Todo a su tiempo, por favor.
La última estampa de aquella carpeta era una flor. Wood la apartó de un manotazo provocando la ira de Zericky.
– ¡Oiga, los va a romper si los trata de esa manera! -exclamó el historiador, y extendió la mano para arrebatárselos.
– No me toque -susurró Wood. Pero más que un susurro fue un ruido sibilante, un crujido de la garganta que heló la sangre en las venas a Zericky-. No intente tocarme. Termino en seguida. Lo juro.
– Tranquila -balbuceó Zericky-. Tómese su tiempo… Está usted en su casa…
«Debe de estar enferma», pensaba. Zericky no era un hombre rutinario, pero la soledad había sedado su vida. Todo lo imprevisto (un loco en su casa revisando dibujos, por ejemplo) le daba horror. Empezó a elaborar un plan para acercarse al teléfono y llamar a la policía sin que aquella sicópata lo advirtiera.
Wood abrió otra carpeta y descartó dos apuntes campestres. Un carboncillo con un bosque nocturno. Dibujos de pájaros. Naturalezas muertas, pero ningún buey desollado. Una niña con las manos en la cintura, pero no se parecía a la Ni ñ a en la ventana…
20.50 h
Mientras avanzaba por la pasarela, Bosch divisó a uno de los vigilantes. Su tarjeta roja era apenas perceptible en la tenue iluminación de los zócalos. El rostro era un borrón de sombras.
– ¿Señor Bosch? -dijo el hombre cuando él se identificó-. Soy Jan Wuyters, señor.
– ¿Cómo va todo, Jan?
– Tranquilo, hasta ahora.
Más allá de Wuyters se alzaba el tajante resplandor lineal del Cristo crucificado. La perspectiva lo hacía flotar sobre la cabeza de Wuyters como si éste fuera objeto de una especial protección divina.
– Pero yo me quedaría más tranquilo si hubiera más luces y pudiéramos ver bien la cara y las manos de la gente -añadió Wuyters-. Esto es un tugurio, señor Bosch.
– Tienes razón. Pero Arte es el que manda.
– Supongo que sí.
A Bosch le parecía de repente que Wuyters hacía muy bien de Wuyters en la oscuridad. Estaba casi seguro de que era él, pero, como en las pesadillas, leves detalles lo confundían. Le hubiera gustado contemplar aquellos ojos a la luz del día.
– Si debo serle sincero, señor, tengo ganas de que la exhibición de hoy termine -susurró la silueta de Wuyters.
– Comparto tu sentimiento por completo, Jan.
– Y este horrible olor a pintura… ¿No le arde a usted la garganta?
Bosch se disponía a replicar cuando de repente se desató el caos.
20.55 h
Wood miraba la acuarela con fijeza, sin mover un músculo. Zericky, que percibió su cambio de actitud, se inclinó sobre su hombro.
– Hermosa, ¿verdad? Es una de las acuarelas que le hizo Maurits.
Wood elevó la vista y lo observó sin entender.
– Era su esposa -aclaró Zericky-. Esa joven española.
– ¿Quiere usted decir que esta mujer era la madre de Van Tysch?
– Bueno -sonrió Zericky-, al menos eso creo. Bruno nunca la conoció, y Maurits destruyó casi todas las fotos que había sobre ella después de su muerte, de modo que Bruno sólo disponía de los dibujos de Maurits para saber cómo había sido su aspecto. Pero es ella. Mis padres sí la conocieron, y afirmaban que estos dibujos le hacían mucha justicia.
«Primero, ese recuerdo de su infancia. Luego, su padre y Richard Tysch. Por último, su madre. El tercer cuadro más personal.» Wood ya no albergaba ninguna duda. Ni siquiera necesitaba buscar más en las carpetas que aún quedaban sin revisar. Recordaba perfectamente de qué cuadro se trataba. Consultó la hora en una muñeca temblorosa.
«Aún queda tiempo. Seguro que aún queda tiempo. Ni siquiera ha concluido la exposición de hoy.»Dejó la acuarela sobre la mesa, cogió el bolso y sacó el teléfono móvil.
De súbito, algo parecido a una corazonada urgente, al escalofrío de un sexto sentido, la paralizó.
No, ya no queda tiempo. Ya es demasiado tarde.
Marcó un número.
Qu é l á stima que no hayas podido hacerlo perfecto, April. Hacer las cosas bien es hacerlas mal.
Aplicó el auricular al oído y escuchó el remoto grito de la llamada.
Porque lo cierto es que si te derrotan en la cosas peque ñ as, perder á s de inmediato en las grandes.
La voz del teléfono clamaba en la diminuta oscuridad de su oído.
20.57 h
Varias veces a lo largo de su vida Lothar Bosch se había enfrentado a una muchedumbre.
En ocasiones había formado parte de ella (pero, aun así, había necesitado protegerse de ella); otras, había sido uno de los encargados de frenarla. En cualquier caso, se trataba de una experiencia que conocía desde su juventud. Sin embargo, no había extraído ninguna enseñanza útil: pensaba que siempre había sobrevivido por puro azar. Una muchedumbre aterrorizada no pertenece a la clase de cosas que un hombre puede aprender a resistir, de igual forma que no se puede aprender a caminar por la espiral de un ciclón.
Sucedió muy rápido. Al principio hubo un grito. Luego, varios más. Instantes después, Bosch tomó conciencia de todo el horror.
El Túnel sonaba.
Era un clamor profundo de campanas subterráneas, como si el suelo sobre el que se encontraban tuviera vida y hubiera decidido levantarse para demostrarlo.
La oscuridad le prohibía un conocimiento exacto de la situación, pero podía oír el repique de la estructura metálica del techo y de las paredes del telón que tenía más cerca. «Dios mío, el armazón se está cayendo», pensó.
Entonces comenzó el pánico.
Wuyters, el agente que había estado hablando con él segundos antes, fue arrastrado por una riada de gritos, bocas abiertas y manos crispadas que intentaban aferrar el aire. Un émbolo de cuerpos empujó a Bosch contra el cordón de la barandilla. Durante un atroz instante se imaginó aplastado por la estampida, pero, por fortuna, aquel torrencial flujo de humanidad no iba en su dirección: sólo querían abrirse paso. El miedo les impelía a correr ciegamente hacia el extremo final del Túnel. Los pivotes que sujetaban el cordón no cedieron y Bosch pudo agarrarse a ellos para evitar caer del otro lado.
Lo peor era no ver nada, pensaba. Lo peor era aquella tiniebla de carnaval obsceno en la que sólo era admisible un movimiento delicado. Era como estar encerrado con un león bajo una manta de lana.
Una mujer gritaba desaforadamente junto a él, pidiendo paso. El hecho de que su aliento oliera a tabaco fue un detalle estúpido que se aferró con fuerza indecible al cerebro aterrorizado de Bosch. Creyó entender que llevaba a un niño de la mano y que pedía, por favor, que el monstruo la respetara, que al menos, por favor, no devorara a su pequeño retoño. Entonces la vio hundirse (¿se agachó?, ¿fue absorbida?) y reaparecer enarbolando como una bandera una figurita trémula y lloriqueante. Vamos, vamos, llévatelo de aquí, deseó decirle, llévate a tu hijo de aquí. Se disponía a intentar ayudarla cuando recibió otro impacto y cayó hacia atrás por encima del cordón.
Sintió que caía en el vacío. La oscuridad más allá de la pasarela era tan profunda que sus ojos no podían medir la distancia que los separaba del daño. Aun así, colocó las manos de parapeto y recibió el golpe en las palmas. Por un instante ni siquiera supo qué había ocurrido, por qué se encontraba en aquella rara posición, flotando en un espacio plano. Luego comprendió que los claroscuros debían de estar apagados.
Tenía que ser así, porque a lo largo del Túnel no veía ni una sola luz, ni un solo resplandor. Los cuadros se habían disipado en la tiniebla. El se encontraba en el vientre de esa tiniebla.
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