José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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– Ya está -le dijo.

Clara salió del baño y caminó hacia el salón dejando un perfumado rastro de óleo a su paso. Lo primero que hizo fue observarse en los espejos. Entrevió la figura tras el boceto: una muchacha de Manet, alta, esbelta, desnuda, pelirroja, de músculos que destacaban uno a uno sin violencia como dibujados por un experto; bajo la luz del sol su cabello era una hemorragia luminosa. Se encontró bien hecha. Quiso imaginar que aquello no era un simple boceto, que el cuadro desconocido que estaban pintando con ella sería exactamente así.

Habían instalado una cámara de vídeo sobre un trípode y un gran foco de estudio fotográfico, pero las posiciones, al principio, se filmaron con luz natural. Tiene que hacer un día precioso, pensaba Clara contemplando la ventana que tentadoramente se abría ante ella, pero en el interior de aquellas paredes en crudo sobre aquel suelo de líneas paralelas todo se disolvía en resplandores, como si viviera dentro de un prisma. Estaba deseando disponer de tiempo libre para salir a explorar.

– La comida está en la cocina -le avisó Gerardo durante el descanso.

Ella caminó con cuidado, para no agrietar la pintura, hasta el cuarto de baño y se puso uno de los albornoces que colgaban de la puerta. Solía vestirse con algo cuando estaba pintada para no estropearse mientras comía o descansaba.

En la cocina le aguardaba una novedad. Su bandeja plastificada se encontraba, como el día anterior, en el lugar de costumbre, pero Gerardo ocupaba la silla opuesta. Estaba destapando la caja de una pizza recién descongelada en el microondas. Al parecer, iban a comer juntos. Se preguntó dónde estaría Uhl y por qué no comía con ellos. Supuso que entre Uhl y Gerardo existían graves desavenencias. A lo largo de la mañana aquellas desavenencias se habían traducido en discusiones, órdenes bruscas y grandes silencios incómodos. A ella le parecía evidente que Gerardo se dejaba dominar por su colega mayor, quizá porque lo admiraba, o tal vez por una simple cuestión de jerarquía, ya que el puesto de Gerardo se encontraba un peldaño por debajo del de Uhl. Decidió, de cualquier forma, ser discreta.

Se sentó y desgarró el plástico de su bandeja. Tenía dos triángulos de sándwich con una especie de mayonesa en los bordes, uvas, pan integral, margarina, queso crema, una ensalada, una infusión y un zumo vitaminado marca Aroxén. Antes ingirió las pastillas de rigor con un trago de agua mineral. Luego cogió el sándwich. Entretanto, Gerardo se afanaba con una cuña de pizza.

Iniciaron una conversación corriente. Él alabó su Quietud y le preguntó quiénes habían sido sus maestros. Ella le habló de Cuinet y de Klaus Wedekind, y de la semana que había pasado en Florencia trabajando de boceto para Ferrucioli. Comía muy despacio, mordisqueando pequeños trozos de sándwich, porque el óleo del rostro le tensaba la mandíbula y no quería agrietarlo. Mientras untaba una espesa capa de margarina en el pan integral improvisó una sonrisa con sus labios recién dibujados.

– Oye, dime, no seas malo. ¿Qué estáis haciendo conmigo?

– Pintarte -repuso Gerardo.

Ella reprimió una risita pero insistió.

– En serio. Voy a ser uno de los cuadros de la colección «Rembrandt», ¿verdad?

– Lo siento, amiguita, no puedo decírtelo.

– No quiero saber qué figura soy, ni el título del cuadro. Sólo dime si voy a ser un «Rembrandt».

– Mira, cuanto menos sepas sobre lo que estás haciendo, mucho mejor, ¿okay?

– Vale. Perdona.

De repente le avergonzó haber insistido. No quería que Gerardo pensara que ella lo había creído más manipulable que Uhl, más susceptible de revelar secretos artísticos.

Hubo un silencio. Gerardo jugaba a coger y soltar una chapa arrugada de la lata de Coca-Cola que había estado bebiendo. Parecía de mal humor.

– ¿Te ha molestado mi pregunta? -se preocupó ella.

Él habló con notable esfuerzo, como si el tema le resultara amargo, aunque inevitable.

– No. Sucede que estoy un poco enfadado… Pero no contigo sino con Justus. Lo de siempre. Ya te he dicho que tiene un carácter muy especial. Yo lo conozco bien, desde luego, pero a veces me resulta muy difícil soportarlo…

– ¿Desde cuándo trabajáis juntos?

– Tres años. Es un buen pintor, he aprendido mucho con él… -Miró hacia el mediodía de la ventana. Su rostro de perfil seguía pareciéndole a Clara muy atractivo-. Pero hay que hacer todo lo que él dice. Todo.

Se volvió para mirarla, como si aquellas últimas palabras se relacionaran mucho más con ella que con él.

– Él es quien manda -agregó.

– Es tu jefe.

– Y el tuyo, no lo olvides.

Clara asintió, un poco desconcertada. No sabía muy bien cómo interpretar aquella última frase. ¿Era una advertencia? ¿Un consejo? Recordó el extraño examen al que Uhl la había sometido el día anterior. Cuando Gerardo hablaba de hacer «todo» lo que Uhl ordenara, ¿se refería sólo a pintura?

Terminó el pan integral y cogió una uva con dedos brillantes de rosa. La ventana de la cocina, con sus visillos entornados, le recordó el suceso de la noche previa. Decidió comentarlo para cambiar de tema.

– Oye, hay algo que…

Se detuvo y expulsó las semillas de la uva. Gerardo la miraba con aire interrogante.

– ¿Sí?

– Bah, es una tontería.

– No importa, dímelo.

Ahora él se mostraba sinceramente interesado. Se inclinaba hacia ella acodado sobre la mesa. A Clara le gustó su aparente seriedad, casi su preocupación, y optó por ser sincera.

– Anoche alguien merodeaba por los alrededores de la casa. Cuando el temporizador sonó una de las veces lo vi asomado a la ventana del dormitorio. Pero se fue en seguida.

Gerardo la miraba fijamente.

– No juegues.

– En serio. Me llevé un susto de muerte. Me acerqué a la ventana y no vi a nadie, pero estoy segura de que no lo soñé.

– Qué raro… -Gerardo se alisó el bigote y la perilla en un gesto que ella ya le había visto hacer otras veces-. No hay vecinos en las proximidades, sólo otras granjas de la Fundación.

– Pues estoy segura de que escuché pasos cerca de la ventana.

– ¿Y te asomaste y no viste a nadie?

– Ajá.

El joven pintor parecía pensativo. Jugaba con las migas de la pizza. En el extremo superior de su bíceps izquierdo la camisa desvelaba un tatuaje.

– Quizá sea personal de vigilancia, ¿sabes? A veces dan vueltas por las granjas para asegurarse de que los lienzos están bien… Sí, seguro que era personal de vigilancia.

– ¿Hay otros lienzos en otras granjas?

– Ya lo creo, amiguita. Estamos full. Muchos lienzos y mucho trabajo.

Aquella posibilidad -que fuera un vigilante- le resultaba tranquilizadora y en modo alguno improbable. Se disponía a hacer otras preguntas cuando una sombra se interpuso entre la luz y ellos. Uhl había entrado en la cocina. Clara se dio cuenta de que le sucedía algo casi antes de mirarlo. El pintor la observaba con una mueca de disgusto al tiempo que mascullaba un holandés indignado.

– ¿Qué dice? -preguntó ella.

De súbito, antes de que Gerardo pudiese responder, Uhl hizo algo imprevisto. Cogió las solapas del albornoz de Clara y tiró con fuerza. El gesto fue tan violento e inesperado que la hizo levantarse de un salto y volcar la silla. Entonces Uhl aferró el cordón del albornoz y lo desató. Aparecieron los pechos trémulos.

– ¡Oye, qué haces! -exclamó Clara.

Gerardo también se había levantado y parecía discutir con Uhl. Pero era evidente que éste llevaba las de ganar. Más aturdida que enfadada, Clara volvió a cerrarse el albornoz. Notaba que parte de la pintura del vientre se le había agrietado.

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