Bosch observaba en el ordenador las imágenes de Susana sorprendida por los ancianos. El lienzo femenino era de nacionalidad española, tenía veinticuatro años y se llamaba Clara. Los Ancianos eran un húngaro -Leo Krupka- y un norteamericano -Frank Rodino-, un poco más jóvenes que Bosch. Rodino, el norteamericano, era un individuo inmenso y quizá representara algún tipo de obstáculo para El Artista, en el improbable caso de que hubiera un enfrentamiento entre ambos.
«Piensa en positivo, Lothar.»Durante un instante no hizo otra cosa que contemplar aquellas imágenes. En particular, el rostro de la chica. La muchacha le devolvía tranquilamente la mirada desde la fotografía.
«No es una chica, es un lienzo. Somos lo que los demás pagan para que seamos.»Bosch no la conocía, nunca había hablado con ella. Leyó su nombre completo e intentó pronunciarlo en voz baja. El apellido le costaba cierto trabajo. Rieyes. Reies. Rayes. La señorita Rieyes o Reiyes era de Madrid. Hendrickje y él habían veraneado alguna vez en Mallorca y Bosch había visitado Madrid, Barcelona, Bilbao y otras ciudades españolas debido a diversas exposiciones. Nada de eso importaba en aquel momento, pero recordar tales detalles le ayudaba a pensar en ella como en un ser humano en peligro. Clara Raiyes o Clara Reies miraba de manera expresiva y dulce, pero en el fondo de sus ojos latía una luz que ni siquiera la informática de la foto había podido camuflar. Bosch intuyó que se trataba de una chica llena de vida e ilusiones, de deseos de hacer las cosas bien, de esforzarse al máximo. Pensó en Emma Thorderberg y en su enérgica alegría. Clara le recordaba un poco a Emma. ¿De qué forma iban a pagar Wood y él, y también la Fundación y el maldito pintor cuyas obras custodiaban, de qué manera pagarían todos la destrucción de las ilusiones de aquella chica? ¿Cómo restauraría «abuelito Paul» la vida y la felicidad que emanaban de su semblante? ¿Acaso Kurt Sorensen conseguiría encontrar alguna compañía de seguros que pudiera devolverle la vida? ¿Cuánto dinero valía torturarla hasta la muerte? Era cosa de preguntarle a Saskia Stoffels.
«No es una chica, es un lienzo…»Se imaginó de repente la mirada de Póstumo Baldi posada sobre ella. Una mirada azul y vacía como un cielo pintado en un cuadro. Sus ojos son espejos. Y el giro de la cuchilla del cortalienzos cada vez más cerca de aquel rostro…
Piensa en positivo. Pensemos en positivo. Vamos a pensar todos en positivo.
«Al diablo.»Se apartó del ordenador de un salto.
– Nikki, consígueme una furgoneta y tres agentes. No hace falta que sean de los grupos de asalto. Tres agentes armados, tan sólo.
Ella lo miraba, sorprendida.
– ¿Qué piensas hacer, Lothar?
Exacto. Esa era la pregunta. ¿Qué piensas hacer, Lothar? Algo. Lo que sea, pero algo. No soy artista ni me gusta el arte moderno, de modo que tengo que hacer algo. No sirvo para otra cosa: tengo que hacer, debo hacer. Ya basta de pensar en positivo: ha llegado la hora de actuar en positivo, ¿no, Hendri?
– Te recuerdo que toda la policía de Amsterdam está detrás de ese tipo ahora mismo -agregó Nikki. En sus ojos, Bosch advirtió un brillo distinto. ¿Era preocupación por él? Le hizo gracia.
– Recordado queda -asintió.
– Tendrás la furgoneta y los hombres en seguida -repuso Nikki, y no hubo más conversación.
21.30 h
Gustavo Onfretti los contemplaba uno a uno. Seguían pintados y disfrazados. Los alumnos de Lecci ó n de anatom í a llevaban sus puritanos trajes oscuros y sus gorgueras, y los S í ndicos, sus sombreros de ala ancha. Kirsten, la mujer - cadáver, flexionaba su fantástica y cruda anatomía en un asiento del extremo final de la roulotte. Él mismo estaba sentado junto a las modelos del Buey y todavía vestía el taparrabos de color ocre. Su cuerpo pintado de tierra y amarillo resplandeciente le dolía debido al dilatado esfuerzo en la cruz, de la que acababa de ser descolgado hacía apenas media hora. Conservación había reunido a todos los lienzos en las roulottes de Arte. Querían asegurarse, sin duda, de que se encontraban en buen estado y no habían sufrido desperfectos.
El estado de Onfretti era aceptable, pero la expresión asombrada de su rostro parecía la de un resucitado.
¿Por qué nadie sabía nada sobre los efectos especiales de su cuadro, si todo había sido planeado por el Departamento de Arte con mucha antelación? ¿Por qué Conservación no había sido informada de que el Cristo era una acci ó n interactiva y en determinado momento «fallecía» y la tierra temblaba y se oscurecía?
Recordaba la dedicación con que Van Tysch lo había planeado todo durante las largas semanas de trabajo en Edenburg. «Una experiencia estremecedora», había anotado Onfretti en su diario. El instante de su supuesta «muerte», con los gritos y el temblor mecánico del Túnel, había sido pintado y retocado hasta la saciedad. El Maestro le había advertido que era muy importante que aquel acontecimiento se produjera en el momento preciso, y había hecho instalar una pequeña luz de aviso en el extremo opuesto del Túnel para que Onfretti supiera cuándo debía empezar a gritar. Pero se suponía que el público y el personal de Conservación y Seguridad estaban al tanto y que los «temblores» serían de escasa entidad. Eso, al menos, le había dicho Van Tysch.
Se preguntaba por qué el Maestro le había mentido.
Al acabar de pintarlo, Van Tysch lo había besado en la mejilla. «Quiero que te sientas traicionado por mí», le había dicho, sutilmente.
Ahora Onfretti pensaba que quizás aquella frase había sido algo más que una sutileza.
21.31 h
Mientras Bosch salía de la roulotte, razonó algo.
Si El Artista había sacado el cuadro fuera de Amsterdam, entonces no se podía hacer nada. Tendría que dejar que la policía o el equipo de asalto dieran con el paradero de la furgoneta y rogar para que llegaran a tiempo. Pero ¿y si había decidido destrozarlo en Amsterdam? Pensó en varios lugares posibles, y descartó de inmediato los parques y zonas públicas. También los hoteles, ya que las figuras aún estaban pintadas y podían llamar la atención. Entonces pensó en el hombre que ayudaba a El Artista desde la Fundación. ¿Podía haberle facilitado un lugar tranquilo para que la destrucción se llevara a cabo sin problemas? Si era así, debía de haber previsto que toda la policía de Amsterdam iba a lanzarse a buscar el cuadro de inmediato. El lugar, por tanto, tenía que ser completamente seguro. Un sitio amplio, abandonado…
Entonces recordó lo que Nikki le había comentado momentos antes.
En la última reunión, Van Hoore había propuesto que los cuadros evacuados no se dirigieran al Viejo Atelier, porque estaría «cerrado y vacío», según le había dicho el propio Stein.
Cerrado y vac í o.
Era una oportunidad entre mil, y estaba seguro de que iba a equivocarse, pero era necesario apostar. Hagamos caso a las intuiciones, ¿verdad, Hendri, cariño?
Vio aproximarse a los agentes. Supuso que eran los que Nikki le enviaba. Corrió hacia ellos pensando que quizá resbalaría en el empedrado húmedo. La lluvia, ahora, era densa.
– ¿Y la furgoneta? -le preguntó al primero. Reconoció a Jan Wuyters, con quien había charlado en el Túnel antes de que todo se viniera abajo. Le pareció buen presagio el hecho de que siguieran juntos.
La furgoneta estaba aparcada en Museumstraat. Corrieron hacia ella bajo el diluvio. La gente de la plaza se había ido dispersando, pero aún quedaban coches de policía y ambulancias.
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