José Somoza - Clara y la penumbra

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En los circuitos internacionales del arte está en auge la llamada pintura hiperdramática, que consiste en la utilización de modelos humanos como lienzos. El asesinato de Annek, una chica de catorce años que trabajaba como cuadro en la obra "Desfloración", en Viena, pone en guardia a la policía y al Ministerio de Interior autriaco, que son presionados por la poderosa Fundación van Tysch para que no hagan público el crimen, ya que la noticia desencadenaría el pánico entre sus modelos y la desconfianza entre los compradores de pintura hiperdramática. Y mientras tanto, Clara Reyes, que trabaja como lienzo en una galería de Madrid, recibe la visita de dos hombres extranjeros que le proponen participar en una obra de carácter "duro y arriesgado"; el reto empieza en el mismo momento de la oferta, ya que la modelo debe ser esculpida también psicológicamente. De esta forma, Clara entra en una espiral de miedo y fascinación, que envuelve también al lector y lo enfrenta a un debate crucial sobre el valor del arte y el de la propia vida humana.

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– Luego avanzaremos más -agregó.

21.25 h

Los peores presagios de Bosch se vieron cumplidos cuando el equipo de Seguridad llegó al hotel y encontró vacía la furgoneta de Susana. Fue entonces cuando descubrió de qué manera tan cuidadosa había sido planeado todo. Otra segunda furgoneta había estado esperando allí, y El Artista, sencillamente, había trasladado el cuadro a ella. La señal de la furgoneta estacionada continuaba llegando pero la obra ya no estaba en su interior. Por fortuna, uno de los vigilantes del aparcamiento le había visto realizar el traslado, y por ello contaban con la descripción de la segunda furgoneta. El vigilante afirmaba que en ella sólo viajaban el conductor y las figuras.

Van Hoore y Spaalze habían respondido de inmediato a las llamadas de Bosch. El agente de evacuación destinado a Susana se llamaba Matt Andersen, de veintisiete años, un individuo «eficiente, con experiencia, fuera de toda sospecha», según Spaalze. Sus huellas digitales, voz y medidas no correspondían con los datos morfométricos de El Artista, pero Bosch, que empezaba a comprender la cuantiosa ayuda que éste recibía desde la Fundación, no se interesó por ese aspecto. Era fácil para cualquier alto cargo acceder a los datos morfométricos y alterarlos.

– Lothar, yo no soy responsable… -temblaba la voz de Van Hoore en el auricular-. Si Spaalze asegura que Andersen es de fiar, yo debo creérmelo, ¿comprendes…?

– Tranquilo, Alfred. Ya sé que estás desconcertado. Yo también.

Van Hoore se había venido abajo. Parecía un niño lloriqueante salpicando de saliva el micrófono.

– ¡Por Dios, Lothar, por Dios! ¡Yo mismo hablaré con Stein, si es preciso! ¡El equipo de evacuación está formado por agentes veteranos, gente de confianza…! ¡Dile a Stein, por favor, que…!

– Cálmate. Nadie es responsable.

Era cierto. O nadie, o todos. Mientras soportaba la angustia de Van Hoore desde el confesionario del auricular, Bosch iba de un lado a otro dando órdenes y explicaciones. Comprobó que los demás reaccionaban con la misma incredulidad que él. Lo inesperado no puede mezclarse con lo inesperado: un rayo no golpea dos veces en el mismo sitio. Warfell, por ejemplo, no supo pronunciar ni media palabra cuando Bosch le informó. Imposible, parecía exclamar su silencio. «La ú nica tragedia permitida es la del Túnel, Lothar, ¿qué me vienes contando ahora? ¿Que uno de los cuadros ha desaparecido? » Con Benoit se llevó una sorpresa. Lo encontró en la calle, rodeado de policías antidisturbios, miembros de Protección Civil, bomberos y, probablemente, un destacamento entero de soldados, pero cuando se acercó a él, Benoit le hizo una seña, lo llevó aparte y le enseñó disimuladamente la etiqueta amarilla atada a su muñeca.

– No soy el señor Benoit -murmuró con voz gangosa y acento foráneo sujetando firmemente el codo de Bosch-. Soy un retrato suyo. El señor Benoit me ha dejado aquí en su lugar, pero no se lo diga a nadie, por favor…

Cuando se recuperó de la sorpresa, Bosch comprendió que Benoit debía de estar aún más angustiado que él, y había colocado aquella obra a modo de pantalla. Recordó el chiste del maniquí en el mostrador de la sección de reclamaciones. Se preguntó si el modelo sería el ugandés.

– Necesito hablar con el señor Benoit -le dijo Bosch.

– El señor Benoit está oyéndole ahora mismo -respondió el retrato. La cerublastina había hecho una magnífica labor: los rasgos eran exactos-. Tome mi radio, puede hablarle desde ella.

Benoit, en efecto, lo estaba oyendo todo. A juzgar por el tono de su voz, se encontraba en el nirvana absoluto: no ocurre nada, no tengo la culpa de nada, nada va a salir mal. Se negó a revelarle a Bosch el lugar donde se había escondido. Afirmó que no se trataba de una retirada sino de un repliegue táctico.

– ¡El señor Fuschus-Galismus no nos contó nada, Lothar! -gimió-. Me refiero a lo del Cristo y el «terremoto» del Túnel. ¡Hoffmann sí lo sabía, pero nosotros no…!

El Artista también lo sabía, pensaba Bosch.

Cuando logró encajar alguna palabra entre la frenética verborrea de Benoit, explicó lo ocurrido con Susana. Benoit enmudeció repentinamente en el auricular.

– ¡Lothar, dime que esto no es el fin del mundo!

– Lo es -dijo Bosch.

Prometió mantenerlo informado y le entregó la radio al retrato. En ese momento divisó un desfile de furgonetas penetrando en Museumplein: los cuadros evacuados regresaban. Estaban todos, excepto Susana. De una de las furgonetas se bajó Danielle. La niña era una cosa diminuta entre altísimos hombres de traje oscuro. Su pelo castaño, su cuerpo brillante de ocres y su rostro de mármol parecían una ilusión óptica. Lo primero que hizo al bajar del vehículo fue alzar el pie y comprobar que la radiante firma en su tobillo izquierdo seguía allí.

Bosch no pudo evitar sentir un nudo en la garganta al verla hacer eso. Comprendió lo importante que era para ella aquella maravillosa aventura, y por un momento casi estuvo de acuerdo con la decisión de sus padres. Sabía que no iba a poder abrazarla porque estaba pintada y llevaba encima la ropa del cuadro, pero se acercó.

Nielle iba de la mano del conductor de la furgoneta de evacuación, un hombre alto y fornido de agradable sonrisa. Estaba muy contenta. Al ver a Lothar, sus ojos rodeados de óleo blanco se dilataron.

– ¡Tío Lothar!

Fue muy difícil convencerla de que no lo abrazara.

«¿Estás bien?», le preguntó él. Ella le dijo que sí. ¿Adónde la llevaban? La trasladaban a una de las roulottes de Arte: querían reunir a todos los cuadros allí antes de guardarlos en el hotel. No, no había tenido miedo. El conductor había estado con ella todo el tiempo y eso la había ayudado a no asustarse. Sus padres ya habían sido informados de que se encontraba bien. Quiso contarle a Bosch una anécdota, pero no pudo acabar de hacerlo (los agentes tenían prisa). Por lo visto, Roland se había puesto muy nervioso cuando le explicaron que su hija «no había sufrido desperfecto alguno». Roland ignoraba que ésa era la frase usual en relación con los cuadros y al principio había creído que se referían sólo a la pintura que cubría su piel. Su padre había replicado: «Me da igual si se ha desteñido o no. ¡Quiero saber qué tal se encuentra mi hija! » . Aquellas palabras hacían reír a Danielle hasta las lágrimas. Bosch podía comprender la angustia de Roland, pero no lo compadecía. «Aguántate en nombre del arte», pensaba. Se despidió de su sobrina y la archivó en algún lugar seguro de su mente. No quería que nada lo estorbase en aquel momento.

En la roulotte A todo el mundo desplegaba una actividad febril. Nikki estaba en contacto permanente con la policía y con el equipo de Thea van Droon. Aunque resultaba absurdo suponer que habían actuado a tiempo, la KLPD había establecido controles de carretera en todas las salidas de Amsterdam. Un inspector de policía quería hablar con Bosch para pedirle detalles, pero éste no disponía de tiempo. «No existo para nadie», dijo. Se sentó junto a Nikki, frente a uno de los terminales informáticos que conectaban con el Atelier.

– Ni rastro de la furgoneta todavía, Lothar -comentó Nikki-. ¿A quién demonios estamos buscando? ¿Se relaciona con nuestra tarea de encontrar a Póstumo Baldi?

No era hora de ocultar nada, pensó Bosch. Al diablo con el gabinete de crisis: en aquel momento todo estaba en crisis.

– Así es. Pero no importa si es Baldi o no lo es. Está loco y va a destruir Susana si no lo impedimos…

– Dios mío.

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