Bosch había sido designado como moderador. Cuando creyó que había transcurrido el tiempo oportuno, y comprobando que la señorita Wood le otorgaba la venia con un gesto de la cabeza, se aclaró la garganta y dijo:
– ¿Qué les parece si comenzamos, señoras y caballeros?
Las Bandejas móviles, que no llevaban cobertores, salieron de inmediato del salón. Los ojos de los invitados siguieron con inevitable curiosidad el desfile de altas y barnizadas desnudeces. Nadie habló durante casi un minuto. Por fin, Paul Benoit pareció despertar de un sueño y fue el primero en intervenir.
– Por favor, Lothar, ¿cómo entró? Dime tan sólo esto. ¿Cómo entró? No quiero ponerme nervioso, Lothar. Sólo explícame… Quiero que April y tú me expliquéis, nos expliquéis ahora mismo cómo diablos entr ó en la suite ese hijo de puta, Lothar, cómo hizo para entrar en una suite hermética y forrada de alarmas, con cinco agentes de Seguridad en vigilancia permanente en los ascensores, escaleras y puertas del hotel… ¿Me lo quieres explicar?
– Si me dejas decir algo, Paul, te lo explicaré -repuso Bosch con calma-. No tuvo que entrar: ya estaba dentro. El hotel Wunderbar se adorna con obras hiperdramáticas. En la suite había una, un óleo de Gianfranco Gigli…
– Un discípulo de Ferrucioli, un inepto -precisó Benoit-. Sus obras se venderían al peso si no fuera porque se suicidó.
– Por favor, Paul.
– Perdona. Estoy nervioso. Continúa.
– Para hacer la obra de Gigli se turnaban cuatro modelos a la semana. Este tipo, de alguna forma, logró hacerse pasar por uno de ellos, un tal Marcus Weiss, cuarenta y tres años, de Berlín. A Weiss le tocaba hacer la obra los martes. Cuando supimos lo ocurrido fuimos al motel donde se hospedaba y lo descubrimos atado de pies y manos a la cama de su habitación y estrangulado con un alambre. La policía calcula que su muerte se produjo la noche del lunes. No pudo ser él quien se presentó en el Wunderbar al día siguiente con las pinturas y el disfraz de la obra de Gigli.
– ¿He entendido bien? -preguntó Rudolf Kobb, de la Cancillería-. ¿Un tipo que se disfraza de alguien que se disfraza de otra cosa?
– Un tipo que se disfraza de modelo de una obra de arte que se exhibía dentro de la suite -matizó Bosch.
– No, no, no, Lothar. -Benoit cambió de postura y ajustó la raya de su pantalón-. No me convenzo, lo siento, pero no me convenzo. ¿Quién fue el capullo que le dejó entrar en la suite?
– No fue responsabilidad de mis hombres, Paul. En todo caso, yo no tengo inconveniente en asumirla por ellos. A las siete en punto de la tarde del martes un individuo con el aspecto de Marcus Weiss, las etiquetas que llevaba Marcus Weiss y la documentación de Marcus Weiss llegó al Wunderbar. Mis hombres revisaron sus papeles, comprobaron que todo estaba en regla y lo dejaron pasar. Habían estado haciendo lo mismo con Weiss en las semanas previas.
– ¿Y por qué no registraron su bolsa?
– Paul, era una obra de arte y no nos pertenecía. No era de la Fundación. No podemos registrar la bolsa de una obra que no es nuestra.
– ¿Quién dio la alarma?
– Saltzer. Telefoneó a la suite a eso de las doce por pura rutina. No respondió nadie, y ahí quizá resida el único error que cometió. Prefirió esperar abajo y repetir la llamada más tarde. Según me dijo, a veces los gemelos no respondían al teléfono por capricho. Empezó a intrigarse a partir de la tercera llamada y subió. Eso nos permitió controlar mejor el asunto que en Viena, porque fuimos nosotros los que descubrimos los cuerpos y llamamos a la policía cuando nos interesó. Y soy capaz de disculpar su error, Paul. El tipo ya estaba dentro.
– Estaba dentro, de acuerdo -intervino Kurt Sorensen-, pero ¿cómo logró salir después?
– Lo tuvo más fácil, sin duda. Accedió a la escalera y llegó a otra planta. Desde allí cogió otro ascensor. Probablemente utilizó un nuevo disfraz para no despertar sospechas. Nuestros hombres estaban entrenados para impedir que alguien entrara, pero no para evitar que alguien saliera.
– ¿Entiendes ahora, Paul? -rugió Gert Warfell en dirección a Benoit-. Ese cabrón es todo un experto.
Tras un incómodo silencio, el Hombre Clave habló en tono jovial.
– Perdonen que cambie un momento de tema, pero quería decirles que tuve la oportunidad de pasar por la Haus derKunst ayer y ver la colección de «Monstruos». Debo felicitarles. Es increíble. -Parecía dirigirse a todos, pero miraba directamente a Stein-. Algunas cosas no las entendí, sin embargo. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, exhibir a un enfermo de sida en fase terminal?
– Es arte, fuschus -repuso Stein sin alzar la voz-. El único sentido del arte es el arte en sí.
– Yo también la he visto -intervino el representante de Europol, Albert Knopffer-. A mí me impresionó mucho esa niña de ocho o nueve años con una especie de niñito africano en los brazos que en realidad es un modelo masculino deforme, ¿no? Me dio escalofríos.
– Sería para estar todo el día hablando de esas obras -dijo el Hombre Clave llevando la mano hacia el recipiente de caramelos-. A mí me parecen incluso más profundas que las «Flores». Bueno, puntualicemos. Son de otro estilo, no pueden compararse. Pero a mí me parecen más profundas. Enhorabuena.
– Son obras del Maestro -dijo Stein.
– Sí, pero usted colabora con él. Enhorabuena a los dos.
Stein agradeció el cumplido con un gesto de la cabeza.
– ¿Por qué no cuentas ahora lo de la chica llamada Brenda, Lothar? -pidió Sorensen-. Sólo para ilustrar a nuestros amigos -agregó y sonrió hacia el Hombre Clave.
Kurt Sorensen era el hombre que mediaba entre la Fundación y las compañías de seguros, y había aprendido a mostrarse conciliador con todo el mundo. A Bosch, sin embargo, no le agradaba. No sólo su físico, su palidez y sus cejas negras de vampiro, sino también su carácter, le resultaban irritantes. Presumía de saberlo todo, de estar a la última, de conocer siempre la información más verosímil.
– Ahora mismo, Kurt. -Bosch barajó los papeles que tenía sobre las rodillas-. Según nuestros informes, Weiss se exhibía en otra obra durante el resto de la semana, un óleo de Kate Niemeyer en la galería Max Ernst de Maximilianstrasse.
El lunes, después del trabajo, una chica lo estaba esperando a la salida de la galería. Weiss la presentó a una amiga suya, también lienzo. Le dijo que se llamaba Brenda y que era marchante. La amiga de Weiss, a la que interrogamos ayer, afirma que Brenda parecía un cuadro. Tengo que aclarar que los cuadros saben reconocerse muy bien entre sí. Por lo visto, Brenda tenía toda la apariencia de un lienzo profesional joven: cuerpo atlético, piel tersa, belleza llamativa. Weiss y su amiga Brenda, a la que no sabemos ni cómo ni cuándo conoció, fueron a cenar a un restaurante y después se marcharon al motel donde él se hospedaba. Al día siguiente por la tarde Weiss salió solo, saludó y dejó la llave en recepción. El recepcionista conocía muy bien a Weiss y dice que no observó nada raro en él salvo la bolsa que llevaba bajo el brazo. No se fijó bien, pero asegura que no era la que acostumbraba llevar y que, por cierto, había olvidado el día anterior en el restaurante. Nadie vio a la chica salir de la habitación en ningún momento del día, y estoy convencido de que el recepcionista de turno se hubiera fijado en ella en caso contrario. Tampoco entró nadie en la habitación de Weiss durante ese lapso. Por otra parte, el Weiss que salió el martes por la tarde no pod í a ser el Weiss real, que llevaba más de doce horas muerto en la habitación…
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