Creyó que no se dormiría aquella noche, pero cayó en seguida en un agotado sopor.
No supo en qué momento volvió a sentir que alguien la vigilaba.
Bocabajo sobre el colchón desnudo, desnuda ella misma, su conciencia oscilaba con suavidad entre la vigilia y el sueño. En un momento dado, la ventana dibujada con la débil tiza de la luna se tachó de sombras. Lo percibió como el paso brusco de una nube. Pero la nube provocaba ruidos en la hierba.
Se incorporó con gesto de ciervo. En la ventana no había nadie.
Pero un instante antes, una fracción de segundo antes de que no hubiera nadie, el rectángulo había sido recortado con una silueta.
Era un hombre, estaba segura.
Permaneció con la cabeza erguida en la oscuridad, conteniendo la respiración, hasta que un grito enloquecido la hizo gemir de terror. Reconoció, con el corazón en la boca, la alarma del temporizador. Tanteó como una ciega hasta encontrar el aparato en el suelo, junto al colchón, y lo apagó. Ignoraba por qué estaba conectado, ya que Gerardo le había dicho que no era necesario utilizarlo esa noche. Su corazón bombeaba la sangre con energía. Los latidos se le antojaban burbujas estallando en sus tímpanos. El silencio de la casa era enorme. Pero la sensación estaba allí, idéntica a la de la noche previa. Y si aguzaba el oído, lograba percibir el remoto crujido de la hierba.
De alguna forma, y aun sopesando las mejores posibilidades (por ejemplo, que se tratara de un vigilante de la Fundación, como le había dicho Gerardo), aquella misteriosa presencia la agobiaba mucho más que cualquier otra cosa. Se incorporó, puso los pies en el suelo y respiró hondo varias veces. Después de que Uhl y Gerardo se marcharan se había duchado con disolventes para desprenderse toda la pintura del pelo y el cuerpo. Sin óleos encima, el terror le parecía más natural, más crudo, menos apasionante.
Aguardó un poco más y dejó de oír pisadas en la hierba. Quizás el hombre se había marchado, o quizá pretendía asegurarse de que ella se volvería a dormir. Estaba demasiado nerviosa para poder pensar con calma. Conocía varios ejercicios respiratorios que la dejarían como un bálsamo en cuestión de minutos. Comenzó con uno de los más simples, al tiempo que intentaba determinar el origen del miedo que sentía.
Una de las cosas que más la habían atemorizado siempre era la posibilidad de que un desconocido entrara de noche en su habitación. Jorge se reía cuando ella lo despertaba de madrugada para decirle que había oído un ruido.
«De acuerdo. Pues enfréntate a tu miedo y lograrás vencerlo.»Se levantó y caminó hacia el salón a oscuras. Los ejercicios respiratorios le habían otorgado una calma ficticia que envaraba sus movimientos. Se le había ocurrido algo: llamaría a Conservación y pediría ayuda, o al menos consejo. Sólo tendría que hacer eso. Sólo llegar hasta el teléfono, marcar el único número posible y hablar con Conservación. Al fin y al cabo, ella era material valioso y estaba un poco atemorizada. Corría el riesgo de estropearse. Conservación tendría que ayudarla.
Recordó que las luces de la casa se encontraban a la entrada, de modo que atravesó el salón con rapidez, subió los tres peldaños del vestíbulo en medio de la oscuridad y se entregó a una orgía de interruptores como quien efectúa sucesivos disparos contra un enemigo amenazador. No vio nada anormal. Los espejos de cuerpo entero, impávidos en sus armazones, reflejaban las formas de costumbre. Allí estaban también el trípode y el foco de estudio, tal como Gerardo y Uhl los habían dejado. La foto del hombre de espaldas seguía en su sitio y el hombre continuaba de espaldas (otra cosa hubiera sido si ahora estuviera de perfil, ¿ no te parece?). Más allá, las tres ventanas negras del salón y la puerta trasera no mostraban ningún detalle fuera de lo común: estaban cerradas y parecían protectoras.
Se pasó la lengua imprimada por los labios imprimados. No quería mirarse en los espejos porque no quería contemplar un rostro sin cejas ni pestañas, provisto sólo de ojos y boca (tres puntos que se dilatan en un triángulo terrorífico) bajo una capucha de delgado pelo rubio. No sudaba (no había gotas que se deslizaran por su piel o que convirtieran su frente en un suave p ó lder, como los que abundaban en aquel país), ni disponía de saliva que tragar, pero allí estaban, exactos como relojes, el esfuerzo emuntorio del sudor y la invisible agonía del nudo en la garganta. Su terror seguía dentro de ella, picudo y trémulo. Toda la pintura del universo no podía hacer nada frente a eso.
«Tranquilízate. Vas a acercarte al teléfono y llamar. Después cerrarás las persianas, una a una. Luego podrás irte a dormir.»Se acercó como sonámbula a un teléfono huidizo, un teléfono situado en el extremo final de un punto de fuga. No quería mirar hacia las ventanas mientras se acercaba. Precisamente por eso las miraba. Pero sólo veía cristales negros que reflejaban su cuerpo desnudo y amarillento. De repente pensó que si veía aparecer en uno de aquellos cristales una figura, fuera cual fuese, entraría en coma, en catalepsia, quedaría convertida en vegetal y babearía encerrada en algún manicomio durante el resto de sus días. Fue un instante fugaz como un mareo, una fracción de tiempo que ningún reloj podría marcar. El Horror se desabrochó la gabardina frente a ella y le mostró el sexo. Ya. Un parpadeo. La sensación pasó. Y no había visto ninguna figura en los cristales.
Llegó hasta el teléfono, cogió la tarjeta azul marino y comenzó a marcar el número con extremo cuidado. Se encontraba frente a una de las ventanas. Más allá del muro de viento y ramas, los árboles y la noche lo cubrían todo. Su figura debía de ser perfectamente visible para cualquiera que observara desde lejos. «Que observe todo lo que quiera -pensó-, pero que no se acerque.»
– Buenas noches, señorita Reyes -dijo una voz masculina y joven tras el auricular, en perfecto castellano. Una voz tranquilizadora como un queso gouda o unos zuecos de madera-. ¿En qué podemos ayudarla?
– Hay alguien rondando por la casa -declaró sin preámbulos.
– ¿Por la casa?
– Por fuera, quiero decir.
Un instante de silencio.
– ¿Está segura?
– Sí, lo he visto. Acabo de… Acabo de verlo. Una persona asomada a la ventana del dormitorio.
– ¿Sigue estando ahí?
– No, no. Es decir… no creo…
Otro instante de silencio.
– Señorita Reyes, eso es completamente imposible.
Escuchó un crujido a su espalda. Tan pendiente estaba de mirar por las ventanas que se había olvidado (Dios m í o) de mirar atr á s.
– ¿Señorita…? ¿Señorita Reyes…?
Se dio la vuelta como en mitad de un sueño. Se volvió como un cuerpo muerto al que una patada en un costado hace girar. Se dio la vuelta a cámara lenta, en un carrusel que le ofrecía imágenes distantes del salón (el hombre de espaldas, el…).
– ¿Oiga…? ¿Sigue ahí…?
– Sí.
No había nada. El salón estaba vacío. Pero, durante una fracción de segundo, ella lo había poblado de pesadillas.
– Pensé que había colgado -dijo el hombre de Conservación-. Le explicaré por qué no puede ser eso que usted dice. Toda la zona de granjas en que se encuentra pertenece a la Fundación y es de acceso restringido. Las entradas están vigiladas día y noche por personal de Seguridad, de modo que…
– Yo acabo de ver a un hombre en la ventana -lo interrumpió Clara.
Otro silencio. Su corazón latía con fuerza.
– ¿Sabe lo que le digo? -replicó el tipo cambiando de tono, como si de repente la explicación se hubiera hecho diáfana para él-. Que es muy probable que tenga razón y que haya visto a alguien. Le explicaré. De vez en cuando, sobre todo con el material nuevo, los agentes suelen acercarse a las granjas para saber si las cosas van bien. Últimamente Seguridad anda un poco inquieta con el bienestar de los lienzos. No le quepa ninguna duda: se trata de uno de nuestros agentes. Pero, para cerciorarnos, le diré lo que voy a hacer. Llamaré a Seguridad y pediré que me confirmen si están rondando por ahí. En cualquier caso, ellos tomarán las medidas oportunas. No se mueva del teléfono, por favor. Volveré a llamarla para informarle.
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