José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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Intentó ponerse de rodillas, pero algo lo empujó desde atrás. La cosa, o el grupo de ellas, cruzó junto a él como una exhalación. Alguien había descubierto que más allá de las cuerdas de la pasarela podía haber otra salida, y ahora todos corrían hacia aquel mundo remoto. Quizá fuera cierto que las salidas de emergencia de los cuadros podían ser utilizadas por el público: aunque se hallaban más lejos, el acceso a las mismas estaba mucho más despejado. El problema era encontrarlas.

Logró incorporarse y comprobó que no tenía ningún hueso roto. A su alrededor se agitaban sombras aturdidas. Intentó guiarlas, ya que él sí conocía la existencia de las salidas. Comenzó a gritar ante un público que era como una manada de elefantes en la oscuridad de una tormenta.

– ¡Al fondo! ¡Al fondo!

Pero ¿al fondo de qué? La gente corría hacia las luces. Pero también era cierto que las luces se aproximaban. Un lápiz mágico pintó de blanco, con majestuosa rapidez, un rostro sudoroso y aterrado frente a Bosch. Luego la oscuridad añadió negro y el rostro desapareció. Otro pincel luminoso dibujó una mano abierta, el tejido de una camisa de verano, una silueta fugaz. Bosch, en medio de aquel Guernica del pánico, alzaba los brazos haciendo gestos de náufrago.

– Calma, calma -oyó.

Experimentó un notable alivio al distinguir palabras que significaban algo. Un jirón de coherencia con el que, al menos, podía establecer una comunicación. Y estaban las luces, sin duda eran linternas. Corrió hacia ellas como si la oscuridad que lo envolvía fuera un incendio y su cuerpo necesitara rociarse de resplandores. Apartó a empellones a alguien que también deseaba el privilegio de la luz. «La oscuridad es cruel -pensaba-. La oscuridad es inhumana -pensaba.»

– ¡Soy Lothar Bosch! -exclamó. Se palpó la solapa de la chaqueta. Había perdido su tarjeta de identificación.

– Calma, calma -repitió la voz que regalaba luces.

Un rayo lo enfocó, cegándolo. No le importaba: deseaba ser cegado antes que seguir ciego. Alzó las manos mendigando luz.

– Calma, no ha ocurrido nada -decía la voz en inglés.

A él le daban ganas de reír. ¿No había ocurrido nada?

Y entonces se percató de que, en efecto, fuera lo que fuese lo que había sucedido, parecía haber cesado. Ya no oía la siniestra vibración de la estructura metálica del Túnel.

La linterna pintó otra cara: una mujer del público que sollozaba intentando hablar. Bosch contempló aquella máscara de la tragedia con el mismo detenimiento con que había contemplado los cuadros momentos antes.

Emergió tambaleándose desde el infierno del Túnel, guiado por las linternas salvadoras y tan desconcertado como la gente que lo rodeaba. Aún no había anochecido, incluso había dejado de llover, pero el techo compacto de nubes grises atenuaba la fuerza del ocaso. Bajo aquel cielo sin colores, la plazoleta, por el contrario, se había convertido en una hemorragia de pintura. Era como si el Rijksmuseum hubiese reventado y poblado la calle de sueños de Rembrandt.

La Mesa y la Criada del Fest í n de Baltasar se ponían los albornoces ayudadas por los técnicos de Conservación. El Rey Baltasar, enmascarado bajo el pesado turbante de óleo, jadeaba con roncos y sonoros gemidos. Los soldados de La ronda nocturna enarbolaban lanzas y mosquetes como un ejército de cadáveres y mostraban asombro bajo sus rostros sanguinolentos. La chica con la gallina en la cintura, desnuda y pintada de dorado, era una llama trémula al pie de la furgoneta. En el brazo opuesto de la herradura, los S í ndicos buscaban el refugio de los vehículos y los estudiantes de Lecci ó n de anatom í a corrían con sus gorgueras blancas. El cuerpo azul pálido de Kirsten Kirstenman era transportado en parihuelas. Los óleos se mezclaban con los hombres. Al aire libre, las obras maestras de Van Tysch parecían la pesadilla postrera de un pintor agonizante. ¿Dónde podía estar Danielle? ¿Dónde se había exhibido La ni ñ a en la ventana? Bosch no lo recordaba. Se hallaba completamente desorientado.

De improviso cayó en la cuenta de que su cuadro se encontraba después del Fest í n. Recordó que había decidido no detenerse en este último para llegar a ella cuanto antes.

Vio a un hombre de Conservación al que reconoció. Estaba colocando una etiqueta, con gestos nerviosos, en el cuello de Paula Kircher, el Ángel de Jacob lucha contra el á ngel. Paula desplegaba unas enormes alas en destellante color perla, adosadas a su espalda como un monstruoso e inútil paracaídas. Otro ayudante corría a proteger su valiosa desnudez ocre con un albornoz, pero era imposible colocárselo sin quitarle las alas, de modo que Paula se envolvió con él como si fuera una toalla. La gente que pasaba a su lado golpeaba sus plumas con la cabeza o los hombros; un bombero le arrancó una con el casco. Fue Paula quien respondió a la frenética pregunta de Bosch: parecía considerablemente más tranquila que el tipo que la etiquetaba.

– Junto al Cristo.

Señalaba una salida lateral. En aquel lugar no había ninguna furgoneta. «Dios mío, ¿dónde está? ¿La han evacuado ya?» Corrió hacia allí como un desesperado. Una agente de Seguridad del equipo de vigilantes internos estaba consolando a una mujer que, probablemente, era una persona y no un cuadro. Esto Bosch lo supo porque la mujer no estaba pintada. A su lado se hallaba una figura que s í era un cuadro: ropajes morados y rostro como un cardenal velazqueño, quizás uno de los personajes de La ronda. Bosch interrumpió a la agente con frases rápidas.

– No lo sé, señor Bosch. Puede que la hayan evacuado ya, pero no lo sé. ¿Por qué no prueba a llamar al control por radio?

– No tengo radio.

– Tome la mía.

La muchacha se quitó el micro y se lo entregó. Mientras lo ajustaba a su oído derecho, Bosch percibió que su corazón interpretaba música de piano. Era su teléfono móvil repicando en el interior de la chaqueta. Bosch ignoraba cuándo había empezado a sonar. El aparato, de repente, enmudeció. Decidió no preocuparse por el momento de aquella llamada. Luego la localizaría.

«Calma, calma, calma. Lo primero es lo primero.»La operadora de radio arañó su oído de inmediato con una voz maravillosamente nítida. «Como la voz de un ángel en medio del desastre», pensó Bosch. Pidió hablar con Nikki Hartel, en la roulotte A. La operadora parecía más que dispuesta a obedecerle, pero necesitaba el dígito de clave que el propio Bosch, siguiendo instrucciones de la señorita Wood, había ordenado usar a todo el mundo para hablar por teléfono o radio con los altos cargos. «Mierda.» Cerró los ojos y se concentró mientras la operadora esperaba. Por razones de seguridad, no lo había anotado en ningún sitio: lo había aprendido de memoria, pero en otro siglo, en otra era, en un momento en que el universo y sus leyes eran diferentes, antes de que el orden fuera abolido por el caos y Rembrandt y sus obras asaltaran Amsterdam. Pero presumía de buena memoria. Lo recordó. La operadora lo verificó.

Cuando escuchó la voz de Nikki, casi tuvo ganas de llorar.

Nikki parecía encontrarse peor.

– ¿Dónde te habías metido? -estalló su tono enérgico y juvenil en el auricular-. Aquí todos estábamos…

– Escucha, Nikki -cortó Bosch. Y se detuvo una fracción de segundo antes de proseguir.

«Sobre todo, es importante hablar con calma.»

– Supongo que tienes muchas cosas que contarme -dijo-. Pero, antes que nada, debo saber algo… ¿Dónde está Nielle? ¿Dónde está mi sobrina?

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