus pensamientos también eran de acero. Le habían dicho que se llamaba Roman. Echaba chispas por sus ojos metálicos.
– En resumidas cuentas -dijo en un inglés altisonante y americano-, si he entendido bien, caballeros, hay un individuo, o grupo de individuos, que se ha propuesto destruir los cuadros del señor Bruno van Tysch. Ya se ha anotado dos éxitos y, al parecer, nada le impide anotarse otro. Me pregunto, entonces, qué seguridad puedo ofrecer a mis clientes. ¿De qué forma voy a convencerlos de que sigan invirtiendo en la creación, mantenimiento y custodia de unas obras que cualquiera puede destruir en cualquier momento?
Se alzaron varias voces, pero fue Benoit quien las resumió todas.
– Señorita Roman, nos hemos reunido aquí, precisamente, con la esperanza de resolver este asunto… -El cuello de su espléndida camisa morada empezaba a arrugarse con el sudor-. Nuestro sistema de Seguridad ha cometido fallos, en efecto, y soy el primero en reconocerlo y lamentarlo, como habrá podido comprobar… Pero estos señores… -Hizo un gesto vago hacia el Hombre Clave-… estos señores no pertenecen a la sección de Seguridad de nuestra compañía. Estos señores a los que hemos pedido ayuda… ¿Sabe quiénes son estos señores…?
– S é quiénes son estos señores -contestó Roman, impasible-. Lo que me gustaría saber es cu á nto nos van a costar estos señores.
De nuevo hubo otra pugna de voces. Pero todo cesó de repente cuando tomó la palabra el Hombre Clave.
– No, no, no, no. Nosotros no costaremos nada a la Fundación Van Tysch, señorita Roman. Puntualicemos. Rip van Winkle es un sistema de defensa de la Comunidad Europea. Puntualicemos. Rip van Winkle es un sistema con cargo a los fondos de cohesión de los países miembros. -Hizo una pausa para atesorar caramelos del recipiente de la Bandeja. Uno de ellos se le cayó y rebotó sobre el vientre tenso y desnudo de la muchacha-. Puntualicemos, por favor. Ni el señor Harlbrunner ni el señor Knopffer ni yo estamos aquí porque nos paguen más ni porque tengamos intereses económicos en el asunto. Somos piezas de Rip van Winkle. Piezas, señorita Roman. Puntualicemos. Si estamos aquí, repito, si estamos aquí, es únicamente porque los asuntos que afectan al patrimonio cultural y artístico europeo nos afectan a todos como ciudadanos de países con una larga tradición. Si un grupo terrorista amenazara el Partenón, Rip van Winkle intervendría. Y si las obras de Bruno van Tysch están amenazadas por una organización terrorista, sea cual fuere, Rip van Winkle intervendrá. No es cuestión de dinero, señorita Roman, sino de obligación moral. -Se llevó el puñado de caramelos a la boca y echó la cabeza hacia atrás.
– Se empieza hablando de obligaciones morales y se termina firmando obligaciones bancarias -sentenció la señorita Roman sin provocar risas-. Pero si Rip van Winkle no va a representar una carga adicional para mis clientes, nosotros no tenemos nada que objetar.
– A propósito -se oyó un vozarrón de trueno en un inglés germanizado-, ¿es cierto lo que me han dicho?
¿Que la pérdida de esos dos gordos equivale a perder la Mona Lisa? Era un hombre de cara rojiza y enorme mostacho blanco. Parecía el típico bebedor de cerveza bávaro de las postales de la Hofbräuhaus. Se llamaba Harlbrunner. Su especialidad (así lo había presentado el Hombre Clave) era la dirección de los comandos de asalto del sistema Rip van Winkle. En ese momento se hallaba de pie junto a la Mesa de los frutos secos coleccionando almendras en su enorme mano velluda y blanca, pero contemplaba con absorta curiosidad las piernas abiertas y barnizadas de la parte superior de la Mesa.
Por un instante hubo un silencio distraído por miradas discretas. Era como si los demás estuvieran decidiendo si valía la pena contestar o no a aquella pregunta. Entonces intervino Benoit.
– Nadie puede… Nadie podrá nunca valorar adecuadamente la pérdida de Monstruos. El mundo en que vivimos, el planeta que habitamos, la sociedad que hemos construido… Nada será ya igual sin esta obra. En Monstruos se encontraban las claves de lo que somos, lo que hemos sido y lo que…
– Joder, los destripó como a cerdos -dijo en voz alta Knopffer, de Europol, interrumpiendo a Benoit. Se había levantado para coger las fotos que se hallaban sobre el vientre de la otra Mesa, en el centro de la alfombra, y ahora las contemplaba. La respiración de la Mesa había provocado que una de las fotografías cayera a la alfombra.
– ¿Y por qué estas marcas? -preguntó Rudolf Kobb, de la Cancillería, a quien Knopffer pasaba las instantáneas.
– Diez heridas cada uno, ocho de ellas en aspa -informó Bosch-. Igual que con Desfloraci ó n. Los coloca desnudos con las piernas abiertas, pero les deja las etiquetas. No sabemos por qué hace siempre las mismas heridas. Usa un cortalienzos portátil. Lo emplean algunos restauradores para cortar tablas. Y deja siempre una grabación. Ésta la encontramos en el suelo, entre los dos cadáveres. Podemos escucharla ahora, si quieren.
– Queremos -dijo el Hombre Clave.
Bosch se iba a levantar, pero Thea van Droon, que se encontraba a su lado, lo hizo por él. Thea era la supervisora de los comandos de asalto de la Fundación y acababa de regresar de París tras el interrogatorio de Briseida Canchares. Al abandonar Thea su asiento, permitió a Bosch contemplar mejor a la señorita Wood, que se retrepaba un asiento más allá con el mentón hundido en el pecho y las flacas piernas estiradas. «No habla, no participa -pensó, dolorido-. Sabe que ha vuelto a fallar y lo considera humillante.» Le hubiera gustado confortarla, asegurarle que todo iba a arreglarse. Quizá lo hiciera después.
Thea se aseguró de que los cobertores auditivos estaban perfectamente colocados en los oídos de los dos muchachos desnudos que formaban la Mesa. La grabadora portátil poseía amplificadores para mejorar la audición. El aparato estaba colocado sobre el esternón del primer muchacho y los amplificadores se apoyaban en los muslos del segundo. Thea pulsó un botón.
– El arte, despu é s, se hizo sagrado -declaraba en inglés, entre jadeos nerviosos, una voz con timbre de falsete; los laboratorios la habían identificado como perteneciente a Hubertus-. Las figuras buscaban… buscaban descubrir a Dios y honrar el misterio… -Una pausa de sollozos. Benoit hizo una mueca cuando estalló el chirrido en los amplificadores-. El hombre intentaba ser inmortal representando a la muerte… Todo el arte religioso giraba… giraba… giraba en torno al mismo tema… Se pintaban y esculp í an la tortura y la destrucci ó n con el fin de… con el fin de… -Hubertus lloraba ahora abiertamente-… afirmar a ú n m á s la vida… la vida eter… etern - n-na… ¡¡ Por faaavvvv…!!
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